Homo Panis, la panadería donde una hogaza tarda más de tres meses en salir del horno
El obrador de Benicàssim (Castellón) hace, a partir de las barras sobrantes, un pan de miso con un característico sabor umami
Entre aquellas noches durmiendo en el obrador, para controlar bien las fermentaciones, y estas semanas, en las que pueden pasar hasta tres tardes en casa, han pasado cinco años. Es el tiempo que Carlos Pallarés y Boglarka Dul llevan regentado Homo Panis, una panadería en el costero municipio de Benicàssim (Castellón) hasta el que algunos restauradores llegan tras recorrer 50 kilómetros para poder ofrecer el producto a sus comensales.
El trabajo de Homo Panis está prácticamente a la vista de todo el que entra en el local, que tiene el cristal como uno de los principales elementos de construcción. Pero no por ello es copiable. La materia prima y la experiencia que vierten en el proceso de elaboración han hecho del establecimiento un lugar al que acudir y no solo entrar por casualidad. Conocen a su clientela: “Están los que necesitan un pan que toleren a nivel digestivo, y que nos derivan en muchos casos los nutricionistas, y quienes tienen un paladar refinado que buscan un pan distinto al que comían”, afirma Pallarés. “No vendemos magia, pero es un producto bueno que sienta bien”, resumen.
La panadería huele a pan, pero también a semillas tostadas y a tomillo y a algarroba o a canela. Los sábados pueden llegar a ofrecer 17 tipos de panes diferentes. En el caso de las hogazas, aguantan perfectamente cinco o seis días en casa. Lo suyo son los formatos grandes. Quizá por eso promueven la cultura del encargo. De esa manera, ningún cliente se encuentra con la decepción de no encontrar el olympic, el ribazos, el de algarroba con almendras, el de espelta, el de semillas o el de trigo sarraceno. De esa forma, además, pueden ajustar mejor la producción a la demanda y sacar adelante su filosofía de cero desperdicios.
En cualquier caso, para lograr ese desperdicio nulo han recurrido a la elaboración de un pan de miso, que solo se vende los sábados. Este se hace con las barras y hogazas que sobran día a día. Se cortan en pequeños pedazos y se cuecen al vapor para que empiece a crecer un hongo, que unido a unas determinadas esporas y al cabo de dos días se convierta en koji (un hongo que se utiliza en toda la cocina japonesa tradicional). Este, mezclado a partes iguales con otros restos de pan pasados por vapor y un porcentaje de sal marina ecológica, se guarda, como mínimo, tres meses. Ese miso dulce, una pasta con un color y olor potentes, es el ingrediente de hogazas llenas de sabor umami.
Pallarés y Dul, a veces, utilizan ese mismo miso en brownies de algarrobas o en otros productos dulces para llenarlos de ese sabor umami que los hace adictivos, pero dado el esfuerzo y el tiempo que requiere su elaboración, generalmente, lo usan solo para las hogazas de cerca de un kilo que venden por menos de seis euros. “Es un pan que se come solo. No hace falta comérselo con nada”, atestiguan.
Carlos Pallarés es de L´Alcora, un municipio industrial cercano a Castellón. Después de pasar por la investigación en ingeniería forestal, cree que esta vocación le llegó, en cierta medida, por su familia paterna. “Pero siempre me ha gustado la gastronomía”, asegura. Boglarka Dul pasó de la dirección y administración de empresas a la gastronomía y, de ahí, a los obradores. Bromea, pero no sin cierta base, que ella lo lleva en la sangre: “Soy húngara, cuna de la fermentación”, explica.
Ambos son conscientes de que en España, la guerra civil fue la que cambió los hábitos respecto al pan. A partir del 36, dicen, hubo que industrializarlos procesos porque había mucha gente a la que dar de comer. “Nosotros hemos vuelto a la artesanía”, defienden, “teniendo en cuenta el lugar en el que nos encontramos y lo que ofrece la terreta”, añaden. De ahí que usen algarroba, almendras, mucho cítrico o las verduras del terreno. También saben que el consumo ha descendido mucho en los últimos años. Buscan fórmulas para reducir los hidratos o el azúcar en los dulces y hacerlos más saludables, pero saben que las tendencias no son las que sostienen el negocio.
Tanto para Pallarés como para Dul, que son pareja, la calidad de sus productos es importantísima, pero igual que lo es su propio bienestar y el de sus empleados. No les fue fácil llegar a personas con el nivel de formación que requerían y que entendieran el producto como lo entienden ellos. Así que han decidido cuidarles. Además de cerrar dos días, solo abren dos tardes “y cuando se le tiene que decir no al encargo de un cliente, porque eso supone que alguien del equipo salga media hora más tarde, se le dice que no”, aseguran. Además, ellos mismos desmitifican la jornada del panadero. “Abrimos a las ocho y media y por la noche, dormimos”, afirman. “La organización y la tecnología permiten fermentar y cocer de manera que se pueda trabajar con horarios más cómodos”, aseguran. “Y no aspiramos a más reconocimiento ni éxito que el tener una clientela duradera, que nuestro pan siga estando bueno, que el cliente esté satisfecho y nosotros también”, sentencian.
Las risas llegan de nuevo al recordar el tiempo que llevan abiertos: cinco años. “Pero seguimos siendo una sorpresa para algunos clientes que preguntan cuándo hemos abierto”, relatan. “Llevamos años diciendo que hace tres meses”, cuentan con cierto jolgorio.
Su pan sabe, según dicen, a pan “con cierto dulzor propio del cereal y la acidez de la masa madre. Es sabroso y hace salivar enseguida”, concluyen. “Es sabor a pan muy puro”, añaden. Lo atestigua el goteo incesante de clientes en la barra de la panadería a horas, quizá intempestivas para un horno. Muchos llegan a recoger encargos. Otros acercan su nariz a las vitrinas y curiosean de puntillas los estantes donde reposan las hogazas hasta llegar a pedir.
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