Hipsterismo de baja intensidad: una crítica reposada de 'Foodie love'
Dos meses después de su estreno hemos logrado digerir la pesada serie de Isabel Coixet, para descubrir que no cumple con ninguna de las dos palabras que promete su título.
Foodie Love va de una pareja que se conoce a través de una aplicación de contactos y (supuestamente) se enamora. Todas sus primeras citas pivotan alrededor de la comida y la bebida. Ella es vivaracha y tiene muchas gafas; él es un argentino tímido y angustias, supongo que deportado administrativamente de su país por tal condición. Les cogí manía desde el minuto cero, pero el estreno de la serie me pilló en plenas vacaciones navideñas, cuando en El Comidista todo eran aperitivos rápidos y cuñados en la mesa. Después nos sobrevino la vuelta y la bajona, y en esas circunstancias a ver quién odia en condiciones.
Pero la tirria que le cogí a la parejita tenía que salir por algún lado, porque si no esas cosas se enquistan y acabas fundando una secta o cosas peores. El caso es que los dos arrastran fantasmas de sus anteriores parejas, se comen más inseguridades que platos, sueñan con otros amantes incluso cuando duermen abrazados. Ninguno tiene problemas de dinero ni horarios de oficina. Viajan mucho y lo han hecho por todo el mundo. Por si alguien aún no lo intuía, a mí la serie me ha parecido un tostón.
El nivel de los diálogos es este:
- Ella: “Me encanta cuando los cocineros se vuelven locos y empiezan a hacer locuras y a divertirse en la cocina”.
Jajaja, tía, cómo eres, pero eso que describes… parece farlopa.
- Él: “Te comería entera”.
Che, eres un poeta.
Sin embargo, la serie provoca una extraña adicción, una invitación al masoquismo, como esas manías que dan grima pero no puedes dejar de hacer aunque duelan. Foodie love es un banquete de pellejos de uña. El capítulo en el que se drogan y se recorren la cocina ayuntándose como conejos, con la harina flotando y la mantequilla lubricante y demás lugares comunes del sexo con carteros y tangos, es un ejemplo de lo que puede hipnotizar la dentera: “Conocer la evolución de este tremendo monumento a la inanidad es un proceso en el que sabes que te vas a morir de vergüenza, pero también un derecho al que no quiero renunciar (si me dejan tomarme alguna copa de vino y tengo con quien comentar la jugada)”, explica mi compañera Mònica Escudero sobre su drama autoinflingido.
Foodie Love no da hambre, aunque coman constantemente: tortillas, helados, ramen, café, crepes en Francia, pasta en Italia, cruasanes de domingo o un sofisticado menú degustación de los Hermanos Torres (que al acabar salen a saludar, recién llegados del Hotel Overlook). Te hinchas a ver las bocas de los protagonistas abiertas en primer plano: la de ella, carnosa; la de él, retorcida. Pero la tuya no se mueve nunca, no te enloquece el apetito, no te levantas del sofá corriendo a arramplar lo primero que pilles en la cocina de tanto verles tragar: la serie no dispara el ansia, básicamente porque los personajes carecen de ella, son dos trozos de sushi coloreados en la sección de pescado del hipermercado.
Foodie Love tampoco enternece. Hablan constantemente sobre el amor, sí, ya lo creo, vaya chapa, pero hablan solos, hacia adentro, y principalmente de sus frustraciones, dos soliloquios sobre la soledad y sobre el miedo a la caricia desconocida que, a la hora de verbalizar sus huecos, son incapaces de prolongar una conversación. Qué ensimismamiento, por Dios bendito. Precisamente no tienen de qué conversar porque solo piensan en ellos mismos. El guión, en ese sentido, es una constante marcha atrás, un “empiezo pero me callo, porque estoy más cómodo comiéndome aquí estos mocos tan ricos”.
Yo no entiendo mucho del asunto, pero dos -supuestos- recién enamorados que no encuentran una cháchara donde atropellarse los entusiasmos, donde pisarse o acabarse las frases, me parecen más bien dos encaprichados o dos resignados o dos desustanciados. Siguen siendo dos por mucho que follen, que en efecto, hacen gimnasia de silla, suelo y cama, y él enseña la pampa y ella se quita las gafas, pero luego, en lugar de caer en el adolescente retoce del “No, cuelga tú, va”, se enredan en el bucle cobardica del “No, no, hacemos lo que tú quieras”, que suena a pareja chunga que mata.
Coixet se regodea en esa incomunicación y hasta utiliza de vez en cuando unos bocadillos de fotonovela: jarl, Isabel, por qué. Con un poco de ironía resultarían graciosos, pero la historia es incapaz de no tomarse en serio ni por un instante. He contado media docena de momentos en los que hubiera pagado por abofetearles suave. El último capítulo, enterito, de principio a fin: Coixet dice que te da ganas de beber y de follar, pero a mí me dejó como con gastroenteritis y una bajona sexual del tamaño del abismo de Hëlm.
Foodie Love, para remate, despliega una suerte de hipsterismo de baja intensidad con la gastronomía. Tanto ella como él son demasiado perezosos para hacerse los guays de una forma estándar, aunque funcionan con comportamientos similares a la gente de filtro fácil. Se molan comiendo bien, en sitios chulos, sin mirar la cuenta, pero se aburren de tener que explicarlo. Nada de cuanto ingieren les propicia ningún comentario o emoción, ni siquiera un "¡Tío, tío, tienes que probar esto que lo vas a flipar!". Quizá sea costumbre entre la gente introspectiva -no sé, yo soy de Aragón-, pero una serie sobre la afición a comer que no proporcione diálogos o momentos memorables contribuye a la connotación trivial del foodie. Porque tampoco cocinan, ni les interesa lo que sucede en las cocinas o en sus aledaños.
Esa dejadez se constata con indignación en el episodio donde, de forma paralela a su cena de Torres y champán, Coixet se saca de la manga una trama secundaria con dos repartidores de comida formato Glovo, a uno de los cuales acaba atropellando el guion sin ninguna explicación mediante (de nuevo, ¿pero por qué, Isabel?). Supongo que para desempolvar la “culpa” de mostrar a los protagonistas dándose un homenaje de 200 pavos. Cuando un capítulo después ella y él recuerdan el accidente, el único comentario que les provoca es esta frase: “Siempre les dejo a los repartidores demasiada propina” (por el antedicho sentimiento de culpa, ahora confesada). Motherofgod. No encontrarás en toda la filmografía francesa una afirmación tan bochornosamente burguesa.
El elemento recurrente de la serie que resume su hipsterismo afeitado es el neón Mr. Wonderful que encabeza la cama de ella: “You are what you read”, una adaptación de la célebre cita del maestro de la sobremesa Jean Anthelme Brillat-Savarin -“Dime lo que comes y te diré lo que eres”-, que estaría bien si no fuera la enésima versión de una máxima convertida en decoración de taza. En Radio 3 “eres lo que escuchas”. Manuel Campo Vidal tiene un ensayo titulado Eres lo que comunicas. Eres lo que gromenagüer. Eres lo que (rellene usted la última palabra del epigrama que seguro que encaja).
En definitiva, que Foodie Love no te ponga bruto ni te zarandee las tripas equivale a un fracaso. Las buenas ficciones culinarias siempre resultan sensuales: El festín de Babette, Ratatouille, Entre pólvora y canela, El gourmet solitario. Mientras veía Foodie love no podía dejar de acordarme de Midnight dinner, la serie también de Netflix sobre un pequeño restaurante nocturno de Tokio. Cada capítulo se encomienda a la receta de un plato sencillo que sirve de entrante y cierre para una historia minúscula sobre un cliente, un cliente convencional con sus miserias y sus peleas cotidianas. Midnight dinner emociona porque no persigue otra cosa que reunirte como espectador alrededor de una mesa donde el cocinero te prepara lo que quieras, y donde la gente comparte sus derrotas comunes y sus victorias para brindar.
En la historia de Coixet, por contra, no hay cocina, no hay apetito, no hay gente y no hay ningún placer o agradecimiento por lo que te han servido, porque sus dos romanceros de nalgas melancólicas nunca miran alrededor, el único requisito imprescindible para ser cosmopolita. La protagonista tienen en su piso una cocina impecable, con fogones profesionales, metales brillantes, maderas, artilugios y una isleta central, pero todo lo que prepara allí son media docena de cafeteras apresuradas. Chata: hazle algo de comer al triste del argentino, algo casero e improvisado, a ver si así lo espabilas. O pídele que ta haga un asadito, una milanesa, yo qué sé, algo, por Dios.
Coixet se declara una enamorada de Japón, vale, pero que únicamente el momento del ramen provoque hambre en todo Foodie love, precisamente porque antes has visto prepararlo con primor, demuestra la cantidad de cosas que se pierden en la traducción cuando te pilla mirando a las nubes. El verdadero protagonista, en realidad, el que define la serie, es el exnovio nipón de ella: alto, hermoso de postal y una cariátide oblicua, una larga melena L’Oréal ensimismada en el viento de un campo de cereal. El fulano no dice ni Osaka en ocho capítulos, qué jodío; hasta en los tebeos de Esther los personajes gesticulaban más.
La melodía de la cabecera es muy pegadiza, eso sí.
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