La gala de la moda del Met revive el legado de Karl Lagerfeld con Penélope Cruz como estrella invitada
La exposición que el Metropolitan de Nueva York dedica al diseñador alemán hasta mediados de julio muestra 200 trajes de una producción de 10.000 a lo largo de seis décadas
A diferencia de convocatorias anteriores, el reclamo de la Gala Met 2023 no ha sido una marca, una época o un concepto, sino una persona: Karl Lagerfeld. El diseñador, fallecido en 2019 a los 85 años, fue conocido tanto por sus bocetos para Chanel, Fendi, Chloé y su propia marca como por su personaje: pantalones pitillo con levitas, gafas negras, mitones bordados, coleta y su inseparable Choupette, “la Garbo de los gatos” en sus palabras, la gatita a la que legó parte de su fortuna. El hombre que “en el mundo de lo efímero fue alguien permanente”, como le definió la exmodelo Carla Bruni este lunes 1 de mayo en Nueva York; el “interesado por todo salvo por la mediocridad” alcanza halo de inmortal en una exposición que reúne casi 200 piezas, seleccionadas entre más de 10.000: la producción de una carrera que se prolongó seis décadas. La gala, con su pasarela galáctica de celebridades con Penélope Cruz ejerciendo como una de las anfitrionas, fue como de costumbre un alarde de fuegos de artificio —además de un evento de recaudación de fondos, su principal objetivo—, mientras la exposición del museo Metropolitano, que se abrirá al público el viernes hasta el 16 de julio, propicia el encuentro silencioso con la esencia del genio.
La exposición, que se presentó este lunes en Manhattan horas antes de la gala, lleva por título Karl Lagerfeld: una línea de belleza, en alusión a la línea serpentina, o línea de la belleza, teorizada en el siglo XVIII por el artista británico William Hogarth: una línea curva en forma de ese que aparece dentro de un objeto o como línea límite del mismo, y que representa la vivacidad y el movimiento. Las salas que acogen, temáticamente, la producción del llamado káiser de la moda serpentean como gigantescas eses mayúsculas a través de una estructura sinuosa diseñada por el arquitecto Tadao Ando. Las piezas expuestas recorren desde sus inicios como ayudante de diseño en la firma Balmain y director artístico de Patou hasta los trajes que dieron forma a su última colección, en 2019. Comisariada por Andrew Bolton, el curador de moda más influyente del mundo, la muestra es un ensayo temático y conceptual al tiempo, con múltiples enfoques emparejados en contrastes: lo masculino y lo femenino, lo romántico y lo militar, lo histórico y lo futurista...
Anna Wintour, la editora jefa de Vogue, anfitriona y organizadora de la gala y la exposición desde hace dos décadas, fue amiga íntima del alemán y suele recordar que todos los momentos importantes de su vida estuvieron vestidos por uno de sus diseños. Esta relación de amistad, la proximidad del artista a la familia real monegasca o el círculo de top models que siempre le rodeó le protegieron de la polémica, encarnada en comentarios racistas, xenófobos, homófobos, contra las mujeres gordas o el matrimonio gay. Lagerfeld criticó públicamente el MeToo, la apertura de Alemania a los refugiados por parte de la entonces canciller Angela Merkel —incluida una desafortunada referencia al Holocausto—, a la cantante Adele por sus medidas, y a los que denunciaron, no sin razón, la imagen enfermiza de muchas modelos en el límite de su peso. “Nadie quiere ver” a modelos de talla grande; “madres gordas con sus bolsas de patatas fritas sentadas frente al televisor [son las que] dicen que las modelos delgadas son feas”, ironizó en 2009 en una entrevista a una revista alemana.
Mago de la costura, pero también cruel y cortante, alguien que “ofendió a gente a diestro y siniestro” durante su vida, como escribió tras su muerte Vanessa Friedman, editora de moda de The New York Times, el alemán emerge inmaculado en la muestra del Met, sin referencia alguna a sus extravíos, no muy lejanos de los que costaron la carrera al diseñador John Galliano. En la exposición no ha lugar para críticas, solo para el encomio. “Karl Lagerfeld fue una de las fuerzas más cautivadoras, prolíficas y reconocibles de la moda y la cultura, conocido tanto por sus extraordinarios diseños y su incansable producción creativa como por su legendaria personalidad”, dice Max Hollein, el director del museo. Hollein admite, no obstante, su talante provocador. “Sin duda provocó con sus declaraciones, pero creo que es importante ver la exposición como una celebración de su arte, de su expresión creativa, y también como un análisis de su personalidad pública. Por un lado, existe una separación entre la producción artística y lo que uno hace personalmente. Pero, por otro lado, también reflexionamos sobre su personalidad”, decía este lunes.
Polifacético (fue también fotógrafo, escritor, editor e interiorista), Lagerfeld fue a su modo precursor de jóvenes talentos que revolucionaron la esencia de la moda, como el malogrado Virgil Abloh. La dimensión temporal del fenómeno, lejos de subrayar su carácter efímero, enraíza con el escenario de obligada permanencia de un museo. No caben contradicciones, sostiene Hollein; la expresión mudable e inconstante de la moda encaja en un museo, y viceversa. “No hay que olvidar que el Met se fundó hace más de 150 años, básicamente para informar a los artesanos de Nueva York sobre cómo hacer mejor arte, mejores tejidos, mejores trajes, etcétera. Así que está muy en sintonía con su identidad”. Dedicar todos los años una parte del museo a la moda es, a su juicio, “una manifestación de creatividad, de excelencia artística, de contemporaneidad, de capacidad para captar el espíritu contemporáneo y darle una fantástica forma tridimensional. En realidad, la moda es un arte que existe desde hace muchos siglos”.
La Super Bowl de la moda global
La exposición atrae cada año a cientos de miles de visitantes; la de 2018, por ejemplo, consagrada a la influencia de la imaginería católica en el diseño, fue la más vista del Met ese año. La gala tiene una audiencia planetaria, casi galáctica. Pero Hollein no teme la sombra que sobre el museo proyecta esta pasarela global, a menudo denominada la Super Bowl de la moda, y que rivaliza en alcance audiovisual con los mismos Oscar. “La gala es un acontecimiento muy popular. Sin duda contribuye al perfil del Met, a su prominencia y a su comprensión. Cuando me nombraron director del museo, hace cinco años, lo que más entusiasmaba no solo a mis hijos, sino a todos sus amigos, es que yo asistiera a la gala”, confiesa.
Pero además de una alfombra, no siempre roja, global, la gala es una gigantesca caja registradora que sirve para financiar las actividades del Instituto del Traje de la institución. El año pasado recaudó 17,4 millones de dólares (la gala de primavera del museo solo logró 2,6 millones). La entrada individual se cotiza a 50.000 dólares; la mesa completa para la cena, que suelen reservar empresas, a partir de 300.000. Pero no solo hace falta ser rico para acceder al sancta sanctorum del glamur, a través de las escalinatas de la Quinta Avenida del centenario edificio: hay que ser famoso, relevante o influencer. Y, además, hay que ser convocado, no vale invitarse chequera en mano.
Junto a Wintour, cuatro coanfitriones presidieron el evento. Además del tenista Roger Federer, amigo de la editora de Vogue, los flases agotaron toda su carga lumínica con Penélope Cruz, embajadora desde hace años de Chanel, y la cantante Dua Lipa, que lució un vestido de novia de la colección de 1992 de Lagerfeld para la maison, lucido en su día por Claudia Schiffer. Cruz brilló en un vestido igualmente blanco y nupcial, bordado en plata y con capelina. Como coanfitrionas, la actriz y la cantante fueron las primeras en llegar, juntas, a la par que Wintour, con un Chanel de la última colección y al lado del siempre elegante actor británico Bill Nighy. También copresidió la gala la guionista, actriz y productora Michaela Coel, que fue portada de Vogue el año pasado, en un bucle de representación mediática que se retroalimenta sin descanso. En la vestimenta de los casi 400 invitados abundó el blanco virginal y el negro puro, en la línea monocromática esencial del káiser, con escasos toques de color, como el vestido rojo sangre de la actriz Salma Hayek o algún que otro osado amarillo.
El año pasado 275.000 rosas de color rosa adornaron el vestíbulo del museo, que una gigantesca carpa sustraía a las miradas de los curiosos este lunes. Un solo detalle del exceso que subraya la apuesta renovada por epatar aún más que el anterior, en decoración, en poder de convocatoria, en vestimenta. Como si el lema del circo, el más difícil todavía, se transformara en la gala en más glamour imposible, para alimentar y renovar un espectáculo que se fagocita a sí mismo. Por eso la gala Met, cuyo origen se remonta a 1948 como cena de la alta sociedad neoyorquina, se ha metamorfoseado con el tiempo en plataforma de exhibición de influencers, celebridades variopintas, famosos y algún que otro royal. La llegada de los invitados fue transmitida en streaming por varias cuentas en redes sociales. Y la lista de los afortunados comensales, desvelada tras un secreto casi sumarial hasta el último segundo para acrecentar el interés, demostró que la sucesión de epifanías duró mucho menos que la expectación suscitada.
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