Por los encantos pasados y presentes del elitista barrio de Neguri, en Getxo
La inauguración del Palacio Arriluce Hotel reaviva el esplendor de esta localidad vizcaína de pasado aristocrático entre mansiones y ‘pintxos’. Una excusa para callejear también por Algorta y cruzar la ría a Portugalete
A principios del siglo XX, Fernando María Ibarra, empresario y primer marqués de Arriluce, junto a su mujer, María de los Ángeles de Oriol y Urigüen, decidieron unirse a la nueva ola bilbaína y fijar su residencia en un imponente palacio a lomos del acantilado que baña la bahía del Abra, en el barrio de Neguri de Getxo. El hermano de María, Jose Luis Oriol, fue el encargado de levantar esa mole de estilo tardomedieval, muy de moda entonces, que sería testigo durante casi un siglo del linaje familiar bajo el esplendor de la belle époque con el que fue proyectado. Amante de las artes y la vida social, la marquesa de Arriluce personificó a la perfecta influencer de la época, una gran anfitriona que durante los veranos convertía su residencia en paso de artistas y reuniones de un selecto círculo que incluía a la Casa Real. La vivienda, con unas vistas incomparables del mar Cantábrico, fue un reflejo del selecto gusto de Oriol, que pidió a la artista Sonia Delaunay planear el interiorismo de sus aposentos y parte de su fondo de armario. Su marido, por su parte, diputado de las Cortes e inversor local (fue quien implementó la luz en Bilbao), siempre sintió que debía demostrar su estatus social a través de la literatura, lo que le llevó a cultivar una extensa biblioteca en la planta principal de la vivienda.
Cien años después, y ahora reconvertido en el Palacio Arriluce Hotel —el primer hotel de cinco estrellas gran lujo de Bizkaia—, el palacete vuelve a brillar con el esplendor que profesaron sus primeros inquilinos. Tras una intensa renovación, aún se perciben detalles gloriosos de cuando fue edificado en 1912, como la imponente escalera de noble, la puerta secreta camuflada por libros antiguos que da paso a la bodega, la capilla iluminada por vidrieras originales que ahora acoge la sala de champagne o la gran chimenea de mármol que preside el restaurante Delaunay. Bajo el asesoramiento del chef Beñat Ormaetxea, que lanza un interesante pulso a sus raíces vascas con propuestas como el bacalao en taco con guiso de sus callos a la vizcaína y pil-pil de espirulina, este espacio gastronómico homenajea con su rótulo a la artista ucrania, al igual que la fuerte presencia de su arte por todo el edificio junto a otras obras de František Kupka, Victor Vasarely o Diego Canogar.
Animarse a probar una partida de croquet en el campo del hotel, el primero artificial de España, tomar un cóctel de autor con whisky escocés y vermú rojo, tan común en el aperitivo vasco, contemplar la puesta de sol desde su piscina…. Son placeres de ese lujo silencioso tan en boca de todos ahora que esta localidad, situada al margen derecho de la ría de Bilbao, ya hizo suyo mucho antes.
Tras el boom de las corrientes higienistas a mediados del siglo XIX que defendieron los beneficios de los baños de agua fría, se construyeron infinidad de balnearios por toda la costa vasca, desde Getxo hasta Biarritz pasando por San Juan de Luz y San Sebastián. El balneario de Getxo fue idea de Máximo Aguirre, comerciante bilbaíno que replicó esta moda traída de otros países europeos y construyó villas residenciales donde pasar el verano en estos terrenos sin trascendencia hasta el momento. El proyecto de Aguirre se alzó como una ciudad de vacaciones que incluyó casino, hipódromo y un campo de golf. Esta antigua estación balnearia ocupa hoy el Real Club Marítimo del Abra, que organizó la primera Copa del Rey de Vela en 1905, predecesora de la actual en Palma (Mallorca).
A principios del siglo XX, y al igual que sucedió con los Arriluce, numerosas familias aristocráticas secundaron la propuesta de Aguirre y decidieron asentarse en este pueblo de mar durante el veraneo al cobijo de mansiones regionalistas, convirtiéndolo en destino favorito de la oligarquía vizcaína. El sacerdote y humanista Resurrección María Azkue puso el nombre a Neguri, con la fusión de dos palabras vascas: Negua e Hiri (invierno y ciudad, respectivamente). Un siglo más tarde, este barrio y su marcado carácter británico que dibujó el nuevo Bilbao fruto de la revolución industrial atrae ahora al visitante con planes tan dispares como recorrer su arquitectura residencial de principios del siglo XX, pegarse una buena comilona o cruzar la ría a Portugalete en busca de los últimos vestigios historicistas.
Esa hilera de majestuosas villas que une los barrios de Neguri con Las Arenas, protegidas desde 2001 como bien cultural dentro la categoría de Conjunto Monumental, bien merece un paseo por las tres arterias principales que las circundan, Zugatzarte, Neguri y Atxekolandeta (en esta web se puede descargar una visita autoguiada por el recorrido). Cerca del palacio Arriluce se alza una de las elitistas moradas que define la estampa más fotografiada de Neguri. Pertenece a los Lezama-Leguizamón, familia vinculada desde tiempos históricos a la minería, y al Banco Bilbao Vizcaya Argentaria, es obra del arquitecto José María Basterra, y destaca por su biblioteca y la imponente fachada con arcos de medio punto y torreón, inspirada en el palacio de Monterrey de Salamanca.
Un paseo entre el puente de Vizcaya y la playa de Ereaga obsequiará con otras mansiones tan espectaculares como el palacio de Itxas Begi y su planta neovasca popular; la casa Bidearte con rasgos montañeses y alguna influencia británica; o el bloque de viviendas Cisco II y Cisco III, obra de Eugenio Aguinaga al término del Muelle de Las Arenas. Pero esta prueba del estatus con el que brilló la élite bilbaína no termina aquí. Con sus 61 metros de altura y 160 de longitud, el puente de Portugalete es un símbolo de la eclosión industrial que vivió esta localidad a finales del siglo XIX. El primer puente transbordador del mundo construido con una estructura metálica se inauguró sobre la boca del río Ibaizabal en 1893, con el objetivo de enlazar a través de su cuerpo de hierro Portugalete y Getxo, por entonces dos pequeñas localidades que se avivan solo durante el verano.
Cruzar el puente que las une, bien por su pasarela o en la barquilla de 25 metros que se desplaza a lo largo de la ría, es ser testigo de esa moderna ingeniería en forma de puentes colgados por cables que hizo furor a mediados del siglo XIX, con unas vistas impresionantes del que fue uno de los puertos fluviales más concurridos de Europa. También otorga la oportunidad de dar un paseo histórico por la orilla contraria con edificios como la torre medieval de Salazar, la basílica de Santa María de Portugalete, un quiosco de música bien conservado o la antigua estación de ferrocarril La Canilla (ahora una oficina de turismo), con su fachada clasicista en amarillo y azul que facilitó el desplazamiento de la burguesía bilbaína hasta la playa portugaluja El Salto.
De regreso a Getxo, y para los que quieran sentirse menos culpables con las rondas de pintxos que aguardan, un buen paseo comienza en la playa de Las Arenas tomando como punto de partida el monumento de estilo art déco a Evaristo de Churruca, autor de la canalización de la ría y las obras del puerto de Bilbao. De ahí seguimos bordeando la costa hasta el puerto deportivo de Getxo, no sin antes hacer una parada obligatoria en el hotel Embarcadero, célebre tanto por su ubicación en la antigua villa Ariatza, otro ejemplo de regionalismo popular vasco, como por su terraza gastronómica. El spot perfecto para deleitarse con sus vistas de la bahía de Getxo mientras acompañamos el vermú con un picoteo, donde no pueden faltar los calamares con cebolla frita y la pata de pulpo asada con patata rota y yema de huevo. Tras hacerse la foto de rigor en el faro del muelle, el regreso al interior regala la mejor perspectiva de las galerías de Punta Begoña, que contienen el acantilado sobre el que se posa el Palacio Arriluce.
Este antiguo pasadizo al descubierto fue un encargo del magnate industrial Horacio Echevarieta, autor de la urbanización de la Gran Vía madrileña y la línea 2 del metro de Barcelona, con el objetivo de crear un muro de contención que fuera más allá de su función original. El empresario quiso aprovechar su infraestructura para levantar en 1921 un espacio dedicado al disfrute del paisaje, con vistas a las minas de hierro en el margen izquierdo de la ría de Bilbao que eran de su propiedad, la bahía en la que culminaban travesías internacionales y el bullicio de la vida burguesa que apuntaban a Getxo como un referente europeo ligado al mar. Un lugar en el que ver y ser visto convertido más tarde en hospital, refugio antiaéreo, sede de la comandancia italiana y comedor social. Tras décadas de abandono, y fruto de un intenso proyecto de restauración, ahora es un centro de actividad social y cultural con muestras itinerantes de artes visuales que se puede visitar bajo cita previa.
El último tramo por la animada playa de Ereaga nos llevará a nuestro destino culinario, el Puerto Viejo de Algorta. Esta antigua villa de pescadores de calles empedradas, cofradías y puertas de colores es el lugar favorito de los getxotarras para el disfrute del aperitivo a diario, bien en el interior de sus bares o al sol de sus barras cuando la lluvia da una tregua al visitante. A pocos metros de Riberamune, reunión de marinos y pescadores en el que otear el horizonte desde el descansillo de las escaleras que llevan al puerto, se encuentra la pintoresca plaza del Arrantzale. Rodeada de árboles y escondida entre las calles de Portu Zaharra y Ribera, es ese lugar donde dejar el tiempo pasar con la brisa del mar al cuello mientras pruebas unas rabas rebozadas, los caracolillos o una tanda de pintxos junto al txakolí que despachan en los bares circundantes, el Arrantzale o la Taberna Txomin, este último dice ser uno de los restaurante más antiguos de España.
La ruta de pintxos se puede alargar tanto como el número de bares contiene la zona. Algunos lugareños recomiendan tomar la primera ronda en el Itxas Bide, en frente del puerto, y luego ir subiendo las escaleras —literalmente— de bar en bar hasta la avenida Basagoiti. Pero si el comer en barra cansa, de regreso a Neguri las opciones son muy variopintas, desde las carnes y pescados al carbón, sushi y recetas latinojaponesas en la terraza Dando la Brasa (Los Chopos Etorbidea, 31), hasta la rica tortilla y panes de masa madre del bar La Estación (Neguri Hiribidea, 9). Para bajar la comilona, nada mejor que dedicar un tiempo al mireo de sus cuidadas tiendas, ya sea la factura artesanal de Mercules, la marca bilbaína de marroquinería, ropa y accesorios, a los artículos de papelería de la antigua Librería López, que parece detenida en los años sesenta, cuando se fundó. El mejor souvenir gastro lo pone la pastelería Zuricalday, el famoso obrador de Las Arenas que regenta la familia Zuricalday desde 1917 y que sigue encandilando con su bollo de mantequilla, al igual que el encanto de Neguri, a pasadas y futuras generaciones.
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