“¡Después de mí, el diluvio!”
Si la mejor venganza es vivir bien, la segunda debe ser que te dé igual lo que ocurra después
Bajito y extravagante, tenía que ser un espectáculo verlo por Nueva York envuelto en pieles y con tacón cubano: el egipcio Alexander Iolas fue el primer galerista de Andy Warhol, el hombre que introdujo el surrealismo en EE UU y catalizador del éxito internacional de muchas estrellas del arte del siglo XX, de Magritte a Yves Klein. Pero, cuando murió de sida en 1987, nada pudo impedir que la esplendorosa villa ateniense donde se había retirado fuera saqueada y vandalizada, o más bien nadie quiso. Villa Iolas es, todavía hoy, una ruina en mitad de Atenas gracias a la inacción de las autoridades, que aún no han cumplido su promesa de restaurarla y crear un nuevo centro de arte.
Iolas era rico, excéntrico y homosexual, tres cosas que, en palabras de la prensa local, no casaban con la puritana idea del progreso que imperaba por entonces en la política y la sociedad griegas. El marchante fue acusado de pederastia y tráfico de antigüedades, y tachado por la prensa como persona non grata. El estropicio de su casa, llena de tesoros inverosímiles –una sala bizantina, otra para los warhols–, es un ejemplo de lo que lo que pasa cuando ganan la mezquindad y la estrechez: el mero exceso del legado de Iolas debía resultar tan insoportable, y tan inconcebible, que no supieron qué hacer con él. Pero de esta historia, que cuenta un estupendo reportaje de Diego Parrado en este número de ICON Design, lo mejor es la moraleja: si, como decía aquel, la mejor venganza es vivir bien, me atrevería a afirmar que la segunda mejor debe ser que te dé igual lo que ocurra después. “A mi tío le daba lo mismo lo que pasara con la casa. ¡Después de mí, el diluvio!”, le cuenta la sobrina del galerista a Diego.
Es muy sano no preocuparse por la fama, a pesar de lo que pensaran los escritores medievales, y todavía más sano es desacralizar las posesiones terrenas: Lázaro Rosa-Violán, el interiorista cuyo estilo barroco y espectacular ha marcado nuestro presente más que muchos políticos, vive en el principal –barroco y espectacular– de una finca modernista en Barcelona. En casa de Lázaro hay molduras, mosaicos de Nolla (sobre los que también escribe Josie en este número) y un virtuoso muestrario de lo que es capaz el arte, la artesanía y la industria del mueble. Pero él le quita hierro: “En esta casa lo importante son mi pareja y mis perros”, le dice a Miquel Echarri.
No hay que subestimar el poder de la decoración, sobre todo como fuerza contraria al dogma del orden, la eficiencia y la productividad. “La arquitectura contemporánea es un poco como vivir en un quirófano. Le faltan cosas”, le dice Izaskun Chinchilla a Anatxu Zabalbeascoa en una interesantísima conversación que rompe con la monolítica perspectiva masculina a la que la arquitectura nos tiene acostumbrados.
En Arquitectura de las pequeñas cosas (Páginas de Espuma), Santiago de Molina dice que lo más instructivo de una casa son esos rincones donde se acumula algún trasto y un poco de polvo. También reivindica lo sensual e incluso lo irracional de un objeto: “La pulsión táctil, tan cercana al coleccionismo y su pasión por atrapar los objetos antes de acariciarlos”. ¡Qué bonito! Pero lo mejor es cuando arremete contra Marie Kondo. “El desarreglo de los objetos gracias al habitar diario ofrece más satisfacciones que las impuestas y televisadas. El anómalo sentimiento de culpa por no optimizar la vida no es motivo suficiente para cambiar de sitio ni un simple jarrón”. Amén.
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