Serge Lutens, luces y sombras del último perfumista rebelde
Atormentado, genial y singular, es el creador de uno de los cinco mejores perfumes del mundo
Serge Lutens es el creador de uno de los cinco mejores perfumes del mundo: Nombre Noir. Así lo afirma Chandler Burr en su libro The Emperor of Scent. Nombre Noir hoy está descatalogado pero los pocos ejemplares que existen se subastan en eBay como auténticas reliquias. Pero este es solo uno de sus talentos, monsieur Lutens (Lille, 1942) ha sido el mejor en casi todo. Cuando fue fotógrafo firmó portadas para Vogue y Harper’s Bazaar, cuando fue maquillador trabajó con los fotógrafos más grandes: Richard Avedon, Guy Bourdin o Irving Penn , por sus manos pasaban los rostros más bellos de una década, la del 60, de Veruschka a Jean Shrimpton. En 1967 Dior le encargó crear su primera línea de maquillaje, y su imaginario estético cambió la maison francesa de un modo tan radical que Diana Vreeland, entonces editora de Vogue América, dijo que era “toda una revolución”.
“Todo lo que hice era interesante en su momento, pero cuando me volvía famoso en cualquier tema perdía la fe, y seguía buscando. Me pasó con el maquillaje, al principio me interesaba mucho, era como un ciego que intentaba recuperar la forma, al final me daba asco la grasa. Me convertí en lady Macbeth, no paraba de lavarme las manos. Todo me repelía porque me había convertido en una especie de famoso y tengo un problema con la fama, es peligrosa porque te encierra en algo que no se acaba… claro, mientras dura”, contó en una entrevista en su casa de Marrakech.
De aquella época cuando lo era todo en la industria no guarda nostalgias, aunque sabe que fue testigo de momentos antológicos de la moda. Entre ellos un desfile de Yves Saint Laurent en 1962: “Todo era barroco y opulento. A mi lado había tres mujeres, no eran muy guapas pero iban muy bien vestidas con un esmoquin masculino. Al final del desfile Yves las llamó. Estoy seguro de que la idea del esmoquin femenino que lanzó en 1966 surgió de aquel momento”, contó a Le Soir.
Pasa este raro verano de 2020 en su casa de Marrakech, la ciudad que desde 1968 es su refugio. Llegó allí dos años después de Yves Saint Laurent y Pierre Bergé. Entre los tres sostienen la mitología que convirtió a la ciudad del Atlas en destino creativo de grandes artistas. Aunque se trataron no llegaron a ser grandes amigos, pero Pierre Bergé lo consideraba “el mejor coleccionista de arte orientalista del mundo”. En aquel Marruecos soñado conoció a Goytisolo y estuvo a punto de que le presentaran al escritor francés Jean Genet. Su autor preferido. “Leerlo a los 22 años fue un shock para mí, me ofrecieron conocerlo en los años 80, pero no quise. No quiero conocer a Dios en persona”, dice. Ahora se siente el único superviviente de aquella época dorada.
Serge tuvo una epifanía en su primer viaje a Marruecos con el olor a cedro de una carpintería, y decidió quedarse. Allí se dedica a las obras de una casa donde ya sabe que nunca vivirá. Algún día será la sede de su fundación, pero ahora es un laberinto de riads conectados por angostos pasadizos, donde se viaja de la luz a la más completa oscuridad, y viceversa. Una metáfora, dicen, de su estado mental.
Lutens ha salido del confinamiento más lúcido de lo que entró. Y también más pesimista. Más aún de lo que siempre ha sido su mente perfeccionista de múltiples talentos pero tocada por la depresión. Un hombre que puede presumir de sesenta años de éxitos en la industria de la belleza habiéndose mordido contadas veces la lengua. Vaya por delante su desprecio al estado de la cuestión: “el mundo del hacer saber que ha sustituido al mundo del saber hacer”. Y su burla al puesto de director artístico, un semidios en las marcas de lujo. “Ya la frase ‘director artístico’ es un oxímoron, una contradicción: ¿director?... ¡y artístico! Me parece una tontería, no funciona. Dirigirme a mí mismo ya me cuesta”.
En su impresionante casa de La Medina, en obras desde hace 45 años y sin trazas de terminarse, tiene su laboratorio privado que llama El apartamento y hasta intentó instalarse allí una temporada. Pero no pudo ser: “Esta casa me echó, me tuve que ir a las afueras. Soy un sintecho, las casas me echan y las mujeres, también”, cuenta Lutens. Desde Marrakech cuenta por correo electrónico que lo peor de estos meses ha sido el aislamiento personal, y pronostica: “Temo que este distanciamiento se prolongue, aún después de la desaparición del virus, y despierte un sentimiento de desconfianza que nos hará refugiarnos en un mundo cada vez más virtual donde no existe el diálogo, donde todo causa polémica…”.
Se prodiga poco pero si tiene que presentarse en público lo hace de estricto negro, con bastón y el pelo disciplinado hacia atrás con laca. Negro, cubierto de mármol y sin ventanas es también el laboratorio de donde salen sus fragancias. “Es mi color fetiche, mi duelo personal por mi infancia”. Serge es hijo ilegítimo, al nacer fue separado de su madre y vivió con varias familias de acogida, a aquella infancia inestable agradece su sentido de la independencia. Sigue escribiendo con pluma en sus múltiples cuadernos y cada vez viaja menos. Estamos hablando de un hombre que había recorrido el mundo antes de los cuarenta. “Hoy se viaja mal. Los aviones se han convertido en transporte de animales, y ni siquiera veo el interés de desplazarse porque hay lo mismo en todas partes. Viajar era interesante en los sesenta”, dijo a Conde Nast Traveller en una entrevista publicada hace un par de años y que hoy suena premonitoria.
Serge estuvo en Dior desde 1967 hasta 1980. En su estilo habitual cuenta que salió de la maison porque allí encontró “los defectos franceses, esnobismo y pretensión, en dosis francamente irritables”. Su siguiente parada fue Japón, en 1980 Shiseido lo contrató como director artístico. Una casa donde aún se siente a gusto porque ha conseguido libertad y respeto para sus tiempos que poco tienen que ver con los de un mercado acelerado. De acuerdo con sus postulados “crear un nuevo perfume puede tomar entre doce y 17 años. A veces lo consigues en un año, eso es lo mínimo”.
Sus campañas para la marca japonesa se inspiraban en las pinturas de Tamara Lempicka o en películas como Metrópolis de Fritz Lang. En franca oposición al mandato de centrar la publicidad en el producto él construía un relato místico de la belleza, un deseo. Un nuevo paradigma que cambió la publicidad en la industria. En 2000 Serge creó una marca con su nombre, y en 2009 lanzó otra fragancia icónica, L’Eau, un intento de antiperfume, una paleta de aromas limpios para un mundo saturado de olores.
Poco se sabe de su vida privada, aunque se la intuye compleja si nos guiamos por las inspiraciones de sus perfumes que él detalla en prolijas reseñas: el olor de la sangre de un diente de leche al caer (Dent au lait), el aroma que deja en las uñas una naranja recién pelada (Des clous pour une pelare), o su última creación, Fills de Joie, que estará a la venta en España en septiembre y que él considera “su penúltima voluntad”.
En su texto de presentación Serge da instrucciones a los funerarios para colocar su ataúd, les pide que tengan en cuenta que ha llevado durante años y por prescripción médica un régimen de “menos grasa, menos azúcar, menos sal”.
En una entrevista en su casa de Marrakech reconoció a esta periodista que había aprendido a imponer su relato a los psicoanalistas. “En realidad yo intento aniquilar su versión con la música y la literatura. Si la aceptara no haría nada, no estaría construyendo esta casa, no habría mujeres en mi vida. El psicoanálisis te encarcela. Hace doce años dejé de ir a terapia. Me cuesta mucho dinero y no me sirve para nada. Desde entonces voy mucho mejor”. Aunque ha dicho en varias ocasiones que el perfume no debe ser accesible ni tampoco usarse a diario porque es “un arma que transforma la debilidad en fuerza”, Serge, críptico, opina desde su confinamiento que “el perfume fue creado para acercarnos”. Sin embargo lamenta que “esta pandemia genera una interrupción de la vida, una especie de muerte. Ante esta situación me dan ganas de crear una fragancia y llamarla Vacuna”. Un deseo de este hombre nunca debe ser tomado a la ligera, porque, además, mantiene una relación muy directa con Dios. “Me dirijo a él como a mi banquero: ¡Ay señor, sácame de este apuro!”
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