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A GUSTO
Columna
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Contra los jetas, reserva previa con tarjeta

De los cerca de 83.900 restaurantes y puestos de comidas que había en España a fecha de 1 de enero de 2022, solo una minoría dispone de políticas de cobro por adelantado o cancelación con costes

Restaurante Gastro
FERNANDO HERNÁNDEZ / Getty
Maria Nicolau

El pasado miércoles bajé a Barcelona para ir al teatro con un grupo de amigos, y vivimos una experiencia horrible. Teníamos compradas tres entradas, porque uno de nosotros no pudo confirmar que vendría hasta última hora, por esas cosas de la vida que nos pueden pasar a todos, pero al final, qué alegría, pudimos ir los cuatro. Nos dirigimos al señor con sombrerito, barba bien recortada y facilidad para soltar agudezas decimonónicas que controlaba el acceso a la sala, de pie, junto al pivote que sujetaba el cordón de terciopelo rojo. Le mostré las tres entradas y, figúrense, no nos dejó entrar a todos. Que con tres butacas reservadas solo podían entrar tres personas, dijo. ¡Que estaba todo reservado y que no podían arrejuntar las butacas para que cupiera uno más, y que si queríamos estar juntos volviéramos, pagando de nuevo, a otra sesión otro día! ¡Qué barbaridad!

El grupo quedó consternado. Del estupor inicial pasamos a la indignación y al enfado, dijimos cuatro cosas bien dichas y pusimos un par de puntos sobre un par de íes, pero terminamos, resignados, en un taxi; uno buscando en el smartphone algo abierto y decente donde ir a comer algo; otro, encargándose de dejar constancia del ultraje en las redes sociales del teatro en cuestión. Yo, la mirada desenfocada, perdida en la noche de la ciudad condal a través de los cristales del auto, noté cómo, de repente, un velo se deshacía en mi interior y una nueva claridad se apoderaba de mi mente, despertándome de mi ensimismamiento: ¡esto no sólo ocurre en el teatro, chicos!, grité. ¡El mundo civilizado se desmorona!

Escenas de otros lugares y otros momentos se agolparon en mi mente, como flashes, con un brillo distinto al que habían tenido hasta entonces, dibujando una nueva realidad: vi como un par de semanas antes había tenido que pagar por adelantado billetes de avión de ida y vuelta a una feria del libro en Cantabria, sin saber si ese día tendría gripe. Vi como había tenido que dar los detalles de mi tarjeta de crédito al reservar una habitación de hotel para esa estancia, aun sin estar segura de que realmente fuese a dormir allí esa noche, teniendo el festival BBK a un tiro de piedra por esas mismas fechas. ¡Es más! Ahora recordaba no haber podido acceder al recinto del festival bilbaíno sin abono por no haberlo podido reservar sin pagar. ¿Cómo se supone que una puede saber, a tres meses vista, si esa noche de julio se le va a antojar más el BBK de Bilbao, el Cruïlla de Barcelona o el Mad Cool de Madrid?

De golpe, recordé todas las veces que había comprado entradas para el cine o para espectáculos infantiles, conciertos, monólogos... por anticipado. Me vi a mí misma, incluso, dándole permiso al surtidor de gasolina para comprobar que realmente hubiera en mi cuenta el saldo de 20 euros que tenía intención de meter en el tanque del Ibiza, esa misma tarde, antes de efectivamente verterlos; o pagar por una fruslería en eBay o en Amazon cualquiera que fuese su precio, mil veces, días antes de haberla recibido en casa, y sin saber si se ajustaría a mis expectativas.

Me di cuenta, en esa suerte de epifanía, de que el último reducto de libertad total, de respeto por la espontaneidad, ¡de sentido común!, estaba en los restaurantes. El de la restauración era el único ámbito en el que una aún podía reservar para cuatro y esperar atención para seis u ocho, o bloquear una mesa para comer, de modo que nadie más pudiese ocuparla, para luego no hacer acto de presencia, sin sufrir ningún tipo de contrapartida; en un restaurante, eludir una cita no había tenido nunca consecuencias de ningún tipo, como tampoco las había tenido fijar una hora concreta para esa cita y presentarse una hora tarde: en ellos, a diferencia de la consulta del dentista o de la notaría, una siempre había tenido derecho a exigir el mismo tipo de atención que si hubiese sido puntual.

Los grandes restaurantes nacieron como respuesta a la necesidad de los chefs de la aristocracia de buscarse la vida en Francia después de que la guillotina les dejase sin patrones. Y aquí estamos, 234 años después, comportándonos como reinonas dramáticas, exigiendo al gremio una forma de trato cercana a la sumisión y a la pleitesía que no se da en ningún otro sector de actividad. Lo que pasa en el sector de la restauración, esto de no tener que dar ningún tipo de adelanto ni garantía financiera al reservar un servicio, es una anomalía, una excepción. ¿Alguno se atrevería a defender el derecho a encargar tres trajes a medida a tres sastres distintos, o tres muebles distintos a tres ebanistas, sin dar ninguna paga y señal, y, una vez hechos, decidir con cuál quedarse y dejar los otros dos sin pagar? Se parece mucho a lo de reservar en tres restaurantes a la vez y a última hora decidir a cuál se va. Si esto no hubiese pasado nunca, no estaríamos teniendo esta conversación.

Y, no. No se preocupen. Esto no va de coartar su derecho a ser espontáneos, ni de limitar su libertad de cambiar de opinión o de ponerse enfermos. Esto va de entender que un restaurante es una empresa que necesita ser viable financieramente para seguir existiendo. De eso, y de cumplir uno mismo con los compromisos que asume libremente. De los cerca de 83.900 restaurantes y puestos de comidas que había en España a fecha de 1 de enero de 2022, solo una minoría dispone de políticas de cobro por adelantado o cancelación con costes, y estos suelen tener alguna estrella Michelin o un precio medio por el cubierto por encima de los 70 euros.

Si no les parece razonable que les pidan asumir un compromiso que se limita a pagar una parte de lo que prometen consumir más tarde, vayan a cualquiera de los otros miles restantes. Pero es solo una cuestión de tiempo que lo que hoy sorprende e indigna a muchos acabe siendo lo habitual.


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Sobre la firma

Maria Nicolau
Es cocinera de oficio y por vocación. Durante más de veinticinco años ha trabajado en restaurantes de España y Francia. Autora del libro ‘Cocina o Barbarie’, prologado por Joan Roca en catalán y Dabiz Muñoz en castellano. Actualmente vive en Vilanova de Sau, Osona, donde ha conducido el restaurante de cocina catalana El Ferrer de Tall.

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