¿Por qué hay tantas variedades de tomates?
Cuando una semilla entra en una casa, las historias y las vidas de la familia y la especie se entrelazan. A partir de ese momento, cambian juntas a través del espacio y del tiempo


Juan vive solo. Tiene 62 años y 200 ovejas y es el último pastor del pueblo. Salgo a caminar y me lo encuentro, con su rebaño, en su paseo por los campos de los alrededores. Hoy se deja acompañar, y le acompaño. Cuando era pequeño —me explica— ir de excursión en autocar con el colegio era todo un acontecimiento. Nos llevaban a visitar una fábrica de papel, la redacción de un periódico o la colonia industrial de otro pueblo, de otra comarca, de otro mundo. A la vuelta —dice—, la abuela me esperaba en casa y, antes de cualquier otra cosa, me preguntaba “¿qué plantan?”.
La abuela no sabía leer ni escribir, pero sabía que el acto de plantar dibujaba el paisaje, y que la tez de un paisaje es la misma que la de quienes lo habitan. Sabiendo “qué plantan”, ella podía hacerse una idea de cómo eran sus jornadas laborales, de cómo de largos eran sus días y sus noches, qué angustias les quitaban el sueño y qué tipo de pájaros cantaban en sus ventanas. Sin conocerlos, podía notar el tacto de su piel, saber qué durezas y callosidades daban forma a sus manos, según las herramientas, los rituales y las acciones repetitivas que requiere cuidar cada uno de los diferentes cultivos. Podía imaginar cómo iban vestidos y cómo estaban organizadas sus casas. La abuela sabía que la historia de una tierra, de un hogar y de una familia duerme en los tarros que guardan las semillas.
Juan me explica que ella le contaba que el día de su casamiento, tantos años atrás, cuando llegó a estas tierras que ahora pisamos, sólo se llevó consigo un lebrillo, dos orzas, un estuche de coser, un par de refajos, un cesto con camisas, delantales y sábanas, tres esquejes del peral del patio de su infancia y un puñado de las semillas de la huerta de su padre, envueltas en un pañuelo. Ella sabía que no había en el mundo semillas iguales a esas, y que la tierra donde se plantasen se convertiría, automáticamente, en casa.
—¿Y qué pasó con esas semillas? ¿Las sigues plantando? —le pregunto, consciente de que me desmoronaré si me dice que no.
—Claro —responde. Pero hoy el huerto no tiene nada que ver con lo que era entonces. Las cosas han ido cambiando. Algunas de las variedades las he perdido. Las alubias, por ejemplo, me las mató una helada y no las pude salvar. Las que tenía guardadas en el granero se pudrieron. Luego está el trabajo. A veces no se llega. Pero los tomates son los suyos. Aun así, no creas, quizá si ella los probase hoy, no los reconocería.
Cuando una semilla entra en una casa, las historias y las vidas de la familia y la especie se entrelazan. A partir de ese momento, cambian juntas a través del espacio y del tiempo. En el perpetuo viaje del hambre a la saciedad, en cada casa de payés, en cada rincón del país, siglo tras siglo, cada labrador ha decidido, al recolectar los tomates, guardar un puñado de semillas de estos tomates y no de aquellos; de los primeros en salir o de los últimos; de los frutos más grandes o de los que han crecido más de prisa; de las plantas más productivas o de las más resistentes a las plagas, para poder plantar al año siguiente. Puede que un día todos esos payeses cogiesen semillas de un mismo saco, pero al llevárselas a casa y plantarlas en su huerto, cada uno las injertó en su familia y fue imprimiendo en ellas su carácter, sus principios, sus intereses y sus gustos.
A la vez, cada una de esas semillas fue a caer en una tierra ligeramente diferente a la de sus hermanas. Cada una fue tocada por una brisa, pisada por unas pezuñas, hurgada por unas zarpas, fisgada por unos insectos distintos, y adaptó su metabolismo a sus circunstancias, para sacar de ellas el mejor provecho para sí misma. Esto explica que un día, hace 500 años, llegaran a este país un puñado de variedades de una planta exótica y extraña del otro lado del océano, y hoy podamos posar un dedo en un mapa y encontrar centenares de variedades de tomate locales en un radio de 50 kilómetros a la redonda, catalogadas o no.
En un momento determinado, Juan deja de hablar. Me indica que le siga. Nos apartamos de los animales, que pacen tranquilamente custodiados por los perros, y nos adentramos en el bosque. Llegamos a un pequeño claro, despejado por la caída de los pinos que no han sobrevivido a la sequía que la zona arrastra desde hace más de una década. Contra todo pronóstico, en medio del secarral se alza un árbol cargado de fruta. En sus ramas, exhibe una cantidad exagerada e incomprensible de peras maduras, dulces, jugosas y suculentas.
— Son las peras del ajuar de la abuela —me dice Juan—. Ella las injertó en el peral del patio. Mi padre, en sus tardes de paseo con el rebaño, fue injertando esquejes de ese árbol del patio en perales de monte o perales de almendra, como él solía llamarlos, que crecen a la suya por todos estos lares. Son árboles silvestres, robustos, capaces de aguantar las sequías más duras y los inviernos más crudos. Mira todos estos árboles y todos estos campos. No son mi casa. Son mi familia.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
¿Tienes una suscripción de empresa? Accede aquí para contratar más cuentas.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.
Sobre la firma
