Vivir en un metro cuadrado de la Gran Vía de Madrid: “Hasta las hormigas comen hamburguesas”
Una treintena de personas sin hogar ha moldeado su vida al ritmo de la avenida más famosa de Madrid y la más transitada de España, atraídas por la multitud de transeúntes que les permite sobrevivir
Como cada noche, Ramón Luis Martínez, de 54 años, se prepara para encarar la madrugada en el número 25 de Gran Vía, la principal arteria de la capital. Son la 1.00, lleva cinco horas trabajando y le faltan dos más para terminar la faena. Vive y curra en el mismo lugar: un cartón de un metro cuadrado bajo la cornisa de Bershka, una de las tiendas más populares de moda. Es una buena parcela. Lleva dos años en este “punto neurálgico”, según su propia definición de este corredor rebosante de turistas. Tal afluencia aumenta las posibilidades de recibir una limosna o donación de cualquier tipo, un ambiente que atrae cada noche al menos a una treintena de personas sin hogar que improvisan un lecho sobre las aceras de la avenida más transitada de España y la segunda de Europa, según un estudio de Cushman and Wakefield y Mytraffic.
Ramón acompasa la vida al ritmo de la Gran Vía. La jornada fuerte comienza en la noche del jueves, cuando locales y turistas inundan el centro, ávidos de copas y diversión. Es ahí cuando las monedas suenan con más frecuencia sobre la caja que tiene dispuesta a la caridad. La mendicidad es su empleo, “tan digno como cualquier otro”, apunta. Puede recoger entre 20 y 30 euros en un buen día. “Acá el mendigo no tiene que trabajar, sino estar en su sitio 10 o 15 horas”, afirma, a quien en menos de treinta minutos ya le ha llegado a la puerta un par de trozos de pizza y un paquete de panes, que dejará para después, porque hoy, dice, ya se ha comido seis hamburguesas. “Acá hasta las hormigas comen hamburguesas”, afirma desde su lecho, contiguo al popular McDonald’s, principal fuente de alimentación de los sintecho en esta zona.
Los zaguanes a lo largo del andén se han distribuido por una jerarquía que dicta la antigüedad. “Cada quien tomó su esquina y está cómodo”, afirma Ramón, que supo ganarse la suya, primero barriendo las colillas del frente de la tienda para ganarse la confianza del personal. Alguna vez, alguien que intentó ocupar su espacio. “Te voy a dar cinco minutos para que te vayas”, recuerda Ramón, que le dijo al intruso con la tenacidad que ha aprendido en la “universidad de la vida”, como él mismo la llama y de la cual se declara el rector. No hay mafias que regulen el espacio, ni leyes que les prohíba estar en la Gran Vía al tratarse de un espacio público, a menos que incurran a una alteración del orden público u otras conductas punibles. La policía y la seguridad privada hacen su trabajo sin inmutarse con su presencia.
Ramón nació en Gijón (Asturias), aunque se presenta como mexicano, a donde fue llevado siendo un niño. Habla también inglés, con acento chicano. Con 22 años, comenzó a trabajar en un cártel, hasta ascender a supervisor de los hombres topo, que pasan droga por túneles entre la frontera de México y EE UU. Hizo un gran patrimonio, que pronto perdió por su adicción al crack: “Por una pipa así”, ilustra Ramón, separando el índice del pulgar unos centímetros, “cabe una casa entera”. Volvió España, “persiguiendo el sueño Europeo”, que terminó siendo una mentira para él, luego de que perdiera su casa de Malasaña en 2007 por impago de la hipoteca. Su meta ahora es conseguir una casa, una compañera —que perfectamente podría ser la chica que le vende el café en McDonald’s— y obtener la pensión de 700 euros que está tramitando hace tres meses. “Mi proyecto es levantarme de la nada”, afirma con entusiasmo.
El tramo de más alta ocupación está en tres calles, entre la Fundación Telefónica y el Primark. Los días de mayor afluencia, al menos 15 personas pernoctan allí, entre ellas un turco que no alcanza los 30 años y que afirma en un español precario que lleva cinco viviendo en frente al Stradivarius. Pocos pasos más adelante, una decena de mujeres sexagenarias de piel curtida y pliegues en el rostro piden limosna desde unas colchonetas en el suelo, haciendo sonar unas monedas en un vaso de Starbucks.
En la misma acera, Cesser (Rumania, 18 años) abraza a una muchacha con la que comparte cartón, se cubren con la misma manta y observan al mismo punto: la majestuosa cúpula del Hotel Hyatt Centric en el número 31. Duermen desde hace dos meses en el umbral de H&M. El joven rumano chapurrea unas palabras en español: “No tengo casa. Todo el día estoy acá. Nada de trabajo en Rumanía, nada de comida”. No tener un techo es una condición que ha aumentado un 17% en la última década en Madrid. De las 4.146 personas sin hogar registradas, la mitad son extranjeras, según cifras del INE.
El horario de estos inquilinos lo marca la apertura y el cierre de los comercios. A partir de las 22.00, cuando bajan la persiana la mayoría de las tiendas, las vitrinas comienzan a transformarse en habitaciones. Los contrastes chocan a la vista: a los pies de un maniquí que sostiene un bolso de lujo, un hombre se acurruca con su mujer sobre una cobija raída. Ramón espera 20 minutos, “por prudencia”, a que salgan los trabajadores de Bershka y se fumen un cigarrillo. Después, procede a pasar los cartones al punto donde descansa. En diciembre y enero, cuando las temperaturas descienden a un dígito, los servicios sociales prohíben la pernoctación en la calle y ofrecen a los sintecho cama y comida en espacios que usualmente habilitan para esta temporada.
El día comienza, infaliblemente, minutos antes de las 10.00, cuando inicia la vida comercial. Antes de la llegada de los primeros trabajadores, los cartones y las mantas deben estar recogidas, según un consenso tácito entre comerciantes y habitantes de calle, mediado por la seguridad privada. De ahí en adelante cada quien se busca la vida hasta que vuelva a caer la noche. Algunos se mueven a los los albergues cercanos en La Latina, Alonso Martínez y Príncipe Pío, donde pasan el día y llenan el estómago. Otros, como Ramón, prefieren no salirse de la Gran Vía; con todas sus pertenencias a cuestas, cada desplazamiento requiere un gran esfuerzo. Lo primero que hace al levantarse es tomarse el café. Luego se fuma “el primer porro” de tabaco con hachís que luego contrarresta con energizante para evitar la somnolencia. Carga su vida en dos mochilas: dos cambios de ropa, un saco de dormir, un cepillo de dientes y una cuchara larga “para que llegue al fondo de las latas”, esas que ha aprendido a calentar “en dos minutos con un encendedor”.
A la 1.30 del sábado la Gran Vía es un hervidero. Una marea de gente sale de los bares y teatros en busca de una copa más o deseosos de llegar a la comodidad de la cama. Entre el frenesí de piernas, un hombre permanece inmóvil sentado en un portal. Tiene los ojos cerrados y balancea la cabeza como quien pierde la pelea contra el sueño. Un cigarrillo se hace ceniza entre sus dedos. Es el payaso Rayito, famoso por sus performances en el centro de Madrid y por protagonizar un documental que se proyectó en la séptima muestra de cine de Lavapiés. No le gusta la Gran Vía, pero la frecuenta “porque pasa mucha gente”, lo que se traduce en dinero. De sus años como mimo en Gran Vía, le quedan las cejas tatuadas más como cicatrices que como recuerdo, pues en lugar de reforzar una expresión de alegría como ha de ser natural, acentúan un gesto de desesperanza en una rostro que no siempre quiere sonreír.
El murmullo ensordecedor de conversaciones y coches lo satura cada tanto el chillido de una sirena. Los avisos comerciales, en su afán de capitalizar la hora punta en la Gran Vía, atacan al transeúnte con sus destellos cegadores. Dormir en esta situación parecería imposible, pero la práctica hace al maestro y, dentro de estos bultos de mantas que se han transformado en paisaje, duermen plácidamente personas, ajenas al caminar de miles. Ramón se ayuda con pastillas para dormir, pero esto encarna un peligro: “Te pueden quitar las zapatillas y ni te das cuenta”, afirma este hombre que calza unos zapatos del bazar, después de que hace unos días le robaran unas Nike. De los más de 30 hoteles que hay en esta lujosa avenida, ninguno es tan variopinto como el que se improvisa en las aceras.
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