Señor crítico: póngase las gafas de ver de cerca
Los cocineros talentosos de este país, que son muchos y valientes, están a otra cosa, y abogan por otra definición de éxito que no se corresponde con la de hace 20 años
Rafael García Santos siempre ha sido un provocador. Lo que leímos en su última entrevista no es nada nuevo, y quizás aquí esté el quid de la cuestión: el crítico sigue siendo el mismo de siempre, pero el mundo se ha movido. Hace 20 años, cuando él sentaba cátedra temblaba la tierra. Hoy, sus declaraciones tienen una musicalidad que recuerda a la de “hijo, antes todo esto era campo”.
El que tuvo, retuvo, y no estoy aquí para discutir el calado ni la importancia que tuvieron figuras como la suya en el devenir de la última revolución gastronómica. Su vasto bagaje y lo que en su día como crítico representó siguen inspirando hoy profundo respeto, pero quizá sí podamos decir sin miedo que su tiempo terminó.
Algunas de sus puñaladas, aunque expresadas de forma tosca, son certeras, pero van dirigidas a un animal que ya está moribundo. El sistema que critica, con sus congresos mediáticos, con sus chefs multiestrellados en la cresta de la ola levitando a dos palmos del suelo, con sus hordas de trabajadores mal pagados inmolándose por amor al arte y por fe en una causa gastronómica superior, hace tiempo que dejó no ya de ser sostenible, porque nunca lo fue, sino de sostenerse. Su apología de la jornada laboral de 16 horas diarias hace eco en una sala vacía empapelada de ofertas de trabajo sin respuesta. Claro que los chefs no están en sus restaurantes; de algún sitio tiene que salir el dinero para mantenerlos abiertos: no hay cliente para tanto menú degustación a más de 200 euros el cubierto. Y claro que quien mucho asesora poco aprieta y que el talento, por grande que sea, repartido entre decenas de restaurantes dispersos por todo el mundo, termina desleído como Bilbo Bolsón, como mantequilla untada sobre demasiado pan. Todo esto ya lo sabemos.
Es natural que el fin de una revolución, para aquellos que la vivieron como protagonistas desde su cara más brillante, sea motivo de tristeza o nostalgia, pero ningún organismo ni sistema puede vivir en estado de revolución permanente, eso no es ni sano, ni deseable, ni posible y, en cualquier caso, hoy, hacer otra revolución o mantener el fuego de la anterior vivo no parece ser del interés de nadie. Y no pasa nada. Los cocineros talentosos de este país, que son muchos y valientes, están a otra cosa, y abogan por otra definición de éxito que no se corresponde con la de hace 20 años. Quizá quieran tener vida más allá del trabajo. Quizá prefieran tener empresas saneadas y con estructuras de costes más asumibles y manejables. Quizá prefieran iluminar durante el doble de tiempo aunque sea con la mitad de intensidad. Y esto no es ningún drama, sino el nacimiento de un nuevo paradigma, que aún no sabemos cómo será, pero que también puede ser excitante.
Como me dijo hace tiempo Pau Gascó, buen amigo y reputado cocinero, creatividad es solucionar problemas. Hoy, la creatividad de los chefs está en conseguir la cuadratura del círculo en un contexto de inflación desbocada, falta de personal, pérdida de poder adquisitivo de los clientes y toma de consciencia de sostenibilidad climática y humana. En medio de esta vorágine, quizás la revolución gastronómica que viene no es la de la sacudida violenta sino la del conseguir mantener las posiciones y, si acaso, alzarse titilando y con un fulgor transparente en un dar de comer rico, coherente, amable y con una regularidad sostenida en el tiempo. Quizá no es tiempo de hablar de arte con gesticulación grandilocuente sino de apreciar el valor de la artesanía ejecutada con mimo y oficio.
Me aventuro a suponer que las cuatro sonoras omisiones muy concretas a la pregunta de si hay algún cocinero que le emocione, a la cual responde con un “no” sin paliativos, no habrán provocado más que una torcedura de gesto y un suspiro entre los sospechosos habituales afectados. García Santos, como cualquier gato viejo, tiene filias, fobias y viejas rencillas conocidas por todos. Más preocupante es su negación a que del presente pueda surgir algo interesante, incluyendo las escuelas de hostelería.
Es aquí donde toca pararse y recomendar a García Santos una revisión de las gafas de ver de cerca y una visita al fisioterapeuta. Para ver hay que levantar la vista, y hay que estar dispuesto a ver. Si a nivel planetario pasamos de la revolución bulliniana directamente al McDonald’s es que tenemos un problema serio a la hora de percibir todo lo que hierve en el mar que baña esos dos extremos, y se me ocurren unos cuantos nombres propios, y unas cuantas decenas de miles de profesionales anónimos que trabajan a pico y pala, que podrían fácilmente tomarse esa afirmación como una falta de respeto.
Con los beneficios que obtiene de sus inversiones en Bolsa, el crítico alimenta una cruzada filantrópica para devolverle a la sociedad lo que esta le ha dado fomentando lo que él llama “La Revolución de la Tortilla de Patatas”. Entiendo pues que como experto en mercados bursátiles, estará ya familiarizado con ese viejo mantra de “rentabilidades pasadas no garantizan rentabilidades futuras”. Haber sabido leer el pasado no implica ser capaz de descifrar el presente. La llave es buena, pero han cambiado la cerradura.
Como diría Walter Sobchak, el personaje que interpreta John Goodman en El gran Lebowsky, García Santos, está usted fuera de su elemento.
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