El arte del bordado fotográfico o cómo transformar el pasado reciente con aguja e hilo
Esta técnica, que consiste en intervenir instantáneas haciendo uso de los puntos tradicionales de la costura, vive un repunte de interés tras el confinamiento, especialmente entre mujeres que vuelven a una tradición asociada a la domesticidad para reinventarla
Sobre la mesa de trabajo de Garbiñe Muñoz (San Sebastián, 38 años), más conocida por su nombre artístico Garbi Galatea, hay agujas, tijeras, punzones e hilos de todos los colores. También cientos de fotografías, trocitos de vidas ajenas o de la suya propia que, de manera consciente o puramente fortuita, han acabado en sus manos. Y, en sus manos, una aguja. Escoge una de las fotografías sobre la mesa: la instantánea de una pareja desconocida, un hombre y una mujer, en blanco y negro, que, a juzgar por sus ropas y peinados, datará de la década de los sesenta. Acto seguido comienza a coser, meticulosamente, la cara del hombre: “Me parece importante revivir los recuerdos, pero también es importante que los malos recuerdos puedan ser tapados, creo que el proceso tiene algo de sanador”.
Garbi Galatea utiliza la técnica del bordado fotográfico como el cirujano utiliza los hilos para cerrar una herida. En su proyecto, Bordado borrado, tapa con hilos de tonalidades pastel, tradicionalmente femeninas, las caras de los hombres que en algún momento han invadido o agredido a una mujer. Es un proyecto personal, pero también colectivo: “Las mujeres me cuentan su testimonio y yo busco en mi archivo de fotografías hasta dar con una foto que se asemeje a aquella situación. Por ejemplo, si una chica vivió una invasión por parte de su padre, yo intento encontrar una foto de un padre y una hija, con la misma edad que tenía ella en aquel momento, y entonces le tapo, le borro, le elimino”.
La artista se topó con el bordado fotográfico de casualidad, después de haberse interesado años antes por la costura y haber aprendido la técnica de bordado tradicional: “Sin embargo, la tela en blanco me ponía nerviosa, porque no sabía cómo interpretarla”, reconoce a este diario. En casa de sus abuelos apenas había estampas familiares debido a la falta de recursos, que es casi lo mismo que decir que faltaban recuerdos. Hace 10 años, empezó a rebuscar y coleccionar fotografías de otras personas, encontradas en ventas de segunda mano o compradas por lotes en internet, para suplir la ausencia de su propio álbum familiar. Más adelante, uniendo sus dos intereses, comenzó a intervenir su amplio archivo fotográfico mediante el bordado.
“Yo siempre digo que esta técnica es como hacer Photoshop de una forma manual y artística”, explica a EL PAÍS Lorena Olmedo, artista plástica especializada en bordado sobre fotografía y textil y que, como Garbi, imparte talleres para iniciarse en el mundo del bordado fotográfico. Una técnica, un arte e incluso una forma de terapia poco convencional que, al igual que otras actividades relacionadas con la artesanía como el ganchillo o la alfarería, ha vivido un repunte de interés durante y, especialmente, tras el confinamiento, bien sea para canalizar la expresión artística, para estimular la imaginación, para liberarnos del estrés diario o para desconectar del ruidoso mundo que nos rodea.
Olmedo reconoce que durante la pandemia “no paró”: “Estos espacios se han vuelto cada vez más necesarios; las personas buscan reunirse, charlar, compartir, conectar y crear lazos. La gente pasa mucho tiempo sola, trabaja muchas horas y las ciudades son enormes y vienen aquí, se ponen a bordar, y se olvidan de sus problemas durante dos horas. Al final, es como hacer terapia, porque el bordado es un ejercicio muy terapéutico”.
Las dos artistas coinciden en que a sus talleres en Madrid acuden principalmente mujeres y pocos hombres. Es natural: el bordado ha sido un territorio tradicionalmente femenino. Ya en la Odisea, Penélope se libraba de escoger entre su larga lista de pretendientes instalados en su palacio alegando que, antes de decantarse por cualquiera de ellos, debía terminar de tejer un sudario para el rey Laertes, padre de su marido Odiseo. Cada día, Penélope cosía y cada noche, deshacía todo el trabajo del día anterior. Era tan lógico que una mujer se dedicase a aquellas labores que, durante años, no levantó sospecha, hasta que una criada la delató. “Conocer la historia del bordado es conocer la historia de las mujeres”, escribió en 1984 Rozsika Parker, historiadora del arte feminista, en un ensayo titulado The Subversive Stitch: Embroidery and the Making of the Feminine (La puntada subversiva: el bordado y la construcción de lo femenino).
“Antiguamente, el bordado fue una actividad impuesta para las mujeres”, explica Garbi Galatea, “una forma de mantenerlas ocupadas, generalmente aisladas, y concentradas en la misma tarea durante horas y horas. Bordar era una forma de encerrarlas en casa, de alejarlas del mundo exterior”. Sin embargo, este también dejaba espacio para la evasión y la creatividad y, con el paso de tiempo, las mujeres comenzaron a reunirse para bordar colectivamente, creando, sin saberlo, lo que hoy denominaríamos espacios seguros.
Más adelante, a principios del siglo XX, las sufragistas inglesas bordarían la consigna “Hechos, no palabras” en algunos de sus objetos predilectos, como los parasoles o pañuelos, antaño símbolos de delicadeza y feminidad, para exigir el derecho al voto. Tenía sentido: en las escuelas británicas se instruía a las niñas en labores textiles para educarlas en la domesticidad, de modo que cuando se juntaron a hablar de sus derechos había algo que todas sabían hacer, así que confeccionaron con sus propias manos sus herramientas de protesta: carteles, pancartas, bandas y pañuelos con consignas como “atrévete a ser libre” o “reclama con coraje” bordados encima. En la década de los sesenta y los setenta, la segunda ola del feminismo tomó como ejemplo a las pioneras y también tomaron sus agujas para dignificar, por un lado, el trabajo doméstico e invisible y, por otro, para denunciar la opresión del sistema.
Ya en el nuevo milenio, la escritora, socióloga y experta tejedora Betty Greer popularizó el término craftivismo, un movimiento que une la artesanía (craft, en inglés) con el activismo. En los últimos tiempos, el bordado ha vivido un subversivo renacer: no es casualidad que en la Marcha de las Mujeres de Washington de 2017 en protesta por la llegada del presidente Donald Trump al poder, las mujeres utilizasen como símbolo unos gorritos rosas tejidos por ellas mismas.
La técnica puede ser otra, pero la intención de visibilizar e incluso resaltar aquello que antaño no veíamos o a lo que no prestábamos atención mediante la intervención del hilo y la aguja es la esencia del bordado fotográfico. “Hace poco recibí un encargo precioso: unos amigos quisieron tener un detalle con una querida amiga, que acababa de superar un cáncer de mama”, cuenta Lorena Olmedo, “era una fotografía en blanco y negro de la propia mujer, donde salía sujetándose un pecho. Y, de ahí, hice brotar unas mimosas. La pieza se tituló Florecer y mostraba cómo brotaba la vida, y la fuerza, de su propio cuerpo”. A Olmedo, las mujeres le atrapan más: “Busco observarlas bajo una nueva mirada, recomponerlas, redescubrirlas”. A Garbi Galatea le sucede lo mismo: “Me gusta pensar que, a través de esta técnica, podemos coger a nuestras abuelas, madres o tías que aparecen en las fotografías y darles una nueva vida. También bordarnos a nosotras mismas para no olvidar quiénes somos”.
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