Durian, la fruta prohibida en algunos hoteles que se come con una pinza en la nariz
En muchos hoteles tailandeses no está permitido introducirla en las habitaciones por su fuerte olor y hay taxistas del mismo país que, además de prohibir transportar armas o fumar, vetan que se lleve en sus vehículos
Darwin lo hubiera probado. Cuentan que, en su travesía a bordo del ‘Beagle’, Charles Darwin echaba en la cazuela todo animal exótico que encontraba. Óscar López-Fonseca nos propone recorrer los fogones del mundo con experiencias culinarias que, seguro, el padre de la teoría de la evolución se hubiera aventurado a probar probado en aquel viaje.
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La gastronomía tailandesa es variada y sabrosa, plena de sabores e ingredientes poco habituales en nuestros fogones. Si, además, uno se considera un apasionado de la fruta, este país del sudeste asiático se convierte en un auténtico paraíso culinario. Hay tantas y tan diferentes a las que se pueden encontrar en los comercios españoles, que uno nunca sabe por cuál empezar. Están el rambután, el mangostán, los racimos de pequeños longan u ojo de dragón, el enorme jackfruit o yaca y un largo etcétera a la venta en los mercadillos de pueblos y ciudades o en los puestos que salpican los arcenes de las carreteras. Sin embargo, si hay una cuya cata puede convertirse en una inolvidable experiencia gastronómica, esa es, sin duda, el durian, muy apreciado también en otros países de la zona como Singapur y Malasia, donde se le considera “el rey de la fruta”.
El sabor, textura y, sobre todo, olor de esta fruta no dejan indiferente a nadie. Hay auténticos apasionados y acérrimos detractores. Es habitual en los hoteles tailandeses encontrarse carteles que recuerdan a sus clientes que está prohibido introducir durian en las habitaciones y, por supuesto, no lo incluyen en las cartas de sus restaurantes. También hay compañías de coches de alquiler y taxistas que, junto a carteles que prohíben transportar armas, practicar el sexo en sus asientos o, simplemente, fumar, incluyen la peculiar silueta de esta fruta dentro de un círculo rojo cruzado por una banda del mismo color. El motivo no es otro que lo que algunos se empeñan en definir como “olor característico” y otros, simplemente, “pestilencia” o “hedor”.
De gran tamaño —puede pesar tres kilos— y de un aspecto casi fiero por su cáscara dura y llena de púas que aconseja usar un guante para manipularla, se abre a machetazos para llegar a su pulpa. Esta aparece repartida en grandes gajos cuyo color va del amarillo pálido al naranja según la variedad y que muestran una cremosidad parecida a la de un aguacate muy maduro. Los expertos aseguran que el mejor momento para degustarlo es entre abril y agosto, meses en los que es habitual encontrar puestos callejeros en Tailandia donde los gajos se venden en bandeja, listo para comer. Para conocer el origen del fuerte olor que despide, la Sociedad Química Americana realizó, en 2012, un estudio en el que detectó hasta 44 compuestos volátiles altamente olorosos. Entre ellos estaban los que acompañan, por ejemplo, al caramelo, la miel, el azufre, un repollo podrido, un huevo en mal estado o la cebolla asada.
Sin embargo, para describir el olor es mejor remitirse a las palabras de personas que han vivido esta peculiar experiencia olfativa. Así, el escritor gastronómico Richard Sterling, autor, entre otros, del libro Gourmets todoterreno, lo describió como una mezcla de “aguarrás y cebollas, aderezado con un calcetín de gimnasia. Se puede oler a metros de distancia”, añadió. Si aún quedan dudas, el chef y comunicador estadounidense Anthony Bourdain definió el aroma que despide esta fruta como “indescriptible, algo que amarás o despreciarás... Tu aliento olerá como si hubieras estado besando a la francesa a tu abuela muerta”. En mi caso, seré más comedido: huele como un queso fuerte en mal estado.
Superado el primer impacto olfativo —reconozco que la nariz se puede acostumbrar rápido a él—, toca probarlo. En muchos países de Asia se come fresco, a veces acompañado de arroz dulce y ralladura de coco, pero también se utiliza para cocinar platos dulces y salados (como sopas o salsas para pescado). Además, se puede desecar y en otras ocasiones se opta por conservarlo en almíbar. Incluso se venden helados con su sabor. ¿Pero cuál es este? Dependiendo de la variedad, es más o menos dulce. No obstante, se acerca a una mezcla de queso con toques dulzones y, a veces, amargos, imposible de comparar con ningún otro alimento.
El naturalista británico Alfred Russel Wallace hizo en el siglo XIX, en su libro El archipiélago malayo, una descripción entusiasta de la experiencia gustativa de comer durian: “Su consistencia y sabor son indescriptibles. Una cremosidad con mucho sabor a almendras da la mejor idea general, pero hay bocanadas ocasionales que recuerdan el queso crema, la salsa de cebolla, el vino de jerez y otros platos incongruentes […]. No es ni ácido ni dulce ni jugoso; sin embargo, no necesita ninguna de estas cualidades, porque en sí mismo es perfecto. No produce náuseas ni ningún otro efecto negativo, y cuanto más se come menos se siente inclinado a parar. De hecho, comer durian es una nueva sensación que vale la pena experimentar en un viaje a Oriente”. Con esta descripción, quién puede resistirse a probarlo aunque sea con una pinza en la nariz.
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