El clasicismo transgresor de un maestro: Irving Penn
Revolucionó la fotografía de moda a principios de los 40, pero su maestría creativa abarcó distintos campos. Una retrospectiva en el MET celebra su centenario
“Una buena fotografía es aquella que toca el corazón del espectador y lo cambia después de haberla visto”, decía Irving Penn. Sencilla explicación por parte de uno de los grandes maestros de la fotografía del siglo XX, quien durante casi siete décadas no dejó de sorprender al público a través de imágenes de engañosa simplicidad e intransigente y austero clasicismo, capaces de desafiar a las convenciones del lenguaje fotográfico con el talante renovador de la vanguardia. Compleja tarea.
Consideró la fotografía como el medio para ahondar en la historia visual del hombre. Un enlace adecuado que conectaba el Paleolítico con un presente multicultural. En sus imágenes el tiempo se detiene. Es eterno. “Debido a que Penn se empapó del arte de todas las eras, sus imágenes están cargadas de profundas conexiones históricas, y aunque estas son en gran parte invisibles en una primera consideración, todos las presentimos de forma instintiva”, señala la comisaria Maria Morris Hambourg. “Esta aceptación histórica, junto con la autoridad del talento de Penn, es lo que otorga a sus fotografías esa calidad atemporal que identificamos en el gran arte”.
Morris es la comisaría de Irving Penn:Centennial, una exposición inaugurada la semana pasada en el Metropolitan Museum de Nueva York, que celebra los cien años de este célebre creador nacido el 16 de junio en Plainfield, New Jersey, Estados Unidos. Muestra que aspira a ser la retrospectiva más extensa del artista norteamericano celebrada hasta el momento, y que incluye tanto las obras más grandiosas como las más desconocidas, de sus principales series.
“Uno está perdido en el momento en que sabe cual será el resultado”, decía Juan Gris. De forma intuitiva Penn supo de esta máxima del pensamiento creativo cuando, en los albores de su carrera, trabajando con Alexei Brodovitch, sin cobrar, en la revista Harper´s Bazaar, un becario tiró por accidente un negativo del diseñador ruso al suelo. Penn recordaba que al llevarle el negativo a su maestro, este lo miró y sin inmutarse le dijo:“forma parte del medio”. “¡Sorpréndeme!”, reclamaba con frecuencia Brodovitch; este enemigo del cliché y de la imitación, que en esos momentos rediseñaba el diseñó gráfico de América como director artístico, y con quien había iniciado contacto cuando lo tuvo de profesor en el Penssylvania Museum and School of Industrial Art. Debido a su precaria economía, Penn dormía en el estudio de su mentor. Por las noches examinaba minuciosamente una colección de publicaciones que incluían a Arts et Métiers Graphiques, Cahiers d´Art, Verve y Minotaure, alumbrándole por los senderos de la rutilante vanguardia parisina; en especial el surrealismo.
Penn no hubiera sido Penn sin Brodovitch, pero tampoco lo hubiese sido sin Alexander Liberman. Este era también un exiliado ruso. Llevó el arte de vanguardia a las páginas de Vogue, ejerciendo como director de arte; aunando la sofisticación europea con el pragmatismo americano. Penn sería una figura clave en esta hazaña. Fue Liberman quien incitó al joven americano a realizar él mismo sus fotografías, cuando trabajando como diseñador para la revista, los fotógrafos (entre ellos Horst, Cecil Beaton y Erwin Blumenfeld) objetaban sus propuestas como portadas. Su primera portada para la famosa publicación de Condé Nast se publicó en 1943: un bodegón de un bolso, un pañuelo y un cinturón, a color.
Su reputación se forjó a través de las páginas de Vogue mediante la fotografía de moda, los bodegones y los retratos. Realizaría más de 150 portadas durante toda su carrera. Desde sus inicios marcó los estándares estéticos para la elegante moda de la década de los cuarenta y los cincuenta, con exquisitas imágenes de lenguaje rotundo, meticulosamente orquestadas, donde las telas adquieren una calidad escultórica que transmuta a sus modelos, convirtiéndolas en clásicas diosas contemporáneas. La ropa más que un artículo para ser lucido, queda sintetizada en formas que desvelan una silueta. Sin duda alguna, su modelo favorita fue Lisa Fonssagrives, con quien se casó en 1950. Ella protagonizó algunas de sus fotos más icónicas.
Entre 1946 y 48 Liberman le encargó una serie de retratos de los personajes más relevantes del mundo de la cultura del momento. En su estudio construyó un ángulo vertical de fondo a modo de esquina, donde situaba a sus modelos. Esta incomoda localización potenciaba la expresión del modelo y junto a las distorsiones creadas por la perspectiva, y una cuidada atención a la iluminación, otorgaba a los personajes un poderío indiscutible. “Muchos fotógrafos piensan que su cliente es el sujeto”, señalaba Penn en una entrevista al The New York Times en 1991. “Mi cliente es una mujer de Kansas que lee el Vogue, a la que trato de intrigar, estimular, alimentar... Puede que un retrato severo no suponga para al sujeto la mayor alegría del mundo, pero es enormemente importante para el lector”.
La necesidad de ser libre para experimentar estuvo muy presente durante toda la vida del artista. De ahí que supo trabajar simultáneamente como artista y como fotógrafo para revistas y publicidad, marcando una pauta que hoy nos puede parecer habitual, pero no lo era entonces. Su serie de desnudos femeninos forma parte de uno de sus proyectos personales. Su cámara, está vez, se deleitaba en cuerpos rollizos retratados sin ningún pudor en planos cercanos de cruda textura y tonalidad poco realista.“Estos desnudos no solo se rebelaban contra las convenciones de belleza de mitad de siglo sino que iban en contra de la práctica fotográfica, donde aún se perseguía una buena resolución en el detalle y una representación realista”, señala Morris. Liberman se negó a publicarlos, menos uno. Edward Steichen, entonces conservador del MoMA, también los rechazó.
“Fotografiar una tarta puede ser arte”, defendía. Así buscó la belleza en lo perecedero, en la fruta madura, en las colillas de los cigarros, en los desperdicios, o en las calaveras de animales. También posó su mirada en las culturas exóticas, retratando a los indios Quechua en Perú, y a las tribus de Guinea Papúa, cuya estética de la belleza retaba a los cánones occidentales. Pero en todo ello siempre había una búsqueda por la perfección. En la introducción al libro Passage: A word record, Liberman recuerda este afán, cuando en un encargo en el que Penn debía fotografiar unas copas rotas en una bandeja, insistió en que, en pro de la autenticidad, las copas fueran del carísimo cristal Baccarat; así varias docenas de copas cayeron al suelo antes de que Penn se sintiera satisfecho.
Murió en 2009 habiendo aportado, como diría la crítica de arte Rosamond Bernier, “una poesía a la inmovilidad”.
Irving Penn, Centennial. The Metropolitan Museum of Art. Nueva York. Hasta el 30 de julio
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