El amor se da con queso
Para algunos, el mundo del queso se divide entre los tranchetes, el manchego y los que apestan
Mi amor no entiende mucho de quesos. Cuando le conocí, hace ya varios años, el mundo del queso se dividía, según él, en tres grandes categorías: los tranchetes, el manchego y los demás. “Los Demás” no le gustaban. Eran malolientes, blandos, podridos y asquerosos. Demasiado fuertes. No es que los hubiera probado —ni todos, ni unos cuantos— y hubiese llegado a esa conclusión. Su rechazo hacia los “Demás Quesos” era concluyente, pero no resultado de ninguna experiencia previa; y tan firme, que no le hacía falta confirmación empírica que le bendijera el convencimiento. Para él, los quesos, todos ellos, unidos como una sola cosa, apestaban. Y punto. En términos parecidos se referían al queso en mi casa y en todo mi entorno, cuando yo era pequeña. De hecho, me consta que mucha gente vive hoy en día instalada en esa cosmovisión.
Pero para mí, un día con queso es, de forma clara, diáfana y sin fisuras, un día mejor, y he vivido siempre con tres o cuatro tipos de queso bueno en la nevera, listos para elevar cualquier salsa a las alturas, transformarse en cena acompañados de pan tostado, o para funcionar como aperitivo, resopón o golosina, en una escapada furtiva al frigorífico.
Cuando me instalé en casa de mi novio, para emprender la aventura de la convivencia, hoy hace ya unos años, me llevé a mis quesos conmigo. Al verme meterlos en la nevera, me regaló una mueca de asco. “Yo ya amaba los quesos antes de saber que tú existías”, advertí. “He vivido cuarenta años sin ti, pero nunca sin ellos. Tenlo presente antes de soltar lo que sea que estés a punto de decir”. Calló. “¡Toma! ¡Prueba este! ¡Es alucinante!”, le achuché.
Hoy, el panorama ha cambiado ostensiblemente. Él sigue siendo incapaz de recordar ninguno de los nombres ni de las historias con las que le avasallo cuando vuelvo a casa, entusiasmada, después de una de mis escapadas queseras a alguna granja cercana o alguna feria, pero le he dado a probar mil y un tipos de quesos diferentes, y por contacto —o quién sabe si por acción del viejo método de acoso y derribo— ha aprendido a apreciarlos y a encontrar matices y diferencias entre ellos, y ahora resulta que no sólo le encantan, sino que se atreve con todos. Hoy es él quien remata los restos de queso que quedan olvidados, envueltos en papel arrugado, al fondo del cajón de la nevera; aquellos que, aún vivos, evolucionan y cogen tonalidades y texturas sospechosos. Los que apestan con todas las letras. Aquellos cuya comestibilidad sí es debatible.
Hace un par de meses se fue de escapada unos días a Lyon, con amigos. A la vuelta, me trajo de regalo un trozo de queso mal envuelto en papel marrón. Me lo presentó como “queso que compré en un mercado y que una señora me dijo que era muy típico de la zona”. No se le ocurrió preguntar ni su nombre ni su historia, claro. Pero cuando lo desenvolví, lo reconocí. Bello y fuerte, era un viejo amor al que hacía más de quince años que no veía: Beaufort.
A Beaufort le conocí en París, en invierno de 2008, el tiempo que pasé, antes de encontrar casa propia, durmiendo en el sofá de una amiga francesa. Los quince días que moré en su salón, ella y su novio artista los pasaron en discusión constante y sin descanso. Lo suyo no parecía ser una etapa, sino más bien un estilo de vida. Él pasaba las horas en su cuarto en un estado de reposo blando, taciturno e indolente, contra el mundo y en calzoncillos, muy convencido. Ella trabajaba todo el día. Se marchaba por la mañana temprano y volvía a última hora de la tarde. Por la noche, para corresponder a su hospitalidad, yo le esperaba con una botella de vino y un surtido de víveres. Compraba fruta, panes, quesos y patés, y nos echábamos juntas en la alfombra del comedor, a degustar. Ella me contaba cosas acerca de los productos que había traído, y que conocía mejor que yo. Una noche volvió a casa llevando ella un trozo de queso. Era Beaufort. Cuando hice el gesto de ponerlo en una tabla para cortarlo a lonchas me llamó al alto y me paró en seco. Fue a la cocina a por un pelador de verduras y empezó a pasarlo suavemente por la cima de la cuña, para sacar finas láminas del queso. Se las iba colocando en la lengua a medida que lo hacía. Allí se fundían. La imité. Ese día, Beaufort se convirtió en el gran amor de mi vida. Dos días más tarde encontré un apartamento y me fui. Nunca volví a verlo.
Hasta que el otro día mi hombre, bello y fuerte, volvió de Lyon llevando un trozo de queso comprado en la inopia envuelto en un pedazo de papel chusquero bajo el brazo, y me pareció que el universo me recordaba: nunca es demasiado amor para un sólo día, Maria.
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