Viaje a los peores restaurantes de La Rambla
Nos metemos en los cuatro peores restaurantes de la calle más turística de Barcelona según TripAdvisor. Y comprobamos que, por una vez y sin que sirva de precedente, los comentarios de esta web tenían razón.
A veces hay que descender a los infernos. En pleno tsunami gastronómico, los pokes y los baos de cangrejo de caparazón blando pueden nublar tu sesera. Cada ciudad tiene sus avernos culinarios para bajarle los humos a hipsters y similares. En Barcelona, difícilmente encontrarás a alguien cuerdo -o sobrio- comiendo en La Rambla. El horror acecha en los restaurantes que flanquean este paseo; nadie se atreve a meter el hocico en estos agujeros. Excepto esas víctimas propiciatorias que se sacrifican a los restauradores sin escrúpulos para que el resto de la población pueda vivir fuera de peligro: los guiris.
La misión es inquietante. El Comidista me envía a comprobar, in situ, si es cierta la leyenda negra de la comida ponzoñosa de La Rambla, si tanta bilis vertida en TripAdvisor es justificada. Busco los cuatro restaurantes más vapuleados en la célebre web, me encomiendo a un bote de sal de frutas y me lanzo a un desenfreno de paellas top manta y albóndigas indestructibles que me quita la pamplina gourmet en dos bofetones a rodabrazo.
Bocadillo de jamón, bocadillo vegetal (con salami), porción de pizza ¿margarita?: 16 €
Mesas con restos de comida, bandejas sin recoger y un ambientador industrial que se pega a tu gaznate cual chicle con triple de azúcar. Los comentarios en TripAdvisor no tienen piedad de esta bocatería de autor. Autor maldito. ¿Pan de masa madre? ¿Queso ecológico de cabra feliz? ¿Pastrami ahumado por duendecillos islandeses? Los célebres antibocadillos de Bakery N Time -donde antes estaba La Baguetina Catalana, de la que ha heredado su arte bocatil- se orinan en la moda de servir comida hecha por humanos: pan industrial, embutido de marca blanca, queso pasado, ensalada iceberg, puré de tomate y aquí paz y después arcadas.
Todos los ejemplares yacen en un escaparate al sol, para que cojan cuerpo y temperatura, y comparten espacio con un catálogo de bollería de microondas que haría cantar ópera a la úlcera de La Castafiore. Pruebo un bocata con cuatro lonchas de un jamón gris-zombie y un escupitajo de queso que sabe a sudor agrio de resaca veraniega.
Oigo voces en mi cabeza. El aspecto del jamón Walking Dead es tan perturbador que compro un bocadillo más caro, el vegetal: 5 eurazos. Espero una orgía de sabor, pero solo encuentro dolor: el pan de semillas acorchado y la lechuga acartonada marcan la diferencia. Y, como buen vegetal que se precie, el pan vomita unas rodajas del mismo salami industrial que te ponías en el bolsillo de la bata en el colegio.
Al lado de los bocatas, se adivina una montaña de rectángulos grasientos que llamaremos pizzas. Al carajo con la masa madre con harina ecológica. Ríete de los hornos de leña. Tú a Nápoles y yo a la mierda: mis manos sostienen una masa aceitosa, requemada, anaranjada y tan salada que me entumece la lengua, como si hubiera chupado una pila. Después del tercer bocado, le pido a unos bomberos que me pasen el chorro de la manguera a presión por la lengua. Un segundito de nada. Por favor.
Tres pimientos de Padrón, dos calamares a la romana, siete patatas bravas y una pizza margarita: 18 €
¿Un restaurante chino donde puedes comer pizzas y tapas? ¿Acaso no estamos en un mundo globalizado? TripAdvisor es especialmente cruel con el restaurante Oriente. Donde unos ven un Frankenstein culinario, servidor ve una oportunidad. Por supuesto, cuando me pasan la carta de comida china, digo que de eso nada, que me va el rollo duro. Resultado: un combo de tres tapas y una pizza margarita sobre un mantel con caligrafía cantonesa. España-Italia-China y tiro porque me toca.
El trío de tapas apuesta por el minimalismo: dos calamares a la romana congelados; tres pimientos de Padrón del tamaño de un garbanzo y un puñadito de patatas con salsa rosa (no me atrevo a llamarlas bravas, lo admito). Curiosamente, dentro del horror y la escasez, las tapas de este chino son mejores que las de Eivissa. Se dejan masticar tres o cuatro veces, que ya es algo.
La estocada viene en forma de pizza. Me enfrento a una masa de bajísima calidad más pálida que Mario Vaquerizo, y un queso industrial que huele a pies en día de lluvia. He comprado pizzas en el supermercado mucho mejores. De hecho podría pasar por la pizza que te haría tu hijo de 7 años después de una tarde de cocinitas en clase. Estoy por pedir unas rodajas de piña y acabar con mi sufrimiento de una vez.
Ensaladilla rusa, albóndigas sin sepia (no cobradas), espaguetis a la napolitana y cerveza: 25 €
Eivissa no es para pusilánimes; si no tienes lo que hay tener, quédate en casa. Aquí hay que partirse la cara con las tapas, así que me pongo la navaja entre los dientes. Llega una ensaladilla rusa que no había visto no en la peor de mis pesadillas: congelada, con aceitunas que saben a Reflex y un pringue blanquísimo que parece pasta de dientes y ellos llaman mayonesa.
Por alguna razón se me ocurre pedir albóndigas con sepia, pero cuando llegan a la mesa son solo albóndigas en un charco de aceite y verdura muerta; la sepia parece haberse ido a por tabaco. Intento pinchar una albóndiga, pero el tenedor rebota como las balas en el pecho de Superman. Me llevo el objeto gomoso a la boca y sufro: es con amplia diferencia la peor albóndiga que he comido en mi vida, y he comido unas cuantas. Le digo al camarero que esas pelotitas de caucho están incomibles, y le doy tanta lástima que decide no cobrarme la tapa.
Todo muy bonito, pero sigo con hambre y en la carta de pastas hay unos espaguetis que me devuelven la mirada, como el abismo. Son a la napolitana, pero en realidad se trata de un cucharón de salsa de tomate y un esputo de queso rallado que transmite un vacío existencial demoledor. Hay tanta salsa, que la pasta se me escurre entre los pinchos del tenedor; ahí reposa una masa de espaguetis sobrecocinados y gelatinosos que tal vez hace varios eones estuvieron al dente.
Y pobre del que se pida una cerveza y tenga que ir a trabajar luego: la más pequeña es una jarra de medio litro (7,5 €) que te ayudará a olvidar la pesadilla, sí, pero te dejará totalmente del revés. Como para ponerse a hacer Excels.
Paella marinera (o algo parecido), choricillos, alitas de pollo, ensalada griega, cerveza y agua: 16 €
Hay guiris en TripAdvisor enojados con Pita House. Mucho, y muchos. Que es una trampa para turistas; que la comida es mala; que las jarras de sangría cuestan más que un ojo de cristal… Lo cierto es que el sitio es un viaje de peyote: pitas con diversos rellenos comparten carta con paellas y tapas, en un torbellino de mestizaje que volvería majareta a Manu Chao.
Estoy dentro, solo, con la puerta de la calle abierta y una corriente de aire helada lamiéndome el cogote. Como con bufanda. Inspirado por el mismo morbo que da el fornicio en lugares atípicos, decido pedir paella y tapas en un restaurante de falafeles y shawarmas. Viviendo al filo. El arroz, precocinado, calentado a malas y pastoso, es un remix de Carlos Jean del Paellador. Observo los mejillones, les envío un caluroso saludo y ahí los dejo, intactos, al lado de una gamba descabezada que no tocaría ni con guantes de albañil.
Las tapas de acompañamiento me recuerdan a los falsos músicos que tocan en los concursos televisivos de madrugada. Hay mucha pena ahí. Choricillos precocidos que saben a chaqueta de cuero, una ensalada griega desoladora, alitas de pollo que parecen ancas de gremlin. El agua y la cerveza (jarra de miedo litro sí o sí) me cuestan casi lo mismo que la manduca. Los 8,95 € del combo paella-tapas me parecen un regalo cuando entro; cuando salgo, tengo la sensación de que esa pasta me la tendrían que haber pagado ellos a mí.
Me voy para casa pensando, por primera vez en la vida, que ojalá un artículo escrito por mí no tenga tanto éxito como para que me pidan una segunda parte. Mientras compro un antiácido en la farmacia de la esquina, veo en los ojos del vendedor que él desea justo lo contrario. Aunque seguramente ya estoy delirando.
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