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El Madrid posible e imposible de Juan Ramón Jiménez

El escritor, referente del Modernismo y Premio Nobel de Literatura en 1956, encontró a menudo la inspiración en sus paseos por la ciudad

Juan Ramón Jiménez, en la terraza de su casa de la calle de Lista de Madrid, en 1923.
Juan Ramón Jiménez, en la terraza de su casa de la calle de Lista de Madrid, en 1923.EL PAÍS

Neurótico y delicado, amante de la belleza en sus múltiples formas, dueño de una elegante egolatría, finísimo y perfeccionista hasta extremos obsesivos, Juan Ramón Jiménez (1881-1958) pasó en Madrid una época fundamental de su vida. Su obra poética, dilatada y creciente –cada cierto tiempo se incorpora algún inédito–, encontró en la ciudad una inspiración fundamental. Existe incluso una Guía del Madrid de Juan Ramón Jiménez publicada en 2007 por la Consejería de Educación de la Comunidad de Madrid en la que su autora, Rocío Fernández Berrocal, da cuenta del itinerario biográfico madrileño del poeta nacido en Moguer y merecedor, en 1956, del Premio Nobel de Literatura.

“Vine a Madrid por primera vez en abril de 1900, con mis diez y ocho años y una honda melancolía de primavera”, escribe Juan Ramón. Aquella “honda melancolía de primavera” era el germen del Modernismo, el movimiento literario que triunfaba entre la juventud española y cuyo estandarte lo representaba el poeta nicaragüense Rubén Darío, que residía por entonces en Madrid como corresponsal del periódico La Nación. Juan Ramón lo visitaba frecuentemente en su piso de la calle Marqués de Santa Ana, 29. Casi siempre lo acompañaba Francisco Villaespesa, otro poeta modernista que fue una especie de mentor poético y guía madrileño para Jiménez en aquellos primeros tiempos. Fue él quien lo introdujo en las tertulias literarias de los cafés, como la del Lion D’Or en la calle Alcalá o la de El Gato Negro en la calle del Príncipe. Allí los modernistas compartían sus escritos, perfumados de orientalismo, poblados de jardines, amores imposibles y melancolías otoñales.

Sin embargo, a Juan Ramón le desagradaban las multitudes, el humo del tabaco y una gran parte de los temas de conversación que manejaban sus contemporáneos. Él prefería pasear con Villaespesa por la Moncloa, entrar en las iglesias, visitar los cementerios. Evitaba la juerga, la vulgaridad, lo excesivamente popular. Fue así como descubrió la existencia de dos ciudades conviviendo en una sola, lo que en sus Libros de Madrid distinguió como el Madrid “posible” y el “imposible”. El primero lo constituían las zonas nobles: calles tranquilas y señoriales como Almagro, Miguel Ángel, Caracas o Fortuny. El segundo, aquellas más populares y multitudinarias: Carretas, Montera, Jacometrezo… El Parque del Retiro le inspiró bellísimas imágenes: “Nunca he visto tristeza más hermosa que la del Retiro aquella tarde. He oído llorar a un árbol; en el tronco tenía voz de fiera y, en las ramas altas, voz de niño. También oí cantar al aire en la hojarasca”.

El retrato de Juan Ramón Jiménez que pintó Joaquín Sorolla en 1916.
El retrato de Juan Ramón Jiménez que pintó Joaquín Sorolla en 1916.Hispanic Society

Encontrar un lugar de residencia acorde a sus necesidades –silencio, tranquilidad, contacto con la naturaleza– se convirtió en una verdadera obsesión que lo empujó a efectuar numerosas mudanzas. Afectado de neurastenia, incluso llegó a vivir un tiempo en el Sanatorio del Rosario de las Hermanas de la Caridad de Santa Ana, en Príncipe de Vergara, cuyos castaños iluminaron dos de sus libros modernistas: Arias tristes y Jardines lejanos. Allí se enamoró platónicamente de alguna que otra joven monja –sus “novias blancas”– y celebró tertulias íntimas a las que acudieron Villaespesa, Valle-Inclán, Antonio y Manuel Machado, Jacinto Benavente, Salvador Rueda o Manuel Reina. En aquellos encuentros nació Helios, una de las revistas modernistas más importantes.

En 1903 se fue a vivir con un gran amigo, el doctor Luis Simarro, primero a la calle Conde de Aranda y, más tarde, a General Oráa. Paseaban juntos por Recoletos, Paseo del Prado, Plaza de Colón; frecuentaban librerías como la de Fernando Fe (Puerta del Sol, 15) y Romo (Alcalá, 5). Simarro, que lo trataba “como a un hijo”, le presentó a los pintores Emilio Salas y Joaquín Sorolla, entre otros personajes ilustres. También a Francisco Giner de los Ríos, quien representó un papel fundamental en su trayectoria literaria.

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Creador y director de la Institución Libre de Enseñanza, fue quien lo embarcó en el proyecto de la Residencia de Estudiantes: un colegio universitario que recogería el espíritu liberal y progresista de la ILE. Juan Ramón se convirtió en el “maestro poético” de la Residencia y vivió allí en calidad de huésped desde los tiempos en los que todavía tenía la sede en la calle Fortuny. Su contribución al nuevo edificio, inaugurado en 1915, resultó fundamental. Esta nueva sede se extendía desde Pinar –”la calle que parece un río”– hasta los altos del antiguo Hipódromo, sobre el llamado “Cerro del Viento”, que Juan Ramón rebautizó como “Colina de los Chopos”, en honor a los tres mil árboles de esta especie que ayudó a plantar. También diseñó el Jardín de los Poetas.

Juan Ramón Jiménez (izquierda) y Alberto Jiménez Fraud en la azotea de uno de los pabellones Gemelos de la Residencia de Estudiante de Madrid hacia 1925.
Juan Ramón Jiménez (izquierda) y Alberto Jiménez Fraud en la azotea de uno de los pabellones Gemelos de la Residencia de Estudiante de Madrid hacia 1925.SALA ZENOBIA Y JUAN RAMÓN JIMÉNEZ (UNIVERSIDAD DE PUERTO RICO)

Con Giner de los Ríos realizaba a menudo excursiones a la Sierra de Guadarrama, “madre paciente y gris, que sepultara en redonda lava retorcida este Madridillo (¡ridículos masoncitos!) de mogollón, azulejos, tomiza, escayola y colorete”. Guadarrama: Madrid posible donde “todo era claro, fresco, ideal”.

Al amor de su vida, la escritora Zenobia Camprubí, lo conoció cuando vivía en la pensión Arizpe (Villanueva, 5). Era amiga de sus vecinos, los Byne, un matrimonio norteamericano. Tras un apasionado noviazgo, se casaron en 1916 en Nueva York. Aunque residieron en varios domicilios madrileños –persiguiendo siempre la ansiada tranquilidad del poeta–, el más importante fue el de la calle Padilla, número 38, en el que hoy hay instalada una placa en su memoria. Allí se trasladaron en 1929. Por entonces, Juan Ramón evitaba cada vez más las visitas y trabajaba obsesivamente en su Obra. Su personalidad suspicaz y ególatra le hizo ganar mala fama entre los jóvenes poetas de la generación del 27, que lo habían considerado su maestro. Vivía de la literatura y de una tienda de artesanía que abrió Zenobia en la calle Santa Catalina.

El barítono Julio Pulido, Zenobia Camprubí, la recitadora Dalia Íñiguez y Juan Ramón Jiménez en Madrid en 1934 en una fotografía tomada por Juan Guerrero Ruiz.
El barítono Julio Pulido, Zenobia Camprubí, la recitadora Dalia Íñiguez y Juan Ramón Jiménez en Madrid en 1934 en una fotografía tomada por Juan Guerrero Ruiz.

El estallido de la Guerra Civil en 1936 cambió el rumbo de sus existencias. Aunque en un comienzo ayudaron a la República acogiendo a niños huérfanos, marcharon definitivamente al exilio ese mismo año, abandonando su magnífica biblioteca en el piso de la calle Padilla, que fue saqueado por los sublevados en 1939. Juan Ramón y Zenobia jamás regresarían a Madrid, aquel Madrid posible e imposible del que siempre recordarían su “jardín alto” de pararrayos y chimeneas.

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