La tortilla, toda una vida sin cebolla
¿En qué momento nuestra tortilla de patatas (sin cebolla, por supuesto) comienza a denominarse tortilla española?
Nunca he conseguido entender cómo ese modesto bulbo que denominamos cebolla sustenta un debate nacional que crispa a no pocos españoles. ¿Acaso su presencia garantiza que las tortillas de patatas resulten más sabrosas? ¿Con cuántas nos encontramos en bares y chiringuitos que al corte dejan al descubierto masas grasientas mezcladas con cebollas refritas o medio crudas? Poco importa, sus partidarios se aferran al concepto con vehemencia, más allá de sus estrepitosos altibajos en una pintoresca confrontación de opuestos que cobra tintes sectarios. Con o sin cebolla, ¿la eterna controversia?
Vayamos por partes. Nuestra tortilla de patatas no pasa de ser una receta relativamente moderna que cuenta con algo más de 200 años de trayectoria. Entre otras razones, por el hecho de que estos tubérculos que llegaron de Perú y Colombia en el XVI no arraigaron de manera incipiente hasta dos siglos más tarde, justo durante el reinado de Carlos III que incitó su consumo con campañas de siembra para paliar las hambrunas en distintas zonas de España. Lo ratifica el libro del irlandés residente en Madrid, Enrique Doyle quien, en 1785, publicó el Tratado sobre el uso y utilidades de las patatas con el único fin de estimular el hábito hacia un tubérculo que la población desconocía o rechazaba. Bien entendido que las primeras papas andinas se citan en las cuentas del Hospital de la Sangre de Sevilla, el 27 de diciembre de 1573, en cuyas huertas se plantaron al parecer para sustento de los enfermos y alimento del ganado. También es cierto que figuran en el libro Nuevo Arte de Cocina sacado de la Escuela de la experiencia Económica (1745), del franciscano Juan de Altamiras, que conocía las papas, pero desconfiaba de su uso culinario por los gases que generaban.
Por mucho que rebusquemos en recetarios antiguos y alusiones literarias, nunca sabremos quién creó uno de nuestros platos icónicos, receta que se consolidaría entre finales del XVIII y primer tercio del XIX, tal vez en diversos enclaves al mismo tiempo. Es completamente falsa la teoría que adjudica al general Tomás de Zumalacárregui su invención durante la Primera Guerra Carlista (1834-1835). De hecho, el mismo Benito Pérez Galdós, en la Tercera Serie de sus Episodios Nacionales, se refiere a las patatas que despreciaban sus tropas. Eso aparte del libro de José María Iribarren, El Comer, el vestir y la vida de los navarros (Aguilar, 1967), donde se alude a un memorial anterior presentado a las Cortes de Navarra, en 1817, en cuyo texto se afirma que las tortillas se alargaban con pan y patatas para calmar el hambre.
Para desilusión de los adictos a este bulbo, hasta 1940, más o menos, nuestras tortillas de patatas solo se elaboraban con patatas y huevos. De cebolla nada de nada. La paulatina incorporación de las cebollas es bastante posterior a la misteriosa gestación de la receta. Y, otro dato no menos importante, en un porcentaje elevado, las patatas se confitaban en manteca de cerdo en lugar de aceite, grasa animal de uso preponderante en las cocinas españolas. Así lo reseñan numerosos recetarios a partir de mediados del XIX y primer tercio del XX: El Libro de las Familias (Madrid,1865); La Cocina Perfeccionada o el Cocinero Instruido (Barcelona,1867); Diccionario General de Cocina, de Ángel Muro (Madrid,1892); Tratado y recetas de comidas de Vigilia y colaciones (San Sebastián, 1895); La Cocina Española Antigua (1913) de la Condesa de Pardo Bazán; El Amparo, sus Platos Clásicos (Bilbao, 1930) y La Cocina de Nicolasa (San Sebastián 1936), entre otros volúmenes.
Entramos en un tema palpitante. ¿En qué momento nuestra tortilla de patatas (sin cebolla, por supuesto) comienza a denominarse tortilla española? Posiblemente, sea en la Guía del Buen Comer Español (Madrid, 1929) del gastrónomo gaditano Dionisio Pérez, donde figura la primera referencia. Una obra en la que su autor puntualiza la diferencia entre las tortillas españolas y las mal llamadas a la francesa, que ya se conocían en España desde el XVII como tortillas de la Cartuja. Otro dato concluyente de aquella época lo aporta la tortilla de cebollas de Pardo Bazán en La Cocina Española Moderna (1913) que no era otra cosa que cebollas fritas en manteca con pan desmigado y huevos. Ningún vínculo entre patatas y cebolla a principios del siglo XX.
Cebollas al margen, la pregunta es inevitable. ¿Cómo es posible que con tan solo tres ingredientes —patatas, huevos y aceite— 10 cocineros distintos, por decir un número arbitrario, elaboren recetas tan diferentes? ¿Qué factores condicionan los resultados? A las tortillas españolas les afectan el tipo y calidad de las patatas, la manera de cortarlas y limpiarlas, los tiempos de confitado o fritura, el tipo de aceite o grasa empleada y las temperaturas a las que se cocinan. No digamos los huevos y la forma en que se tratan, incluido su grado de frescura, la proporción entre clara y yema, la forma en que se baten y el equilibrio entre patatas y huevos. ¿Y la sal? ¿Se ha de añadir a los huevos batidos o una vez mezclados con las patatas? Tampoco hay que olvidar la sartén, otro factor concluyente. Son tan numerosas las variantes que la receta de nuestra tortilla de patatas merecería entrar, al menos de refilón, en las teorías filosóficas del Arte Combinatorio, del profesor Godfred Leibniz.
Confieso que me gustan las tortillas sin cebolla y también a veces con este bulbo a condición de que se hayan elaborado con huevos frescos camperos, nunca pasteurizados, y que resulten jugosas, nunca requemadas. Disfruto con todas las tortillas buenas, que no abundan tanto como desearíamos.
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