El queso de una aldea gallega que se convirtió en el mejor de España
Don Crisanto batió a 300 participantes en el último concurso estatal de Alimentos de España. Este queso con nombre de cura lo elabora una empresa familiar de Moreda (Lugo) dentro de la denominación San Simón da Costa.
La culpa de todo la tuvo la abuela, dicho sea con todo el cariño. Doña Consuelo resultó ser la primera que le cogió práctica a la elaboración de quesos artesanales en la casa de la familia Cuba, asentada en Lanzós, una aldea lucense tan diminuta que a duras penas daremos con ella en los mapas. Corrían los años sesenta y Consuelo Cendán -como si no tuviera bastante con las cosas de la casa-, decidió invertir buena parte de las tardes en la elaboración de quesos para ahumar, unas pocas unidades que servían para consumo propio y distribuir entre los vecinos.
“En la hora en que los hombres echaban la partida, ella aprovechaba para seguir trabajando. Así era de esforzada, como tantas otras mujeres gallegas de la época”, se admira su nieta María. Además de empeño no debía tener mala mano: a partir de las enseñanzas de aquella abuela sus descendientes se han convertido -desde Moreda, un lugar de esa misma aldeíta-, en los mejores queseros de España. O al menos en los ganadores de la última edición del galardón Alimentos de España, en los que un jurado de especialistas decide después de llevarse a la boca, en una cata a ciegas, cerca de 300 quesos españoles de todas las variedades y procedencias.
Nos encontramos en el cuartel general de Don Crisanto, que así se sigue llamando esta empresa familiar en honor a Crisanto Cuba, uno de los hijos de Consuelo (que también estaba casada con un Crisanto). Esas casualidades que tiene la vida: un nombre infrecuente y difícil, y que por ahora ningún nieto ha heredado, no solo se convierte en marca señera sino hasta en referente audiovisual. Porque tanto le llamó la atención lo de Crisanto a un vecino que trabaja como responsable de decorados de Padre Casares -serie de enorme popularidad en la Televisión de Galicia-, que quiso trasladarles el hallazgo a los guionistas de la obra. Y sí, lo ha adivinado: uno de los protagonistas de las peripecias televisivas, en concreto el cura viejo y gruñón, ha pasado a la posteridad catódica con el nombre de Crisanto Casares.
Lanzós se encuentra a unos tres kilómetros de San Simón da Costa, la aldea no mucho mayor que sirve para bautizar una de las cuatro denominaciones de origen de los quesos gallegos (las otras tres son Arzúa-Ulloa, Cebreiro y tetilla, esta sin zona geográfica concreta). Antes de que a alguno se le cortocircuiten las neuronas, un aviso: esta Costa es una “cuesta” gallega; que nadie se vuelva loco aquí intentando atisbar un litoral para el que aún queda una buena tirada.
San Simón es la cuna de ese queso con forma de pecho pezón e intenso y típico revestimiento como de cera, consecuencia del ahumado final. Y es ahí, en ese toque maestro y definitivo, donde más se diferencia un San Simón majestuoso de otro solo correcto. “La madera ha de ser siempre de abedul, eso ante todo”, avisa María. “Nosotros, como todas las familias queseras, se la comprábamos al principio a los zoqueiros, porque es justo con la que ellos fabricaban los zuecos típicos para andar entre las vacas, las berzas y los establos. Ahora necesitamos más cantidad… y ya no quedan zoqueiros”.
¿Y por qué, precisamente, abedul? Crisanto mira a su alrededor, donde se avistan varios de estos bidueiros, y se encoge de hombros. “Es así, no podría dar otra explicación. Unos conocidos hicieron la prueba una vez con madera de pino, por aquello de que es más económica y abundante, y sabía a rayos. Y algunas grandes empresas están ensayando barnices industriales que dan un aspecto exterior similar y un sabor parecido. Pero, claro, no es lo mismo…”.
Un producto laborioso
Estas dificultades en la parte más característica del proceso de elaboración explican que el San Simón sea un queso de producción más bien escasa, hasta el punto de que el consejo regulador se ha visto obligado a ampliar su área geográfica desde el municipio de Vilalba (al que pertenece la aldea de San Simón da Costa) a toda la comarca de la Terra Chá, esa meseta central lucense que también comprende otras poblaciones como Guitiriz, Begonte, Cospeito o Castro de Rei. “Es un queso complicado, demasiado laborioso”, resopla Crisanto. “Por más que quieras sistematizar la producción, cada queso pasa 200 veces por tus manos. El componente artesanal es ineludible: sí o sí. Por eso los productores grandes no se meten en este negocio”.
Él mismo es el primer convencido de las ventajas de una producción racional. Crisanto Cuba se niega a fabricar para marcas blancas, y ni siquiera tras el reciente premio nacional del Ministerio de Agricultura accede a la distribución en las grandes cadenas gallegas de supermercados, “porque implica entrar en una guerra de precios injusta”. Él sigue acercando personalmente los quesos en su furgoneta a los municipios más cercanos. Sin intermediarios: de la fábrica a la pequeña panadería, carnicería o tienda de ultramarinos.
“Son las cosas que tenemos las empresas familiares”, se sonríe María, que saca a relucir la retranca gallega. “Trabajar en familia es parecido a los matrimonios: tienes todo lo bueno y todo lo malo”. Su hermana, Rocío, trajina también en la fábrica mientras que el único varón, José Ramón, es dueño de “cincuenta o sesenta” vacas de las razas frisona, rubia gallega o pardo alpina, que proporcionan parte de los 6.000 litros de leche que a diario pasan por las cubas.
El secreto del ahumado
Tras la pasteurización y el cuajado con calcio y fermentos, los Cuba Alonso vigilan el cortado de la pasta -un granulado con el tamaño de un guisante- y separan el suero sobrante, que puede aprovecharse para yogur y ciertos productos cosméticos. A partir de ahí, llega el corte manual a cuchillo y la introducción de la pasta en los famosos moldes cónicos; que ahora son de plástico y con unas pequeñas perforaciones circulares para facilitar la extracción. “Antes, con los moldes de madera e incluso de barro”, rememora Crisanto, “nos despellejábamos las manos para sacar los quesos. Era difícil y doloroso: se te quedaban las palmas en carne viva”.
En Don Crisanto introducen la sal mediante un baño de salmuera, a partir del cual comienza el proceso de maduración: al menos 45 días para las unidades grandes -que rondan el kilo de peso- y un mínimo de 30 para los hermanos pequeños, que pesan unos 600 gramos y reciben el apelativo de “bufón”. Finalmente, el ahumado: entre cuatro y seis horas -“depende de cómo prenda la madera”- en una especie de cámara acorazada, con el humo brotando de unas rendijas en el suelo.
Todo esto está muy bien, pero ¿y el secreto? ¿Dónde está el toque de diferenciación? Padre e hija se miran durante unos segundos, como implorando el uno del otro una respuesta. “Será el mimo”, concede al fin María. “La fábrica está en funcionamiento desde 1990 y cada día aprendes un poco. Y cuando trabajas en familia siempre eres más exigente, más minucioso”. Papá Crisanto reconoce que sus quesos, “por lo que sea”, tienen buena aceptación (obviando con modestia que el curado, que producen en cantidades ínfimas, es sencillamente celestial). “El cardenal Rouco Varela, sin ir más lejos, siempre fue buen cliente: venía por aquí en persona a llevarse varias cajas para el obispado de Mondoñedo. Ahora también lo es su sobrino, Alfonso Carrasco Rouco, obispo de Lugo. Y esta gente es de buen comer…”.
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