Alba, la más atípica del clan Flores
La nieta de ‘La Faraona’ se ha convertido en una sólida actriz que critica a la derecha, lucha por el pueblo gitano y se ha hecho vegetariana
Alba Flores (Madrid, 34 años) mira el mostrador de una pastelería artesanal en el madrileño barrio de Las Letras. “Trabajo mucho la magdalena, el sobao, la palmera… No sé, en realidad me gustan mucho todos los dulces”, dice. Al final, se decide por un bizcocho de banana y caramelo. Acompaña con un té negro, como la melena selvática que luego se recoloca para la foto. “Me encanta ver cómo hacen los pasteles”, asegura. Llega cansada, porque está empezando con la obra Shock 2, dirigida por Andrés Lima, una historia del neoliberalismo que se puede ver en el Centro Dramático Nacional, en Madrid.
“Al menos ahora estoy con una sola cosa al mismo tiempo”, dice tras pasar meses ajetreados, compaginando rodajes, funciones teatrales y todas esas cosas que rodean la vida de una actriz solicitada que ha participado en grandes éxitos como las series Vis a vis o La casa de papel. “Una vez, con las prisas, se planteó alquilar un helicóptero para llevarme del festival de Mérida a un rodaje, muy heavy”, recuerda divertida. No hizo falta.
A Flores le ofrecen muchos proyectos y sabe que es una privilegiada entre tanta precariedad en lo actoral, pero ha aprendido a elegir, a reflexionar sobre sus objetivos. Uno de ellos es parar un poco, lograr que el trabajo no vertebre la vida. “Esto me cuesta mucho. Es como si el trabajo fuera lo que da entidad a la existencia, es bastante loco. El confinamiento me enseñó mucho de esto. Hice yoga, aunque tuve una tendinitis. Ah, y aprendí a hacer tarta Sacher: tiene su enjundia conseguir el punto de nieve”. El ocio, el descanso, estar con la gente querida también es vivir. “Hay cierta obsesión con la competitividad y el ‘querer es poder”, añade.
Lo que le da mucha vida, de la buena, es el teatro con vertiente crítica, como la citada Shock 2, o las funciones que hace con La Extraña Compañía, La excepción y la regla, a partir de un texto de Bertol Brecht que montó con unas compañeras. “Creo que el teatro, aunque sea minoritario, es un reducto desde el que hacer crítica con más libertad que el cine o la tele, más sujetos a intereses económicos”, explica. “Es también una responsabilidad, sobre todo en tiempos tan crispados en los que es difícil vivir en la discrepancia y escuchar todos los puntos de vista”.
Su conciencia sociopolítica le ha llevado a apoyar causas como la de las jornaleras de Huelva, el feminismo, lo LGTBI, etc. “Estoy en todos los fregaos”, bromea. Flores habla con templanza y sensatez, a veces ejemplifica con gestos amplios, otras veces se le ilumina la cara y suelta un chiste (tiene bastante retranca). Cita con notable frecuencia los ensayos que devora, aunque le gustaría leer más novela, ya que últimamente ha frecuentado a Cristina Morales e Irene Solá. Dice capitalismo, dice neoliberalismo, dice posmodernidad. Le gusta hablar de la historia del teatro político durante el siglo XX.
Además, se ha hecho vegetariana. “Me preocupa la vertiente ética, pero sobre todo la ecológica: el consumo de carne tal y como está planteado no es sostenible para el planeta”. También ha colaborado con el Secretariado Gitano en cuestiones de antigitanismo. “Este racismo es algo estructural, muy enraizado en la cultura española desde hace siglos: lo feo, lo sucio, lo cutre se asocia con los gitanos”, explica. Son ideas que incluso se han metido en la cabeza de los propios gitanos, hasta de los más privilegiados: “Ser gitana no te exime de ser antigitana”. No sabe muy bien de dónde le viene esa conciencia social. “Eso sí, en mi casa siempre había puchero para 20, para gente de todo tipo: se vivía la diversidad”, recuerda. De niña le daba un poco la lata que estuvieran siempre cantando. “Yo quería ser científica”, se ríe.
Recientemente, la tecnología Deep Fake resucitó digitalmente a su abuela Lola Flores para un anuncio. “A mí esa tecnología me da miedo, imagínate cómo se podría usar en política”, reflexiona. Lo de La Faraona no le impactó tanto: “Si eres familia, se nota enseguida que es la voz de mi tía Lolita, y eso rompe el encanto”. Su padre, Antonio Flores, falleció cuando era niña, pero ahora dispone de mucho material musical, cinematográfico, de archivo, en el que puede oír su voz, verle en movimiento. No todo el mundo tiene esa oportunidad. “A veces revisito su legado artístico y voy comprendiendo cosas nuevas, le voy conociendo más. Sus letras eran muy intimistas. Creo que me cae bien mi padre”, dice con satisfacción.
Su familia materna, menos mediática, la enraíza con fuerza a la ciudad de Madrid. Su bisabuelo era taxista, su bisabuela cosía pelucas y sus abuelos tenían un puesto en el Rastro donde vendían “de todo, botones y cosas de esas, al final fueron anticuarios”, cuenta. Así que madrileña se siente un rato, pero le apena la deriva de la ciudad. “Parece que ahora solo se enfoca a trabajar y hacer negocios, y todo se gentrifica, menos los barrios periféricos, que están descuidados”, protesta, y muestra preocupación sobre la posibilidad de que gane la derecha en las inminentes elecciones: “Es de las veces que más cabreada estoy en lo político. Es que la libertad no es ir a tomar cañas”.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.