Terror en la cena de empresa
La cena de empresa es un trance de comida atroz y alcohol de garrafón al que nos sometemos cada año por estas fechas, y en el que nos hundimos hasta el final. Salir indemne solo está al alcance de algunos elegidos.
Camisas con lamparones de vino que parecen el atlas de la Tierra Media, cigarrillos apagados en un canapé de surimi y el anciano de recepción haciendo un Full Monty con una escoba: la cena de empresa es uno de los fenómenos más perturbadores que existen. Un agujero negro que arrastra a miles de empleados indefensos a una ceremonia salvaje de comida ponzoñosa y alcohol metílico, un rito espeluznante que nada tiene que ver con el bondadoso espíritu navideño que lo motiva.
Las últimas semanas de noviembre, algunos trabajadores ya empiezan a escuchar en los pasillos el ruido ensordecedor de tenedores chirriando contra el gres, y llegan las primeras pesadillas de congas infinitas. Hay mucha gente que le tiene pánico a este ritual navideño, pero solo unos pocos tienen el valor para negarse a ir. Vaya por delante mi admiración hacia los espíritus libres que dicen ‘no’: se la repampinfla que sus compañeros les pongan a caldo en la máquina del café el resto del año, o que sus jefes les incluyan en la lista negra de sociópatas de la oficina, porque están hechos de otra pasta.
El resto de los mortales nos vemos empujados a una carnicería a la que llegamos armados con incontables estrategias que nunca funcionan. Acudo a la psicoanalista Daniela Aparicio para que me eche una mano. “La única receta para los excesos humanos es conocerlos, no hay otra. Saber que hay un mal que nos habita y que las pulsiones se desatan cuando el control cede” , asegura Daniela no sin acojonarme. “Otra receta es saber que a los máximos excesos de opulencia, grandilocuencia y estupidez, solo les espera la caída. Consume alcohol y todo lo que se vende en nuestros mercados, y acabarás engrosando el ejército de depresivos... que consume antidepresivos”.
Así pues, el sentido de común me dicta una ristra de consejos elementales: olvídate de chistes verdes y comentarios jocosos sobre aumentos de sueldo a los jefes: Dios no te hizo gracioso; no te atrevas tirar la caña porque te crees George Clooney y no pasas de George Costanza; ni se te ocurra explicar tus penurias amorosas y económicas a la segunda copa de Dubois, que la gente ha venido a disfrutar; no comas como un wookie famélico; pasa desapercibido, fluye, sé agua my friend, no calimocho. Pero sobre todo, no toques ni con un puntero láser esos cubatas de garrafón que huelen a champú para perros.
Pues no. En la cena de empresa el sentido común se pisotea como una cucaracha al primer lingotazo. No hay fronteras para la vergüenza ajena y la autohumillación. A partir de ahí, la idea es incumplir todas las promesas que te habías hecho delante del espejo. A conciencia.
Porque de algún modo, en la burbuja de la cena de empresa se produce un profundo hermanamiento ante la fatalidad, como los cultos que ingieren al unísono donuts con cianuro para recibir a Cthulhu como es debido. Como a todos los invitados les espera un final trágico, surge una aceptación colectiva y casi religiosa de la autodestrucción más absoluta. Ya que estamos cayendo a lo más bajo de nuestras miserables existencias, diablos, vamos a partirnos la crisma de verdad.
Y en este culto dionisiaco siempre hay gurús, fácilmente distinguibles porque se disfrazan de forma ridícula. Pelucas que llenarán de hebras de acrílico todos los platos circundantes, gorros de Santa Claus, gafas de plástico hipertróficas y hasta gorras con pene para los más guasones. El disfraz denota una predisposición a la ebriedad superior al resto, es sinónimo de cogorza antes de que llegue el segundo plato. Y los tipos disfrazados son los chamanes que guiarán al rebaño hacia el horror.
Con su ayuda, los comensales se cogen de la mano y saltan juntos a un abismo gastronómico donde imperan las leyes del fallo coronario y la repugnancia. La comida de una cena de empresa tiene que ser atroz por definición, pero siempre abundante, dada al exceso pantagruélico. Si hay suficiente mandanga para que todos revienten como piñatas, a nadie le importará que los platos parezcan salidos de los fogones de un Ikea distópico. La idea es entregarse a la sinrazón culinaria. La única lógica es la de la indigestión rápida y severa: sudores, vomitonas y eructos serán siempre bienvenidos en estos aquelarres.
Y ahí están los sospechosos habituales. El eterno emperador a la plancha congelado; merluza con un salsa traslúcida que se pegará a tu hígado como una película de moco indeleble; el imprescindible jamón ibérico del Mercadona; una ensalada de cogollos que una cabra te escupiría a la cara; un entrecote a la pimienta que sabe a sandalia usada o un solomillo de cerdo que podrías usar de frisbee.
Mientras sirvan esta bazofia en cantidades industriales y se favorezca la bacanal, todo fluirá. “La Navidad, como felicidad obligatoria y como imperativo de paz, no hace mas que acentuar y agravar la escisión de un mundo que va a la deriva”, apunta Daniela Aparicio. “¿Cómo olvidar Aleppo, las pateras, el paro, la pobreza, guerras, atentados, etc? Solo la bacanal de las comilonas y las borracheras puede ser una respuesta, una tregua en el desvarío general”.
Las comilonas y las borracheras. Sobre todo, borracheras. Porque el alcohol que circula en las cenas de empresa debería ocupar de forma prioritaria al Departamento de Salud Pública del Estado. De dónde surge ese líquido que intentan hacernos creer que es vodka o ginebra, nadie lo sabe. Nadie se lo pregunta. Te lo bebes a cubos y punto. También hay jarras de cerveza tibia que parece orín equino; vinos que deberían usarse como desatascador industrial y algo sospechoso que se parece al Campari a pelo, en vaso de tubo y sin hielo.
Esta mezcla explosiva de alcoholes de dudosa procedencia es el queroseno que desencadena la combustión fatal. La madre del cordero. En una cena de empresa a nadie se le ocurre que combinar tintorro con vodka naranja y chupitos de bourbon y tequila es mala idea. “Nuestro consumidor-consumido se desmelena por un día y sueña con una felicidad posible, aunque transitoria”, comenta Daniela Aparicio. “Por un momento breve, parece que todo está permitido, que todo es posible. Y el alcohol viene a potenciar esta creencia delirante.”
Y es en el momento en el que se encara la fase etílica cuando el castillo de naipes se colapsa, y se producen escenas terribles que quedan registradas en los móviles de media empresa, pero de las que nadie parece acordarse al día siguiente. Bailes simiescos. Fotos de genitales. Guerras de comida con trozos de merluza y patatas de guarnición como proyectiles. Las rencillas entre trabajadores, liberadas en forma de insultos balbuceantes y indirectas mal lanzadas merced al bebercio, proporcionan divertidos conatos de enfrentamientos cuerpo a cuerpo que recuerdan a los combates de rusos beodos de Youtube. La masa abrasiva de codillo, cóctel de gambas, ternera, turrón de chocolate, canapés y tiramisú que palpita en tus adentros necesita un regado permanente y generoso de alcohol barato. Va a ser un viaje movidito hacia el planeta Cólico y cuanto antes funcione la sedación vía cubatas, mejor que mejor.
Porque la cena de empresa es una prueba durísima para las cañerías del trabajador. La gastronomía de alto riesgo se paga con insomnio, dolores de panza y evacuaciones dramáticas. La resaca colosal tampoco ayuda. A la mañana siguiente, entrar en el váter de la oficina se convierte en una temeridad: allí se ha producido una cadena de atentados medioambientales que lo hará inhabitable durante 48 horas. Es el perfume de la decadencia. La constatación de dos hechos espantosos: que ya solo quedan 364 días para la próxima cena de empresa… y que ayer le enviaste una foto de tu pene a tu jefe. Chin-chín por ambas, colega.
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