¿Por qué el monstruo de Frankenstein era vegetariano?
‘Frankenstein’, de Guillermo del Toro, acaba de llegar a los cines. Aprovechamos la ocasión para ahondar en la dieta del monstruo creado por Mary Shelley

“Mi alimento no es como el de los hombres; yo no destruyo al cordero ni al cabrito para saciar mi apetito. Las bellotas y las bayas me proporcionan suficiente alimentación”. Quienes opinen que el vegetarianismo y el veganismo no son más que modas surgidas hace dos días, quizá se sorprendan al descubrir que estas palabras, que bien podría haber pronunciado hoy mismo una persona que ha decidido dejar la carne fuera de su dieta, tienen más de dos siglos. Salen, nada menos, que de la boca del monstruo de Frankenstein, la criatura creada por Mary Shelley en 1818, y dicen mucho del contexto en el que se gestó esta historia y también de las ideas de su propia autora.
Es curioso que poca gente asocie el vegetarianismo con Frankenstein. Todos recordamos los rasgos terroríficos de la criatura —sobre todo los que han calado en la cultura popular gracias a las numerosas películas y cómics que se han hecho: la cara llena de cicatrices, los tornillos en el cuello, los movimientos torpes—, pero su sensibilidad con respecto a los animales rara vez es mencionada entre sus características más relevantes. Tampoco es un dato al que se suela hacer referencia cuando se habla de Mary Shelley, que fue una defensora del vegetarianismo, al igual que su marido, el poeta Percy Bysshe Shelley; en el caso de este último, sí es más conocido que se abstenía de incluir animales en el menú, gracias a su Vindicación de la dieta natural, un panfleto donde abogaba por una alimentación sin carne, publicado por primera vez en 1813.
El caso es que, el rechazo del monstruo a comer animales es una parte importante del personaje, y aunque en la recién estrenada Frankenstein de Guillermo del Toro apenas le veamos comer, en la novela el monstruo expresa en varias ocasiones que siente hambre y sed, y la autora irá detallando lo que se lleva al estómago en cada ocasión. Es cierto que su dieta viene determinada por lo que va encontrando por el camino, pero a pesar de que tendrá oportunidad de probar la carne, acabará optando por comer frutas, bayas, bellotas, pan y queso.

En una de las primeras noches que pasa en el bosque tras ser abandonado por su creador, Victor Frankenstein, la criatura se topa con una hoguera que varios mendigos han dejado atrás. Junto a ella hay algunos restos de vísceras asadas, que se lleva a la boca, comprobando que resultan mucho más sabrosas que los frutos que él recoge. Pero lejos de empezar a alimentarse de carne a partir de ese momento, lo que el monstruo extrae de esa experiencia es que, si el fuego mejora el sabor de los animales, probablemente mejore también el de los vegetales. Y lo comprueba. Se da cuenta de que las bayas se echan a perder con el calor, pero que, en cambio, las nueces y las raíces saben mejor. Poco después, cuando llega a la cabaña de un anciano y este sale corriendo despavorido al percibir su presencia, se come su desayuno, que consta de pan, queso, leche y vino, puntualizando que este último no le gusta en absoluto.
La novela de Frankenstein lleva por subtítulo El moderno Prometeo en alusión al mito griego de Prometeo, que le robó el fuego a los dioses para entregárselo a la humanidad. La historia de Victor Frankenstein y la de Prometeo se asemejan en tanto que ambos desafiaron a los dioses y a la propia naturaleza —uno creando vida a partir de materia inerte y el otro robando el fuego, convirtiéndose en el benefactor de la humanidad— y fueron terriblemente castigados por ello. Percy Bysshe Shelley se refería al fuego como el elemento catalizador de la caída de los seres humanos. Entre otras cosas, decía que, con el robo del fuego, Prometeo permitió que este fuera utilizado por la humanidad con “propósitos culinarios”, haciendo así que la carne fuera más sabrosa y digerible, y volviendo más aceptable el hecho de consumir cadáveres. “Solo ablandando y disfrazando la carne muerta mediante la preparación culinaria se la vuelve susceptible de masticación o digestión, y contemplar sus jugos sangrientos y su crudo horror no provoca una aversión y una repugnancia intolerables”, decía Shelley en su Vindicación de la dieta natural.
El monstruo de Frankenstein prueba la carne, pero acaba rechazando el “regalo prometeico” y continúa comiendo vegetales y frutos. Para Percy Bysshe Shelley y sus contemporáneos vegetarianos, no comer carne era una cuestión moral. Si el vegetarianismo y el veganismo actuales apelan a sentimientos humanitarios y al bienestar de los animales como la razón primordial para adoptar esta filosofía de vida, para los románticos vegetarianos del XIX tenía más que ver con la conexión de la salud y la moralidad con la comida. Según Shelley, comer carne era algo “antinatural” y afirmaba que este fatídico hecho era consecuencia de la Expulsión del Paraíso.
Al parecer, el Paraíso bíblico era un lugar libre de consumo de carne. El Génesis menciona que Dios les dio a Adán y Eva “plantas que dan semilla” y “árboles que dan fruto”, pero no dice en ningún momento que comieran animales. La expulsión de Adán y Eva fue el origen de toda la degeneración y el embrutecimiento de la humanidad y para Shelley es precisamente el hecho de seguir una dieta “que no es natural” y que incluye alimentos que no se consumían en el Jardín del Edén, lo que sentenciaría para siempre a la humanidad. Comer carne cambió nuestra relación con los animales, abriendo las puertas a la inmoralidad. Por eso, que el monstruo de Frankenstein rechace comer animales lo sitúa, según las convicciones vegetarianas de la época, en un plano moral más elevado. Él se siente, de alguna manera, identificado con ellos, los incluye dentro de su círculo de consideración moral.
Una de las reflexiones más elaboradas en torno al vegetarianismo del monstruo es la que la escritora feminista y activista por los derechos de los animales Carol J. Adams realiza en su libro La política sexual de la carne. Adams dedica un capítulo al monstruo de Frankenstein, en el que habla de la frustración que le genera sentirse rechazado por los humanos. Inocente y despojado de toda crueldad en origen, la criatura se topa con la maldad humana en cuanto sale al mundo; la gente le ataca con piedras y armas. El monstruo acaba entendiendo que “independientemente de sus propias normas morales inclusivas, el círculo humano está trazado de tal manera que tanto él como los demás animales quedan excluidos”, explica Carol J. Adams. El vegetarianismo del monstruo podría interpretarse como la evidencia de que posee un código moral más inclusivo que el de los seres humanos, aunque Adams defiende que también es un símbolo de lo que “esperó y necesitó (pero no consiguió recibir) de la sociedad humana”. Así, el monstruo se convierte en un espejo moral del ser humano que le creó y, por extensión, del resto de la humanidad que reacciona a él con rechazo y violencia.

Ser vegetariano en el siglo XIX
Además de sus beneficios morales, los románticos vegetarianos defendían que no comer animales era beneficioso para la salud y ayudaba a combatir enfermedades. Afirmaban que, con lo que se necesita para alimentar a un solo buey, podían comer muchas personas y que, cuanto más locales fueran los productos de nuestra mesa, mejor. “Los placeres del gusto que se derivan de una cena a base de patatas, judías, guisantes, nabos, lechugas, con un postre de manzanas, grosellas, fresas, frambuesas y, en invierno, naranjas, manzanas y peras, son mucho mayores de lo que se cree”. Ahí está, en pleno siglo XIX, Percy Bysshe Shelley defendiendo los menús kilómetro cero y de temporada. En su Vindicación de la dieta natural, el poeta también desprecia el alcohol —de ahí, quizá, que Mary Shelley hiciera que a su monstruo no le gustara el vino— y aboga por un consumo mayoritario de agua. La sobriedad, en el vegetarianismo del Romanticismo, era revolucionaria.
Vale la pena recordar que Mary Shelley no solo se interesó por los principios del vegetarianismo por influencia de su marido. Su padre, el escritor y pensador William Godwin, frecuentaba a muchos vegetarianos ilustres como John Frank Newton o Joseph Ritson, que dejarían su huella en la autora. En el siglo XIX, la defensa de una dieta sin carne tenía mucho que ver con el deseo de logar una mayor armonía con la naturaleza, así como con la resistencia al creciente consumismo burgués. El consumo de carne se había convertido en un símbolo de lujo y dispendio, y de la desigualdad entre clases, por lo que estar a favor del vegetarianismo era una forma de apoyar una mayor justicia social.
En la película de Guillermo del Toro, apenas vemos una escena en la que el monstruo se anima a comer bayas de un arbusto después de ver a un ciervo haciendo lo propio. En un gesto que pone de manifiesto su bondad natural, la criatura le tiende la mano al animal para que coma bayas de su mano. Poco después, le vemos contemplando con ternura un trozo de pan. La escasa presencia de alimentos, sumada a las características sobrenaturales que Del Toro le atribuye al monstruo, hace que resulte fácil olvidarse de que este necesita comer. Un rasgo de humanidad tan sutil como su fascinación por las hojas que flotan en el agua, que queda apenas esbozado.
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