Los alimentos funcionales no funcionan
Los lácteos que prometen aumentar las defensas, reducir el colesterol o ayudarte a ir al baño no sirven para mejorar tu salud. Ni las leches con omega 3, la bollería enriquecida con hierro o las galletas con fibra.
Según la Wikipedia un chindogu es un invento que parece la solución ideal a un problema particular, pero que en la práctica resulta ser todo lo contrario. La nutrición no está libre de chindogus tecnológicos, pero cada vez estoy más convencido de que los verdaderos chindogus alimenticios están a pie de supermercado en cualquier lineal, y se camuflan bajo el eufónico nombre de “alimentos funcionales”. Su mero enunciado ya es toda una declaración de intenciones, tan absurda como parece.
No existe una única definición de “alimento funcional”, pero sí hay cierto consenso: se llama así a todos los productos a los que se les ha añadido, eliminado o sustituido un componente para alcanzar un beneficio sobre la salud por encima del valor nutricional original del alimento. En base a ese beneficio se podría reivindicar su carácter funcional y/o saludable que sirve, claro está, como reclamo publicitario.
Aparecieron en los años noventa y su nacimiento estuvo rodeado de una especie de sopa de nombres en la se trataba de combinar las cuestiones alimentarias y salutíferas. Les llamaron nutracéuticos, alicamentos, farmalimentos y cosas por el estilo, aunque la denominación más común es la de “alimento funcional”. Serían ejemplos de alimentos funcionales desde una leche con omega tres a una leche desnatada, pasando por la bollería industrial enriquecida en hierro, cualquier producto al que se le han añadido estas o aquellas vitaminas o cualquier mineral, una mermelada con edulcorantes en vez de con azúcar, unas galletas con fibra añadida o un yogur que contribuya al normal funcionamiento de nuestro sistema inmune o que reduzca la absorción del colesterol dietético, etcétera.
La legislación ha hecho bastante por el término, ya que desde su aparición se han destinado una importante cantidad de recursos -creación de diversas comisiones y proyectos- para su consolidación. La más conocida en nuestro entorno se llamó FUFOSE -la acción de la Comisión Europea para la ciencia de los alimentos funcionales-, que tuvo una destacada participación de la industria alimentaria y farmacéutica. No hace falta ser una lumbrera, basta con saber atar cabos para conocer el resultado: un festival en el que cualquier fabricante de productos ultraprocesados podía decir cualquier lindeza de su “alimento” funcional.
Entonces fue cuando la misma Comisión Europea que había permitido ese despiporre dijo que hasta ahí podíamos llegar, y en 2006 asistimos al nacimiento del Reglamento Europeo 1924/2006 sobre las declaraciones nutricionales y de propiedades saludables en los alimentos, que se complementó en 2012 con el RE 432/2012 sobre declaraciones autorizadas de propiedades saludables de los alimentos distintas de las relativas a la reducción del riesgo de enfermedad y al desarrollo y la salud de los niños. Estos dos reglamentos, actualmente en pleno vigor y exprimidos por la industria alimentaria de los productos menos recomendables como solo esa industria sabe exprimir las cosas, establecen lo que es legal y lo que no sobre los beneficios saludables que se les puede atribuir a esos alimentos conocidos como “funcionales”. Varios autores de prestigio han puesto de manifiesto el coladero que supone este marco legal a la hora de que la industria nos dé a comulgar sus ruedas de molino, entre José Manuel López Nicolás -experto en Bioquímica y Biotecnología enzimática y divulgador al frente del blog Scientia- y su elocuente “Dos reglamentos y un destino: la impunidad”.
Es probable que pienses que menuda mala imagen tengo de los denominados “alimentos funcionales”, si en apariencia solo quieren mejorar nuestra salud. Y yo te respondería que sí, que tienes razón, que tengo muy mala perspectiva de los mismos. Y ahora te explicare por qué.
¿Te acuerdas del post en el que razonamos y comentamos sobre los productos “con” y los alimentos “sin”? O mejor aún, ¿te acuerdas de otro en el que categorizamos todos los productos comestibles en virtud de su procesamiento, reconociendo los no procesados, los procesados mínimamente, los procesados y los ultraprocesados? Pues bien, los “alimentos funcionales” pertenecen -salvo contadísimas excepciones- a la última categoría, es decir, a la de los ultraprocesados. No está de más volver a recordar es la regla de oro en el uso de los alimentos en base a su grado de procesamiento: “Elige siempre alimentos naturales, mínimamente procesados y platos recién hechos antes que productos ultraprocesados”.
Más allá de esta realidad, la propia expresión “alimentos funcionales” es todo una hipérbole, y llegado el caso un pleonasmo: los alimentos son funcionales per se. Un rodaballo es funcional, las judías verdes son funcionales, también las lentejas, los albaricoques y las avellanas. Las cerezas, el solomillo de cerdo, las berenjenas, la dorada, los berberechos, las manzanas, el brócoli y las castañas también. Todos ellos -y muchos otros más- alimentan, que es su función, al aportar nutrientes esenciales. Pero de forma curiosa, perversa y maliciosa resulta que el concepto “alimentos funcionales” solo se les aplica a aquellos que aportan nutrientes contra natura en una matriz extemporánea.
¿De verdad alguien ve “funcional” eso de quitarle la grasa a la leche y sustituirla por la de pescado? Lo digo porque eso es, en resumen, la leche con -poco- omega tres. ¿No sería más razonable, sabroso y barato incluir de una a dos veces por semana pescado azul? Lo digo porque con lo del pescado, además de hacer nuestra alimentación más normal y menos procesada ingresaríamos cerca del triple omega tres semanal que tomando cada día un vaso de leche con eso. ¿Os parece “funcional” eso de escoger galletas o panes de molde industriales con fibra en vez de hacer una adecuada incorporación de legumbres, frutos secos, frutas u hortalizas? ¿Crees que tu zumo enriquecido en vitamina C, o tus cereales de desayuno en millares de vitaminas son mejor elección que el tomar asiduamente fruta o que desayunar arroz con lentejas, por ejemplo?
Los alimentos menos procesados y que más derecho tendrían para colgarse la medalla de ser “funcionales” -me refiero a los alimentos “de mercado”-, son los últimos a la hora de ser considerados como tales, sobre los que menos recursos de publicidad se invierte y los más ninguneados a la hora de hacer visible su saludabilidad. Al final, un “alimento funcional” viene a ser algo así como ponerle limpiaparabrisas a un submarino, mechero en una ducha o instalar un teléfono móvil en una plancha (que además de absurdo es un peligro).
Se mire por donde se mire lo de los denominados alimentos funcionales no funciona. Se trata de un invento usado por la industria para hacer presión en uno de los principales puntos de palanca de los consumidores: su salud. La clave, más allá de los “alimentos funcionales” es acceder a un patrón de alimentación funcional o, mejor aún, a un estilo de vida funcional.
Juan Revenga es dietista-nutricionista, biólogo, consultor, profesor en la Universidad San Jorge, miembro de la Fundación Española de Dietistas-Nutricionistas (FEDN) y un montón de cosas sesudas más que puedes leer aquí. Ha escrito los libros “Con las manos en la mesa. Un repaso a los crecientes casos de infoxicación alimentaria” y “Adelgázame, miénteme. Toda la verdad sobre la historia de la obesidad y la industria del adelgazamiento” y -muy importante- es fan de los riñones al jerez de su madre.
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