Por qué el legado arquitectónico moderno se ataca más que ningún otro (especialmente en España)
Nacido en entreguerras y origen de algunas de las construcciones más innovadoras y arriesgadas de la arquitectura, el movimiento moderno es objeto de destrucción y ultrajes como ningún otro estilo porque algunos lo consideran “feo”
Decía el arquitecto y diseñador italiano Gio Ponti que “para las personas de gusto sano la modernidad significa adoptar una mesura y una sencillez que armonizan con las más distinguidas exigencias. Ser moderno es una actitud ante la vida: una forma de pensar, de conocer y de juzgar. No de decorar”.
Sin embargo, cuando hablamos de arquitectura, el término moderno tiene un significado muy concreto. No se debe confundir moderno con modernista (la arquitectura de Walter Gropius y la de Antoni Gaudí se parecen tanto como un huevo a una castaña) ni con contemporáneo (referido a la estricta actualidad). No tienen nada que ver. La arquitectura moderna nació en la Europa Central de entreguerras, cuando una corriente de renovadores se alzó contra los préstamos historicistas y excesos decorativos imperantes en favor de una lógica proyectual que miraba hacia los ejercicios de reducción y abstracción de las vanguardias artísticas del momento. Los arquitectos y diseñadores del Movimiento Moderno creían en la integración del arte con las técnicas industriales de producción en masa, y tradujeron sus ideas en edificios (y muebles) sobrios hasta la austeridad, ausentes de cualquier tipo de ornamento, sin por ello renunciar a la elegancia y al empleo de materiales lujosos. Aquella doctrina impregnó la mítica Escuela de la Bauhaus y reinó en todo el mundo durante casi medio siglo, hasta que la contracultura pop de los años sesenta tomó el relevo. Frente al less is more (menos es más) de Mies van der Rohe y sus acólitos modernos, los posmodernos de Robert Venturi preconizaban less is a bore (menos es aburrido).
En ocasiones, se utilizan otras etiquetas para hablar de (casi) lo mismo: estilo internacional (por su propósito de implantación mundial), racionalismo (por una filosofía creativa que debía primar la razón por encima de los sentimientos), maquinismo (por su estética industrial y confianza en el desarrollo tecnológico: “la casa es una máquina para vivir”, sentenció Le Corbusier), funcionalismo (porque todos los parámetros de diseño debían estar supeditados a la función) o, sobre todo últimamente, mid-century (por la época en que estas obras fueron construidas, a mediados del siglo pasado). Independientemente del nombre que se le quiere dar, existe cierta unanimidad entre arquitectos, críticos e historiadores, en reconocer el Movimiento Moderno como un episodio relevante en el relato del noble arte de proyectar y construir edificios que merece ser preservado.
Sin embargo, a pesar de su incuestionable valor, el legado arquitectónico moderno recibe ataques sistemáticos a lo largo y ancho del planeta. En España somos tristes paladines de esta práctica. Hace sólo unas semanas Moisés Puente denunciaba en ICON Design la amenaza de demolición de la zapatería que Paco Alonso proyectó en Madrid y reflexionaba sobre la deficiente protección del patrimonio del siglo XX que existe en nuestro país. “La lista de barbaries es interminable”, se lamentaba Puente, “y en un repaso breve de las más dolorosas nos encontramos los laboratorios Jorba (Madrid, 1965), conocidos popularmente como la Pagoda, de Miguel Fisac, demolidos en julio de 1999; la conocida galería de arte Joan Prats (Barcelona, 1976), de Josep Lluís Sert, destruida en 2015; la casa Guzmán (Algete, 1972), de Alejandro de la Sota, destruida sin que nadie se percatara de ello en 2016 para sustituirla por una casa pretenciosa, anacrónica y sin el más mínimo interés”.
A veces los edificios se destruyen, y otras soportan actuaciones tan desacertadas que resultan casi igual de nocivas para el proyecto original. A la casa y estudio que Le Corbusier construyó al pintor Amédée Ozenfant en París en 1922 le añadieron una losa de hormigón maciza en la cubierta que cubrió el precioso lucernario que iluminaba el espacio de trabajo del artista. La delicada transparencia de la fachada acristalada del depósito de automóviles de la SEAT que César Ortiz Echagüe, Rafael Echaide Itarte y Adrián de La Joya construyeron en Barcelona en 1958 fue arruinada cuatro décadas después, cuando se instalaron cerramientos opacos para transformarlo en un edificio de viviendas. Y la penúltima, este verano.
Un "Antes y despues" para morirse; A la izquierda, la iconica obra en California de Arthur Erickson. A la derecha, la intervencion de alguien guiado por alguna tendencia viral de restauraciones vacias de espiritu de epoca.
— Bauhasaurus (@alejandrocsome) June 7, 2023
El patrimonio moderno tambien se puede perder. pic.twitter.com/YlomxnA0SR
A la izquierda, la icónica obra en California de Arthur Erickson; a la derecha, la intervención de alguien guiado por alguna tendencia viral de restauraciones vacías de espíritu de época”, se lamentaba el popular divulgador Bauhasaurus vía Twitter. La comparación es verdaderamente descorazonadora: un edificio ligero, lleno de matices, que enmarcaba y dialogaba con su entorno a través de distintos tipos de cerramientos para ofrecer multitud de respuestas al sol californiano, brutalmente transformado en una construcción torpe, pesada y aburrida. “El patrimonio moderno también se puede perder”, concluía el tuitero.
Otro caso especialmente preocupante es el de la Ciudad Blanca de Tel Aviv: un conjunto de cuatro mil edificios de viviendas con unas características radicalmente modernas que fueron proyectados durante la década de 1930 por una veintena de arquitectos judíos alemanes formados en la Bauhaus para dar cobijo a la ola de inmigrantes que huían del horror antisemita en Europa. Esta alta concentración de arquitectura moderna hizo que en 2003 la UNESCO reconociera la Ciudad Blanca de Tel Aviv como lugar Patrimonio de la Humanidad, una distinción que hoy se encuentra amenazada por un mercado inmobiliario glotón e insensible. El desorbitado precio de la vivienda en la ciudad israelí, unido a lo costoso que resulta la restauración y conservación de edificios construidos hace casi un siglo, ha motivado que las promotoras privadas estén asumiendo esta responsabilidad a cambio del derecho a añadir una o dos plantas de ático sobre las terrazas de los edificios originales. Estas intervenciones no solo transfiguran la apariencia de la ciudad, sino que también alteran el ecosistema urbano que garantiza su buen funcionamiento. Edificios más altos generan mayores zonas de sombra y dificultan las vistas a sus vecinos, a la vez que alojan a un número superior de personas que el inicialmente proyectado, lo que resulta en un aumento insostenible de la densidad de población y del tráfico.
Por supuesto, no todas las intervenciones tienen un fin maliciosamente especulativo ni terminan en tragedia. A veces también pueden estar motivadas por causas muy loables, como es preservar la memoria construida de una obra relevante. David Rivera Gámez, historiador y profesor de la Escuela Técnica Superior de Arquitectura de la Universidad Politécnica de Madrid, es un experto en la materia. Así lo demuestra en su libro Dios está en los detalles. La restauración de la arquitectura del Movimiento Moderno (2012), donde analiza los trabajos acometidos sobre algunas obras maestras como la Villa Savoye (Poissy, 1929), de Le Corbusier, el pabellón de Barcelona (1929), de Mies van der Rohe, o la casa de la Cascada (Bear Run, Pennsylvania, 1935), de Frank Lloyd Wright.
“Restaurar un edificio consiste en recuperar sus valores históricos, artísticos y materiales. Esta tarea implica necesariamente una investigación histórica profunda”, explica Rivera a ICON Design. “Las mejores restauraciones del patrimonio arquitectónico del Movimiento Moderno son las de los equipos holandeses. Las actuaciones de Wessel de Jonge en la fábrica Van Nelle (Rotterdam, 1925) y en el sanatorio de Zonnestraal (Hilversum, 1925) son modélicas. Pusieron un cuidado exquisito en que todos y cada uno de los detalles originales se reprodujeran con absoluta meticulosidad: se estudió hasta la manera en que los obreros habían pintado las carpinterías para reproducir los mismos golpes de brocha”.
Rivera no cree que exista en la actualidad algo parecido a un proceso de desmodernización arquitectónica. “En Nueva York, la cuna de la modernidad en muchos aspectos, el respeto hacia la arquitectura del Movimiento Moderno se lleva de una manera tan escrupulosa que las grandes multinacionales ni siquiera pueden mover un centímetro los vidrios de sus edificios”, explica. Sin embargo, lo que parece incuestionable es que el legado arquitectónico del siglo XX resiste bajo una espada de Damocles que no pende sobre monasterios románicos, palacios renacentistas o teatros neoclásicos. “Los edificios modernos son más difíciles de comprender, y mucha gente los considera feos”, opina el profesor. “Pero creo que esa no es una condición que acabe decidiendo si se conservan o no. El término patrimonio histórico es una creación cultural que implica un juicio de valor, no el reconocimiento de una objetivad. Por tanto, el patrimonio moderno lo será en la medida en que nosotros decidamos que lo es. Cuando se hacen buenas campañas para reivindicar edificios del Movimiento Moderno, acaban siendo muy apreciados”.
En efecto, conviene permanecer en pie de lucha ya que, de vez en cuando, las administraciones también nos dan alguna alegría. Tras años de incertidumbre, hace un par de semanas nos enteramos de que la antigua fábrica Clesa, que Alejandro de la Sota proyectó en 1958, había entrado en el catálogo de Bienes de Interés Cultural (BIC) con categoría de monumento. Un tesoro moderno salvado. Al menos, de momento.
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