El problema del feminismo con la cocina doméstica
La cocina no es y nunca ha sido opresión. Sí ha sido instrumentalizada con ese fin. Pero saber cocinar es parte orgánica e indivisible de ese cuarto propio, de esa autonomía feminista que reclamaba Virginia Woolf

La cocina es la acción pequeña y sencilla de preparar los ingredientes para ser comidos, una actividad destinada a resolver una de las cuatro necesidades fisiológicas fundamentales para la supervivencia de todo ser humano, que son respirar, comer, beber y moverse. Un ser humano que no es capaz de respirar por sí mismo, comer por sí mismo, beber por sí mismo o moverse por sí mismo, no puede subsistir sin asistencia. La cocina no es un rol de género, sino una habilidad humana básica. Marie Shear escribió en 1986: “El feminismo es la idea radical que sostiene que las mujeres somos personas”. Hoy, casi 40 años después, el feminismo sigue teniendo problemas al abordar la cuestión de la cocina doméstica y a las mujeres aún nos toca defender que somos personas, no asistentas.
El feminismo ha abrazado a menudo el rechazo a la cocina como símbolo supremo de la opresión femenina. Abandonar los fogones se presenta como condición sine qua non de la independencia de la mujer; parte del salir de casa para comerse el mundo. Pero la identificación de la cocina con la opresión femenina es inexacta y envenenada, un error terrible de metonimia, de confusión del continente por el contenido, y el germen original de una falacia de falsa dicotomía, de la presentación de sólo dos posibles soluciones mutuamente excluyentes a un problema que en realidad ofrece muchos más desenlaces posibles. Este es el fango en el que chapoteamos hoy quienes defendemos la cocina doméstica como disciplina útil y moderna para todos.
La cocina no es y nunca ha sido opresión. Sí ha sido instrumentalizada con ese fin. Pero saber cocinar es parte orgánica e indivisible de ese cuarto propio, de esa autonomía feminista que reclamaba Virginia Woolf. La cocina es el espacio y son los conocimientos, los recursos y las herramientas físicas e intelectuales necesarias para hacer una cena, dados unos recursos disponibles, sean pocos o sean muchos. Esa autonomía no es contra nadie ni contra nada, sino a favor de la capacidad humana de solventar la necesidad ineludible de alimentarse, sin etiqueta de género alguna. Cosa de personas. La esclavitud no ha estado nunca en la cocina sino en el veto al acceso a la propiedad privada, al capital, al trabajo, al derecho sobre el propio cuerpo y al libre albedrío de las mujeres, y en la imposibilidad de estas, durante muchísimo tiempo y por todo el mundo, de autodeterminarse y renegociar en términos de igualdad las cláusulas del pacto social de fecundidad que garantiza la supervivencia de la especie entera. Esa fue la esclavitud de buena parte de nuestras abuelas.
En estos últimos tiempos han resurgido los cánticos tradicionalistas que buscan encerrar de nuevo a la mujer en la cocina. Provengan de los pronatalistas, que pregonan las bondades de la familia numerosa (blanca y cristiana, por supuesto); de los paladines tradwife, que loan el poder alquímico del amor conyugal de los años cincuenta, capaz de conjurar a través de un cuerpo de mujer una hogaza de masa madre casera cada mañana para desayunar; o de los que culpan a la mujer del auge del consumo de ultraprocesados, por su dejación de funciones en el hogar.
Esta oleada de conservadurismo no tiene nada que ver con la cocina. No es en pro del resurgir de la comida casera, sino de la vuelta de la mujer a la servidumbre no retribuida. Saber guisar lentejas, hacer estofado o aprovechar la verdura hervida de la cena para hacer la comida del día siguiente son habilidades propias de un adulto funcional, y nos sirven a todos y cada uno de nosotros para expresarnos, para celebrar, para cuidarnos, para amarnos, para arraigarnos, para transformar desconocidos en compañeros, y para no quedar a la merced de que la corporación de turno nos saque del apuro de tener que comer sin saber cocinar, vendiéndonos soluciones en blíster individual con instrucciones de recalentado, al precio que a ella le convenga, dejando por el camino un desierto cultural y una estela de precariedad laboral, acidez de estómago, petróleo quemado y residuos no reciclables.
Gozar de cocinar en casa, para una misma o para compartir, no tiene nada que ver con romantizar la idea de renunciar a perseguir las propias vocaciones y ambiciones para sostener las ajenas, privándose de independencia económica por el camino.
Pensar que esta clase de ideologías no pueden volver y cuajar otra vez, que esta guerra ya la ganaron nuestras abuelas, es una versión corregida y ampliada de aquel “esto no me va a pasar a mí” dicho cuatro años antes de encontrarse una mañana de marzo desayunando vodka con barbitúricos y en la tesitura de tener que elegir entre tragar con el tedio, con la frustración o con la enésima infidelidad para seguir esperándole cada tarde con las manos en la masa, o verse en la calle, compuesta, sin novio, sin currículum y sin un duro. El feminismo es igualdad y la cocina es libertad o no es cocina.
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