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El milagro de los restaurantes llevados por una sola persona

Un restaurante es una máquina tan compleja que parece imposible que una persona pueda llevarlo sin ayuda. Sin embargo, aplaudidos locales como 539 Plats Forts, Bisavis o Almazen lo han logrado

Restaurantes llevados por una sola persona
Martín Comamala oficiando en 539 Plats Forts539 Plats Forts

El plato pasa por varias manos: un cocinero aplica la salsa, otro espolvorea espirulina. La sumiller explica el maridaje de vinos a una mesa de cinco que no escucha. El jefe de sala acomoda a un influencer de Tik Tok en su rincón favorito. Los camareros corren entre las mesas como los fantasmitas de Pac-Man, con varios platos en equilibrio en los antebrazos. En la entrada, el recepcionista coge los abrigos de los clientes y les regala una cálida sonrisa.

Un restaurante de éxito se asocia indefectiblemente a la imagen de una maquinaria arrolladora, dividida en muchas piezas y engranajes. El sector tiende a la aparatosidad, y la ambición de estas catedrales se traduce en equipos numerosos, con muchas abejas obreras centradas en trabajos específicos. ¿Pero qué ocurre en el otro extremo? ¿Se puede concebir un restaurante conducido por una sola persona?

A muchos les explotaría la cabeza. Afortunadamente, la valentía de unos pocos hace posible lo imposible. Son lobos solitarios embarcados en una cruzada colosal: sacar adelante un restaurante en pequeño formato con estas manitas, cocinar sin red y sin ayuda delante de sus clientes, clavar los tiempos de cada pase, hacer de camareros y sumilleres, limpiar, apuntar las reservas, asumir, en definitiva, todas las tareas de un negocio con incontables aristas y no morir en el intento.

Uno para todos

En la localidad catalana de Puigcerdà se producen milagros. El restaurante 539 Plats Forts cosecha elogios y atrae a reputados gastrónomos. Es una barra japonesa para comensales que seduce con su cocina salvaje, de producto sublime. Solo hay una persona al timón de la nave, el argentino Martín Comamala: se ha pateado medio mundo, ha estado en cocinas galácticas como El Bulli o Casa Marcial.

Es un chef extraordinario que cualquier restaurante querría al mando de sus fogones; no obstante, un día decidió aislarse del ruido y convertirse en hombre orquesta. “He estado en muchas cocinas, pero nunca he estado mucho tiempo en ellas. Es algo personal: para llevar un equipo tienes que tener un don que no poseo. Soy muy rápido cocinando, pero no soy buen comunicador”. Se dio cuenta de que reduciendo cosas, podía llevar un restaurante solo. “El formato de barra japonesa me iba perfecto, y la libertad que tengo ahora es tremenda”, asegura.

En Barcelona, otro valiente se enfrenta sin titubear a una barra para hasta diez comensales y se mueve con sorprendente fluidez en una minúscula cocina a la vista. Se llama Eduard Ros, abandonó la abogacía por los fogones, y ha convertido Bisavis Tavern en un referente gastronómico tan alabado por su cocina sin pamplinas como por su distinguida bodega. “Como subordinado soy indisciplinado y como jefe puedo ser despótico: no me gusta trabajar para nadie ni con nadie”. Súmale a eso limitaciones económicas autoimpuestas y su pasión por el vino y la cocina. “Decidí hacerlo todo yo y listos. Me decían que estaba loco, otros no se creen que trabajo solo”, comenta Eduard, mientras empieza a servir las primeras copas de vino a los clientes que llegan pronto.

Eduard Ros en plena faena
Eduard Ros en plena faenaBISAVIS TABERN

Son cocineros que confiesan no encajar con la disciplina de equipo, y con tal de saborear la libertad de la soledad, bregan con infiernos que nunca se apagan. Beatriz Pascual es el motor de Almazen, un espacio para 15 comensales en Salinas de Añana, Álava, que impulsa sola desde todos los ángulos, con el único apoyo de en una asistente que le ayuda a atender a los clientes en cada pase. “Voy a las huertas, estoy en contacto directo con los proveedores, elijo el producto, hago las compras, las ordeno, pienso en lo que haré de menú, lo cocino todo. Hay un proceso creativo añadido. Y las redes, y hago de secretaria, porque cojo las reservas: haces un sobreesfuerzo, no hay descanso. Empujar todo esto es duro, pero muy gratificante”, comenta.

Ejército de uno

Aunque suene a perogrullada, es imprescindible una organización milimétrica para completar en solitario todas las tareas de un restaurante. Los entrevistados coinciden en la necesidad de tener muy claro qué hacer y cuándo hacerlo. Martín Comamala parece tener todas las piezas del puzzle encajadas: “Tengo una carta pensada para que todo resulte fácil, un sistema con el que puedo preparar todo al momento. Cuando llega la gente, la cocina está vacía. Levanto las comandas de cero, por eso lo tengo todo pensado. Y en siete minutos, ya tienen un caldito. Muchos se sorprenden y me dicen: ‘Te felicito, parecía que íbamos a comer mañana’”, comenta entre risas.

Menús cerrados y cambiantes en función del producto, con turnos muy marcados (la puntualidad es imprescindible). Todo debe encajar con precisión y sin forzar costuras: en la cocina, no solo se exige ritmo y rapidez, sino un extra de creatividad, pues hay que superar limitaciones y sacar platos de altura. Elaboraciones hechas de antemano, conservas, encurtidos; se imponen bocados muy directos que salgan a tiempo, no exijan demasiadas intervenciones y, encima, respondan el reto del sabor.

“No puedes complicarte; los guisos y cocciones largas las tengo pasteurizadas. Tiro de conservas, escabeches, almíbares. Trabajo con platos sencillos, con sabores potentes: es una cocina muy directa, de mucha mise en place. Las preparaciones son en directo; el pescado lo abro al momento, lo salo y lo pongo en la brasa, delante de ti, y eso es impagable”, concluye Comamala. Para que todo fluya, los platos deben ser complejos, pero sencillos al mismo tiempo. “Y tienes que ser rápido, pero marcar tú el ritmo, que no lo marque el cliente” explica Eduard Ros.

En este terreno, el producto es media vida, un flanco en el que hay que darlo todo. Porque puedes hacer dos cosas con el dinero que te ahorras en personal: acumularlo avariciosamente -y equivocarte- o dedicarlo a comprar los mejores ingredientes para mimar a tus feligreses. Trabajar en solitario no penaliza ser un manirroto con la materia prima. Martín Comamala asegura que lo que no gasta en sueldos, lo dedica a un producto que es mejor que el de muchos restaurantes. “Voy a buscarlo personalmente: compro pescado directamente en la lonja de Blanes, me gasto lo que sea en aves y compro pularda a un precio de locos” comenta. Eduard Ros confiesa que el precio de su producto es el 50% del coste de la comida, una cifra que sería inviable en un restaurante convencional.

Locuacidad en la cocina

Ah, las personas. Trabajar solo en un restaurante implica una cercanía con el cliente impensable en otros formatos. Tienes que cocinar y comunicar, una terapia que puede ser beneficiosa: “Estás desnudo, no hay trampa ni cartón, tienes que ser muy franco. No soy actor: cuando estás en un pase estresante, te sale lo que eres; el cliente percibe franqueza y lo agradece. Mi restaurante me ha hecho crecer en todo, me gusta esa comunicación. Cuando abrí, no sabía que me gustaba la gente. Ahora me encanta tratar con 16 personas distintas cada día. Mi madre me dijo: ‘has tenido que abrir un restaurante para descubrir que eres simpático’”, asegura Ros.

Beatriz Pascual ve el formato como una oportunidad para explicar la procedencia del producto y el entorno del que ha salido, una interacción vital para entender su propuesta. No parece notar la presión de tener una docena de observadores escudriñando sus evoluciones mientras cocina. “Cuando lo normalizas, haces las cosas con naturalidad y pierdes el miedo. No me agobia, lo veo más bien como una reunión de amigos: es un gustazo contar que ese producto lo he cogido, lo he traído y lo he desarrollado yo”. Le gusta ir charlando mientras emplata, les cuenta cosas y ellos le cuentan cosas. “Es muy bonito”, asegura Beatriz.

Para Comamala cultivar esta comunicación sin filtros supone uno los grandes retos. “Tienes que ejercitar tu don de gentes. Estás acostumbrado a hablar con las zanahorias toda tu vida y, de repente, tienes que hablar con una cantidad infinita de personas, gente de todo tipo”. Pero el cliente valora que sea todo tan directo. “Desde que hace la reserva, ya habla conmigo y eso no es habitual”, asegura.

Soledad y aventura

Llevar un restaurante en solitario es, en definitiva, una bendita locura. Es caminar sobre el alambre día sí, día también. Como dice Beatriz Pascual: “La parte más negativa es que todo depende de ti. Eres imprescindible. Si me pasa algo, Almazen se va al carajo”. Un virus o un hueso fracturado pueden resultar trágicos para el negocio, y el miedo es diario. Trabajar solo en tu restaurante, además, te obliga a robar horas de tu vida privada, te hace dudar de ti, y te pone a prueba. “Hay cansancio y, si no sabes gestionar la soledad, puedes tener un problema. A mí me encanta, pero con este proyecto descubrí realmente lo duro que es este trabajo. Las horas, la exigencia: entiendo que la gente abra restaurantes en solitario. Es muy duro, sí, pero al menos es tuyo”, asegura Eduard Ros.

Lo más chocante, es que los tres entrevistados parecen disfrutar zafándose solos de los problemas. Beatriz intenta conciliar su vida personal con su vida laboral, a pesar de las dificultades. Martín todavía se pone nervioso los 20 minutos antes de cada turno, y Eduard siempre piensa en el menú del día siguiente mientras limpia las copas al final de cada servicio: definitivamente, se sienten cómodos en el vértigo.

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