Cuatro restaurantes escondidos de Madrid donde comer bien y barato
Tienen nombres difíciles de pronunciar, su decoración tira a cutre y están en lugares tan insospechados como parkings o mercados. Pero todos tienen algo en común: se come fenomenal por poco dinero.
Como vivo temerosa, rebosante de poscensura, empezaré este artículo adelantándome a cualquier ataque, defendiéndome y pidiendo perdón, postrada a vuestros pies. Antes de que una tromba de personas indignadas caiga sobre mí, diré que sé que no estoy descubriendo nada, y que estos que aquí describo quizá sean lugares de sobra conocidos por cualquier madrileño medio, ya sea de nacimiento o adopción. Pero es que esto no va de abrir los ojos de nadie ni ser prescriptora de nada.
Lo que quiero es celebrar que existan y que sigan surgiendo sitios de comer de los que a mí me gustan (y seguro que a ustedes, amigos precarios amantes del darse un homenaje, también). Son restaurantes libres de excesivos miramientos que encarezcan el precio, en los que se sirve comida sabrosa a buen ritmo y situados en lugares curiosos. Son también locales que se mantienen en magistral equilibrio sobre ese hilito de nailon dorado que, más que separar, hermana lo levemente cutre con lo arrebatadoramente encantador.
Hay otro miedo terrible que me atenaza a la hora de hablar de estos rincones de felicidad. Es el factor gentrificador, por el cual cualquier lugar con mínimo encanto que sea recomendado en un blog tan leído como este, puede ser enseguida invadido por hordas de curiosos. Buscarán vivir en sus carnes la experiencia, sentir los sabores en sus papilas, la crocantez en sus muelitas, la felicidad en su corazón, rompiendo el secreto y los corazones de los parroquianos que sentían que habían encontrado un templo único y sólo para ellos. Yo, la verdad, soy de espíritu dominguero, y me parece una ridiculez aquello de ocultar los lugares preciados para encontrárnoslos siempre semivacíos, para sentir que siguen siendo un secreto sólo nuestro. Amo el ruido y el vocerío, se me enciende el corazón cuando entro en un lugar y está hasta los topes.
Tampoco creo que ninguno de los lugares que voy a nombrar sea una cala virgen jamás pisada por el ser humano: de hecho, todos se caracterizan por su flujo constante de clientela, su espíritu de tavola calda. Siempre hay un hueco donde sentarse y un plato de comida para el recién llegado. Y eso despierta aromas de vuelve-a-casa-vuelve, de útero materno, de la calidez de apoyarse en la barra de un sitio sabiendo perfectamente lo que vas a pedir, lo rápido que lo vas a tener ante tus ojos y cómo va a saber. No hace falta que te sepas el nombre que figura en sus letreros, porque alguno ni siquiera posee uno, y todos ellos son conocidos por lo curioso de sus emplazamientos, decoraciones o platos, pasando casi a formar parte del argot madrileño.
El chino-peruano del mercado de Mostenses
Este lugar, cuyo nombre real es Cafetería Lili, es un chino-peruano -combinación de gastronomías también llamada chifa- con un ceviche mejor que estupendo, medio escondido en la parte lateral de un puesto de mercado reconvertido en restaurante. Al principio sólo era de comida china, pero Lili Xu, la cocinera del local, fue adaptando los platos a la demanda de la clientela, y el lugar devino en chino-peruano. En su barra y sus pequeñas mesas podemos encontrar tanto clientes peruanos como chinos, predominando a ciertas horas el grupo de trabajadores que hacen un alto en la obra para comer. En fines de semana se añaden a la mezcla los grupos de clientes españoles. Entre semana hay un menú abundante por 7 euros, y los fines de semana se puede comer sin cortarse demasiado por 10-15 euros por persona, incluyendo pisco sour.
Además del ceviche, destacan el ají de gallina, el tamal y el arroz chaufa. Pero quizás el plato que mejor condense el espíritu del lugar sea el que los clientes chinos llaman "combinado" y los clientes peruanos "aeropuerto". Este manjar kilométrico está compuesto por dos mitades: una de ellas, de arroz chaufa (arroz con verduras y pollo salteado, todo ello bien sazonado con salsa de soja), y la otra, de tallarines chinos de huevo, salteados con col china, cebolla y carne.
Ya seas de Pingyao, de Cusco o de Tomelloso, la Cafetería Lili te deja un regusto a hogar, a bar de siempre. Su único inconveniente, además del horario -de mercado, lo que hace que sea imposible ir a cenar- es que, si no has ido un par de veces, tardas en encontrarlo. Hay quien ha pasado su buena media hora internándose con desesperación en pasillos llenos de puestos de mercado cerrados, creyendo que todo había sido un sueño, y que, en realidad, en ese mercado semiabandonado nunca hubo un restaurante chifa. Pero siempre aparece, al final de un pasillo, lleno de gente sorbiendo pisco al compás del videoclip peruano de la tele de la esquina.
Cafetería Lili. Plaza Mostenses, 1. Mapa
El Winnie the Pooh de Plaza de España
Es el más nuevo de la lista (abrió sus puertas el año pasado), pero no por ello menos concurrido que los demás. Básicamente, el popularmente llamado Winnie the Pooh por la decoración osezna en fachada e interiores, podría definirse como "un chino al que van jóvenes chinos". Hay platos que cuestan menos de cuatro euros, y cualquier día de la semana, una comida para dos no sobrepasa los 20 euros. La clientela es, así en general, menor de 30, de origen chino y aspecto tirando a moderno, con profusión de complementos curiosos. Hay frescura y gracia en la decoración y el ambiente -siempre el osito Winnie acechando en cada interruptor y en cada tapa de váter-, y la comida se aleja de los tradicionales platos chinos a los que estamos acostumbrados en España.
En el Winnie se sirven desde sopas de verduras hasta pinchos morunos de carne, pasando por fritos y bebidas más arriesgados, que quizás puedan hacerse más extraños al paladar del que va por primera vez. Entre los platos más demandados están los clásicos dim sum -empanadillas al vapor de marisco, carne o verduras- y los pinchos de cordero o ternera. Aunque el plato estrella, en mi opinión, son los tallarines fríos, que combinan sobre los tallarines de arroz la frescura del pepino y la textura más densa del tofu, todo ello aderezado con anacardos molidos.
熊仔解馋坊. Calle San Leonardo, 3. Mapa
Es un clásico de todos los tiempos, un lugar que podía fascinar y asustar a partes iguales si llegabas a la capital desde provincias. Se llama Zhou Yulong, y hace años algunas personas empezaron a llamarlo "el Blade Runner", nombre que tuvo una pequeña cuota de popularidad. Es cierto que el hecho de que esté en un pasillo junto a un parking de Plaza de España -con el que, por cierto, comparte baño-, sus largas colas para entrar a comer, la barra atestada de gente que come sola y la costumbre de sentar a desconocidos frente a frente en las mesas, hace recordar a aquellas comidas solitarias del agente Deckard en la famosa película de Ridley Scott.
De todas formas, los nombres que sin duda prevalecen son "el chino subterráneo de Plaza de España" y "el chino del parking de Plaza de España". Sin ninguna indicación clara, el que lo conoce se interna en una de las bocas del parking de Plaza de España, guiado por sus ganas de empanadillas a la plancha, y va a dar a un pasillo en el que se alternan una agencia de viajes china, un alquiler de coches y la entrada al propio parking con este local que no da abasto para la demanda que tiene.
La comida, sin dejar de ser deliciosa, se acerca un poquito más al cliché de cocina china densa y tirando a grasienta que tenemos en mente casi todos cuando pedimos a domicilio mientras aullamos de resaca. A pesar de ello -o gracias a ello- sus sopas de tallarines, sus verduras chinas y las empanadillas a la plancha han pasado a ser casi parte del acervo gastronómico de un montón de gente que empezó a acudir allí en su primera pipiolez, a "hacer base en el estómago" para luego atacarla con un botellón, y que ahora considera esos manjares casi una comida maternal.
Zhou Yulong. Plaza de España S/N. Mapa
En medio de la Colonia del Pico del Pañuelo, ese bastión de casas amarillas ocupadas por bares, discotecas y peluquerías dominicanas, que mira de frente a Matadero, el Kucaramakara (nombre demasiado enrevesado que se zanja con un "vamos al picapollo") empezó siendo un lugar de clientela exclusivamente dominicana, y aún hoy son los dominicanos quienes manejan el cotarro en el lugar, quienes ocupan las grandes mesas, celebrando fiestas familiares, aunque cada vez se va viendo más clientela española atraída por el exotismo y la animación del lugar.
El plato que triunfa es sin duda el picapollo, pollo frito previamente rebozado en harina y sazonado con diversas salsas y especias que pueden incluir pimienta de cayena, pimienta negra, salsa Worcestershire y limón, acompañado de ensalada y tostones (plátano macho cortado en rodajas y frito). Una vez dominado este terreno, es aconsejable irse sumergiendo en otros platos de la cocina dominicana, como el mondongo, que es un caldo de carne condimentado con especias y ajo al que se le añaden además patatas y verduras, y que se acompaña de salsa picante con yuca o plátano frito. También merece la pena lanzarse a la combinación de pescado con leche de coco, que consiste en pescado blanco acompañado de salsa de coco con verduras y cilantro.
A pesar de que a mediodía puede llegar a ser un lugar incluso tranquilo, casi cada noche hay fiesta en el Kucaramakara. A determinada hora, algunas mesas se apartan y se baila con sabrosura. Es fácil que entonces el visitante no dominicano se sienta algo azorado por ese espectáculo casi de crucero -altos tacones, intrincados tops de lentejuelas, extensiones, pesados pendientes dorados, todo ello moviéndose al ritmo de la música- que tiene lugar a su alrededor, mientras devora picapollo y tostones. Pero eso solo pasa en la primera ocasión, a la tercera ya te sientes como si fueras del mismísimo Santo Domingo. Porque lo que la comida y Madrid han unido, no lo separará el merengue.
Kucaramakara. Calle San Evaristo, 4. Mapa.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.