Postales de la M-30: viaje por carretera al corazón de Madrid
La primera autovía de circunvalación de España cumple medio siglo como el trazado que define los contornos de la almendra central de la capital. Esta es una colección de estampas que suceden en sus márgenes
11 de noviembre de 1974, media tarde. El último presidente del Gobierno del franquismo, Carlos Arias Navarro, corta una cinta rojigualda junto al puente de Segovia de Madrid. Inauguraba así los tramos este y oeste de la M-30, la primera autovía de circunvalación de España, que no se terminaría hasta dos décadas después. “Es la gran obra de nuestra generación”, afirmó eufórico Arias Navarro aquel día, contemplando el proyecto con el que había soñado el que fuera alcalde de la capital entre 1965 y 1973. Medio siglo después, la M-30 se erige como una infraestructura estratégica que transitan 33 millones de vehículos al mes, casi el equivalente al parque móvil de todo el país. Una vía con más de 30 kilómetros, clave en la movilidad, que secciona la ciudad con precisión quirúrgica.
La paradoja de la M-30 es que conecta el centro con la periferia más inmediata a una velocidad de vértigo y a la vez desgarra el tejido urbano. Su perímetro define la almendra central de la capital, y genera un efecto frontera en los indicadores económicos y de calidad de vida que pueden observarse en las series estadísticas a partir de los años ochenta. Desde el precio del suelo y la antigüedad de las edificaciones hasta la renta media y la esperanza de vida, todo depende del código postal. Al tiempo, este trazado encierra una formidable metáfora del poder político y financiero que late en la capital. El corazón de Madrid tiene en la M-30 sus arterias coronarias, conductos esenciales para la vida que la irrigan y envuelven de extremo a extremo.
Para descifrar este paisaje, el escritor Antonio Gómez Rufo trae a la memoria la denominación popular de los Madriles. En su opinión, esta demuestra que la villa y corte “nunca fue una única ciudad, sino una suma de barrios y pueblos” atravesados después por indisimulados costurones. El despliegue de grandes autopistas urbanas terminó de proyectarse en los setenta entre protestas por los enormes viaductos de hormigón que irrumpían en ciudades de todo el mundo. Unas fronteras físicas —y psicológicas— que se han ido soterrando por tramos en Boston, Tokio y Madrid con desiguales resultados. Aunque queda mucho por hacer, la M-30 cuenta ahora con una red de túneles de 10 kilómetros, la más extensa de Europa. Este es un viaje por las arterias coronarias de Madrid con cinco paradas. Una colección de postales que buscan capturar fragmentos de vida en los arcenes.
Esther García Llovet: “Cierra los ojos y escucha, parece que estás en el mar”
La escritora Esther García Llovet (Málaga, 60 años) ha inventado una ciudad a su medida. Un Madrid limítrofe, habitado por perdedores en busca de una última oportunidad. La poesía que atraviesa su narrativa no se explica sin la M-30, que retrata con una luz bella y extraña, como esa que ahora la deslumbra. “He querido que en mis libros la circunvalación sea un personaje más”, explica arrugando los ojos sobre uno de los puentes del tramo norte. Por decisión propia, siempre ha vivido cerca de este trazado que circuye la ciudad, lo que denomina “el foso de Madrid”, quizá porque el rugir del tráfico tiene en ella efectos relajantes. “Cierra los ojos y escucha, parece que estás en el mar”, propone.
La autora de Sánchez (2019) y Gordo de feria (2021), ambas editadas por Anagrama, no conduce, sus piernas están acostumbradas a largos paseos por Madrid. Al igual que los situacionistas franceses, que acuñaron el término dérive, la escritora se entrega al caminar sin rumbo fijo como una práctica de resistencia estética. “He bordeado la M-30 varias veces a pie, es un experimento fascinante. Sorprende que uno encuentra condones, latas y papel higiénico en los alrededores. Restos de vida, pero nunca vida en sí. Parece que quienes la frecuentan se marchan instantes antes de que llegue yo. Lo que pasa en la M-30 se quedan en la M-30″, ironiza García Llovet, que cautivó al jurado del Premio Herralde con Cómo dejar de escribir (2017). Aquella iba a ser su última novela, pero finalmente terminó abriéndole las puertas de Anagrama.
Esta mañana otoñal, la novelista sugiere un paseo histórico siguiendo el curso del Canal Bajo de Madrid. El fotógrafo galés Charles Clifford, pionero del colodión húmedo, capturó en el siglo XIX la fastuosa construcción de este conducto que desciende desde la sierra norte y penetra como una puntada bajo la M-30 a su paso por la avenida de la Ilustración. A ambos lados de la vía pueden encontrarse mojones que marcan el recorrido del agua. “En los márgenes de la circunvalación emerge de repente la historia de Madrid”, asegura García Llovet, señalando estas piedras. “Vine mucho a pasear por esta zona en el confinamiento y, después, durante el temporal Filomena. Ver la M-30 sin coches fue un trauma gordísimo, como si hubiera llegado el fin del mundo”, rememora.
La avenida de la Ilustración es el último eslabón de la M-30. Se trata de un tramo con velocidad reducida por su cercanía a las viviendas y el único jalonado por semáforos. Las obras se consumaron con la monumental Puerta de la Ilustración (1990) del escultor Andreu Alfaro, un arco del triunfo posmoderno que sirvió también para glorificar al entonces alcalde de Madrid Agustín Rodríguez Sahagún. Recientemente, el Ayuntamiento ha plantado nuevos árboles y ensanchado las aceras de esta gran avenida. Unas mejoras tan solo superficiales para quienes demandan soterrar la autovía por completo. “Al centro histórico de la ciudad le pesa el culo de la historia”, sentencia García Llovet al contemplar el paisaje. “Este es el Madrid que se reinventa cada día y nosotros con él. Eso me gusta y me atrae de la M-30, la libertad de sentir que estamos solo de paso, que podemos ser otros”.
Formada en Psicología Clínica y Dirección de Cine, la autora cambió de rumbo cuando empezó a escribir frisando los 40 años. Desde entonces se ha consagrado como una potente narradora de novela negra en español. Sus frases breves y precisas son la munición de una prosa acompasada. “Mira, los mojones del canal siguen por ahí”, avisa señalando al otro lado de la avenida, donde los edificios de viviendas son más altos, nuevos y refulgen al sol. “La literatura de extrarradio siempre ha existido, pero la cultura va al tópico y por eso normalmente no ha reparado en entornos como este. Yo lo comparo con el suburbia estadounidense. ¿Qué otro sitio de Madrid tiene esta amplitud? Tendrías que irte fuera, a Pozuelo o Las Rozas”, asevera la escritora con un punto provocador.
García Llovet ha visto nacer la M-30. Llegó procedente de su Málaga natal cuando las primeras grúas comenzaban a excavar el lecho de la circunvalación y Madrid era el germen del desarrollismo nacional. La ciudad dejaba de ser solo un centro administrativo para orientarse a los servicios y acumular un capital que ya no solo se concentraba en los barrios de Neguri (Guetxo, Bizkaia) o Sarrià (Barcelona). “No tengo nada en contra del centro, pero me resulta mucho más estimulante lo que sucede en los márgenes”, cuenta sobre sus paseos, durante los cuales nunca utiliza auriculares. “El paisaje sonoro de Madrid merece atención. Las conversaciones de bar, en el autobús, el ruido de los coches...”, enumera. Los mojones del Canal Bajo, que fluye hasta el barrio de Chamberí, desaparecen en un cierto punto y la escritora da por finalizado el paseo. Una deriva urbana a la que han llegado los ecos de su mar imaginado.
El colchón que Mariano heredó bajo el puente
Conoció a Pablo huyendo de la lluvia y esa noche cenaron juntos. Le dio unas rebanadas de pan con mortadela, un batido de vainilla, una chocolatina, y le dejó dormir a unos metros de él, debajo del puente, ni muy cerca ni muy lejos. Mariano Lonescu (40 años) no sabe bien dónde está. Hace señales, se expresa con calma en un impreciso español con el que explica orgulloso de dónde viene. Para Lonescu solo hay dos lugares en el mundo: el que tiene delante y el que tiene detrás. Delante, a los pies de su casa, de su colchón, de su mesita de noche llena de envoltorios vacíos de comida, está la carretera: la M-30 a su paso por el distrito de Hortaleza. Detrás, como él dice, está la vida en la calle.
Aquel amigo al que llama Pablo era el dueño de este enclave, franqueado por la circunvalación y una urbanización de chalets con piscina y pista de tenis cuyo precio supera el millón de euros. Pablo se marchó hace unos meses cuando encontró un piso asequible en San Lorenzo del Escorial. Lonescu, que hasta ese día había dormido sobre cartones, heredó el colchón de su colega y tomó prestada esta propiedad. “Aquí uno viene a descansar. Vivir no se puede”, declara. Nacido en Bucarest (Rumania) en 1984, llegó a España siendo un adolescente para encontrarse con un familiar que vivía en Granada. Estudió educación secundaria y, a partir de ese momento, su biografía es un misterio. Hace mención a un viejo amor, Loren, una americana que cursaba Derecho con la que compartió piso en el barrio del Albaicín (Granada).
“Era perfecta”, recuerda mientras enreda sus dedos en el cable de unos auriculares. Aquello terminó, él se mudó a Madrid en busca de un trabajo en la construcción y, tras ocho años en el sector, perdió el empleo y se quedó en la calle. Lonescu es un hombre profundamente preocupado por el qué dirán. Sobrevive vendiendo algo de chatarra, a veces también papel y cartón; pero, sobre todo, se financia con las limosnas y ayudas de personas que conoce. Un felpudo que encontró en un contenedor da la bienvenida a su morada bajo el puente. Lo coloca en un lado del techado, por donde de vez en cuando aparece algún viandante despistado. “Yo por mí mismo no traigo a nadie. Esto no es una fiesta”, lamenta. Por la mañana barre su parcela, que se llena del polvo, arena y hollín que escupe la autovía. Por las tardes se esfuerza en dejar limpio también el arcén de la carretera, que frecuentan los operarios del Ayuntamiento.
“No quiero que nadie hable mal de mí. Que nadie piense que puedo estar perjudicando”, sostiene refiriéndose a sus vecinos, otras personas sinhogar que se instalan entre los matorrales de su alrededor y con quienes de vez en cuando tiene conflictos. La mejor estación del año para vivir junto a la carretera, según Lonescu, es el verano. La ciudad está vacía por esas fechas, y disminuye la densidad de los atascos, lo que facilita su vida a la intemperie. Durante el resto del año, el tráfico le desvela a partir de las cinco de la mañana, y no cesa de molestarle hasta las 11. Él, que no tiene carnet de conducir, da vueltas en el colchón mientras observa la circulación, escuchando en la radio Los40 Dance.
“Puedo adivinar cuánto le queda a algunos conductores para aparecer por aquí. Se detienen siempre en el mismo sitio y a la misma hora… Tampoco a ellos se les ve muy felices”, se burla. Así pasan los días para Mariano Lonescu, encogido sobre su silla de escritorio una mañana de domingo. A veces, lo previsible de la rutina se interrumpe por una pelota de tenis que cae cerca. Mariano lo interpreta como una especie de paloma mensajera desde el mundo que le da la espalda. Él sale corriendo a por ella y la devuelve por encima de la valla. Entonces, una voz desconocida le da las gracias, y Mariano regresa callado a su universo solitario.
Ciudad segregada: en la frontera de Vallecas
Los ingenieros de la M-30 en los setenta asestaron un tajo al entramado urbano que se advierte con especial crudeza en la calle de Valderribas. Mencionada por Pío Baroja en su novela La Busca (1904), esta vía histórica que conectaba la capital con el pueblo de Rivas se encuentra desde entonces partida en dos. De un lado, adquiere la denominación de calle y pertenece al distrito de Retiro. Del otro, toma el nombre de camino y forma parte de Puente de Vallecas. Esta frontera tiene una dimensión social que se evidencia en el censo: la parte de Retiro duplica en renta a la de Vallecas, unos votan a la derecha y otros lo hacen a la izquierda. El catastro arroja además otro dato: en el primer tramo, las viviendas se construyeron medio siglo más tarde.
Vallecas ha sido históricamente un territorio liminar. “Por aquí antes pasaba un río. Y como en todo río, siempre ha habido dos orillas”, recuerda Vicente Díez, de 49 años, en referencia al arroyo Abroñigal, que hubo de ser canalizado y enterrado bajo el trazado de la M-30. “Debe estar por ahí, debajo de ese monstruo”, cuenta, selañando la autopista desde su azotea. Ingeniero agrónomo y administrador de fincas, Díaz celebró en 2009 que por fin un puente cosiera los dos tramos de Valderribas, mientras que en frente, arreciaron las críticas. Incluso aparecieron pintadas contra la reunificación. “Los entiendo. Digamos que la autovía es una frontera entre nosotros. Tal vez no aparezca en los mapas, pero existe. Allí hay tranquilidad y silencio, es otro mundo. Los problemas y la agitación parecen concentrarse en este lado. Y claro, una pasarela podía trasladar todo lo malo. En el fondo, no ha sido así”, relata el vecino.
Si cruzar el arroyo Abroñigal era ya disuasorio, la M-30 segmentó la ciudad con la contundencia de un hachazo. Los arquitectos y urbanistas planean unir en lugar de disgregar, entrelazar núcleos y evitar el vacío. Por el contrario, en Vallecas los jirones se han ido visibilizando aún más con el paso de las décadas. La sensación de aislamiento es común entre los vecinos de la calle de Valderribas; mientras, en el lado opuesto, la autovía se percibe en clave defensiva. “Esto ha dificultado el intercambio de población cotidiano entre personas de barrios a un lado y otro de la M-30, disminuyendo la mezcla social”, explica el sociólogo José Ariza de la Cruz, investigador de la Universidad Complutense. Allí donde median infraestructuras viarias parece suspenderse la primera ley de la geografía, esa que dicta que las cosas próximas en el espacio tienen una relación mayor que las distantes.
Cargando
Este viernes por la tarde, tres consultoras cruzan la pasarela de Valderribas al salir de la oficina en dirección a Vallecas. Allí suelen aparcar el coche, pues el estacionamiento es gratuito, mientras que en la otra orilla hace años que instalaron parquímetros. “Pasamos de puntillas, la direrencia es palpable”, reconoce una de ellas, que frisa la treintena. Detrás camina Eder Peinado, de 37 años, que carga la mochila de Piolín de su hijo de seis. Pese a que la familia vive Vallecas, Peinado ha matriculado a su chaval en el colegio Nuestra Señora de la Paz, un centro de la orilla opuesta. “En el de nuestro barrio, los conflictos eran casi diarios. Se les estaba yendo de las manos. Quizá es reflejo de lo que sucede en las calles”, desliza el padre. Y zanja con una retahíla de comparaciones: “Aquí está limpio, ahí está sucio. Aquí se respetan las normas, ahí no. Aquí puedes hablar con cualquiera, ahí cuesta mucho relacionarse. Aquí se juega en el parque, ahí se hacen botellones”. La reconciliación en Valderribas parece más que improbable.
El Gran Hermano de las profundidades
El centro de control de la M-30 es un búnker con acceso directo a los túneles de la circunvalación. Una sala desde la que 24 operadores velan por la seguridad y el buen funcionamiento de esta vía madrileña. Pendientes de 1.800 cámaras, ejercen como un Gran Hermano que todo lo ve. “Visionamos en tiempo real el interior de los cuatro tramos bajo tierra para actuar en menos de cinco minutos y medio si fuese necesario”, explica Dulce Rodríguez, ingeniera industrial y jefa de atención a incidencias, un ángel de la guardia enfundado en el uniforme azul Klein corporativo. Frente a su escritorio, 18 pantallas de alta definición muestran la vida subterránea del trazado y alertan de cualquier incidencia.
Si estos monitores constituyen los ojos del puesto de mando, el oído está en las estaciones con fibra óptica; cables gruesos y de colores grapados sobre las paredes. Una red de 110.000 metros que registra y transmite información sobre la densidad del tráfico, la velocidad media o las condiciones ambientales del subterráneo. El torrente de datos se procesa después en el cerebro, una aplicación informática basada en algoritmos de inteligencia artificial que automatiza buena parte de las intervenciones. Resolver las incidencias más habituales—vehículos detenidos y colisiones leves— puede parecer sencillo, pero requiere de una observación permanente. Tras el aviso del centro de control, los servicios de emergencia se trasladan hasta el lugar del incidente, que delimitan con conos antes de actuar.
Nunca se debe bajar la guardia, “las cosas más tontas pueden desatar el caos”, advierte otra responsable, la ingeniera de sistemas Raquel Bartolomé. “Los animales vivos que se cuelan en algún túnel son un buen ejemplo. Contamos con un protocolo específico para ellos, que consiste en acompañarlos con mallas de protección hasta la salida de emergencia más próxima”, prosigue, mientras uno de sus compañeros atiende por teléfono a un conductor. Detrás de este despliegue está la empresa Madrid Calle 30, que se remunicipalizará a partir del 1 de enero de 2026. El Ayuntamiento de la capital comprará a Emesa —formada por Grupo ACS y Ferrovial— su participación del 20% en la sociedad, todavía se desconoce por qué importe. Tras la operación, los 300 trabajadores de la firma serán subrogados, manteniendo sus condiciones laborales.
La conservación de la autovía supone un cargo anual para las arcas municipales de 160 millones, es decir, unos 450.000 euros al día. A esto hay que sumar los pagos a Emesa por la prestación del servicio, que ascienden a 50 millones al año. Este último montante es lo que el Consistorio se ahorrará a partir de la compra. Rodríguez desciende 60 metros bajo la superficie por unas escaleras que conducen hasta los arcanos de la M-30: las galerías de seguridad que discurren en paralelo a los túneles y proporcionan vías de evacuación en caso de accidente. También son transitables por los vehículos del servicio de emergencias si una actuación lo requiriera. “Ese extremo no se ha dado nunca, por suerte”, celebra la ingeniera al traspasar una de las compuertas automáticas de las galerías, diseñadas como cortafuegos.
A solo unos pasos, grandes turbinas recogen el aire contaminado y lo filtran antes de devolverlo limpio a la atmósfera. Son los pulmones de la circunvalación madrileña, órganos vitales de un soterramiento que endeudó al Ayuntamiento de Alberto Ruiz-Gallardón en más de 4.000 millones. Las nuevas leyes de control a las entidades locales impedirían semejante agujero en la actualidad. La autovía estuvo casi tres años invadida por grúas, máquinas y un verdadero ejército nutrido por miles de obreros. Las dos tuneladoras utilizadas, Tizona y Dulcinea, dieron la vuelta al mundo como un flamante símbolo de la prosperidad. El tiempo ha revelado que resulta más efectivo reducir la emisión de gases contaminantes con restricciones al tráfico rodado.
La M-30 perdió el año pasado casi un 4% de vehículos con respecto a 2022 tras la prohibición de circular sin etiqueta medioambiental. La medida fue ideada por el Ayuntamiento de Manuela Carmena y se aplicó en el primer mandato de José Luis Martínez-Almeida como alcalde. El teletrabajo y un incremento del uso del transporte público también han contribuido a reducir el tráfico en la circunvalación. Por primera vez, Madrid cumplió en 2023 con los límites europeos al dióxido de nitrógeno, aunque los valores alcanzados superan con creces las recomendaciones de la Organización Mundial de la Salud (OMS) y otros contaminantes como el ozono troposférico se han disparado. Sea como fuere, mientras exista la M-30, el Gran Hermano de sus profundidades permanecerá vigilante.
Misa de 11 bajo el viaducto y centenares de coches
A la casa del Señor se puede acceder por delante o por detrás. El compromiso de los fieles está, eso sí, en que una vez dentro, la puerta —la que sea que se haya utilizado— quede bien cerrada. “Hace falta silencio para hablar con Dios”, argumenta Matilde Ruiz, de 91 años, una devota que asiste de lunes a domingo a la capilla de Santo Domingo de la Calzada. Por encima de su cabeza, a algo más de tres metros, discurre la M-30 a su paso por el barrio de Puerta de Hierro. El zumbido de los coches se cuela en la capilla, como el runrún de las moscas en una tarde de verano. “Si vienes tres días seguidos los dejas de escuchar. Es como si hubieran desaparecido, como si ya no estuvieras debajo de un puente”, asegura Ruiz antes de arrodillarse con sorprendente flexibilidad ante el altar.
La capilla fue inaugurada en 1977 por el cardenal Vicente Enrique y Tarancón. El párroco, Ignacio Luis de Orduña, de 61 años, narra la historia de cómo acabaron aquí, incrustados en uno de los tres ojos del viaducto. “Madrid había crecido mucho por el lado de Puerta de Hierro, y era necesario construir una nueva parroquia. Mientras se levantaba la del Bautismo del Señor, teníamos que ir creando comunidad. ¿Dónde había hueco? Pues debajo del puente. Lo importante era empezar por algún lado”, rememora. “Es un barrio muy creyente. Gente de orden”, relata. El templo se encuentra rodeado por bloques altos, chalets y mansiones casi amuralladas con videovigilancia y un servicio de seguridad privada 24 horas al día. Hasta allí llega además el anillo verde ciclista. “Debe de ser la única iglesia a la que la gente viene sudada de montar en bici”, bromea el religioso.
De lunes a viernes, los parroquianos llegan, sobre todo, ayudados por un bastón o andador. La edad no baja de los 80 años. Entran con sigilo, y se marchan sin armar ruido. Aunque se ven a diario —son siempre los mismos— nunca hablan entre ellos en el templo. Durante el oficio, ni siquiera puede escucharse un mero bisbiseo de los presentes, solo la voz clara y contundente del sacerdote. Este explica que estudió cine, que es un amante del séptimo arte, y que por eso sabe cuándo y cómo provocar una pausa dramática en medio de sus sermones. “Yo lo que busco es la meditación, que piensen, que reflexionen un poquito. Falta nos hace”, comenta De Orduña, que tras la misa se revela como un hombre hablador, que atiende continuamente llamadas por teléfono de sus feligreses.
En la capilla Santo Domingo de la Calzada la actividad se reduce a los cultos —de lunes a domingo a las 11.00— y confesiones. El párroco cree que Puerta de Hierro “es un pueblo a la vieja usanza. De formación religiosa de toda la vida”. Como ejemplo, Amparo y Julián, de 88 y 90 años, que prefieren no dar sus apellidos. La pareja entra con la misa empezada, viene a diario. “Entre recado y recado un rezo no viene mal”, dicen. Se sientan en los bancos traseros mientras el sacerdote lee la carta del apóstol san Pablo a los efesios y pide el fin de la guerra en Israel, Líbano, Ucrania… La pareja se marcha tras el culto, Julián tiene que comprar unos “cachivaches”. Y De Orduña regresa al despacho, donde espera un rato por si alguien necesita de sus consejos.