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Daniel García, el pianista que clavó una pica en Múnich

El jazzista salmantino, eterno atormentado en la búsqueda de la melodía perfecta, graba ‘Vía de la Plata’ en ACT, uno de los sellos más prestigiosos del mundo

El pianista de jazz salmantino Daniel García durante un ensayo en su estudio de grabación en Madrid.
El pianista de jazz salmantino Daniel García durante un ensayo en su estudio de grabación en Madrid.Kike Para

Hay días, a veces apenas unos instantes, que cambian vidas enteras. Algunos los llaman epifanías; otros, puntos de inflexión. Para Daniel García Diego, las revelaciones que le han corregido el rumbo de la existencia han sido tres. La primera llegó el día de Reyes de 1989, cuando aún no había cumplido ni seis años y Sus Majestades decidieron dejarle bajo la chimenea una batería “de verdad” adaptada a su tamaño. La segunda, en 1991, cuando doña Elia, la profesora de iniciación musical que le impartía clases en Ávila, se acercó a su madre para confiarle una intuición cada vez más manifiesta: “Su chiquillo tiene un don muy especial para el piano”. Y la tercera, hace ahora justo cuatro otoños, la noche en que Siggi Loch, el eminente productor discográfico de origen polaco, viajó desde Alemania hasta el minúsculo escenario del hotel AC Recoletos, en el centro de Madrid, solo para ver a Daniel tocando el piano a un metro y medio de distancia.

A primera hora de la mañana siguiente, Siggi telefoneó a García Diego y no se anduvo con rodeos: “¿Le gustaría fichar por mi discográfica?”. Esa misma mañana, este salmantino de 38 años que hoy reside en Sevilla la Nueva, a 35 minutos de la capital, se convirtió en el primer pianista español que se incorporaba al reverenciado sello muniqués ACT Music. Fue el equivalente a que el Bayern de Múnich incorporase a su primer equipo a un diamante en bruto del fútbol local, uno de esos geniecillos del balón a los que solo conocían los colegas del barrio. Pero el olfato rara vez le falla al sagaz octogenario Loch, el hombre que presidió el sello Atlantic en Estados Unidos y dirigió la carrera de luminarias del jazz como Al Jarreau o Duke Ellington. “Es un personajazo sobre el que se podrían escribir varios libros”, se sonríe su joven promesa ibérica. “Nada más rubricar el contrato, me pidió que pasáramos el día en el museo Reina Sofía. Es un enamorado del jazz, pero más aún del arte contemporáneo. Su colección particular debe valer unos cuantos millones…”.

Un soñador

Diego García se ha acostumbrado a escuchar que él también vale mucho, aunque ni este reconocimiento internacional le haya apartado de su recio sentido de la humildad y el esfuerzo. Siempre fue un soñador que se tomaba muy en serio las cosas importantes, a sabiendas de que solo así pueden acabar fructificando. Es tímido, cordial y afable, escoge las palabras más relevantes mirando al suelo y admite mantener con la música una relación casi mística. “Daría la vida por la música”, anota con ánimo más descriptivo que melodramático. “De la misma manera que daría un brazo, ¡mi brazo izquierdo de pianista!, por poder cantar bien. El arte es cosa seria y requiere de todo el compromiso. El mayor de mis miedos pasa por dejar de resultarle interesante a los demás. Y el más insondable de los misterios que conozco es de dónde proviene la inspiración. Me atormenta la certeza de que moriré sin saber cómo funciona el proceso de componer”.

Nunca quiso creer en la predestinación, pero el niño Daniel nació con unas cuantas papeletas para acabar viviendo entre pentagramas. Su padre es el batería Paco García, lugarteniente durante décadas de Serrat y tantos otros; uno de esos jornaleros a los que hemos visto y escuchado en centenares de ocasiones, aunque rara vez les pongamos nombre o cara. “Papá tenía en casa un cuartito para cachivaches musicales: percusiones, vibráfonos, teclados… Entrar allí y echarme la tarde entera jugando me parecía una experiencia más emocionante que un viaje a Disneylandia”, rememora.

Tras la separación de los progenitores y su mudanza a tierras abulenses, llegaría el olfato perspicaz de la profesora Elia Rodríguez Raga y su recomendación premonitoria: al niño se le daría mejor el piano que las percusiones. A principios de esta década, cuando García culminó la grabación de su primer álbum, quiso antes de nada levantar el teléfono para localizarla y regalarle un ejemplar. Pero al otro lado de la línea se tropezó con una noticia que aún hoy le produce honda nostalgia: su mentora acababa de fallecer. “Me quedó la espina de no haberle agradecido bastante todo lo que hizo por mí”, suspira.

Porque Daniel García, más allá de su abrumadora técnica pianística y sus dos años de estudios en Berklee (Boston), la meca académica de la música contemporánea, tiene hechuras de hombre sentimental. No hay más que reparar no solo en cómo se expresa, sino hasta en sus maneras de compositor. Los temas de autoría propia que integran Vía de la Plata, el recién publicado segundo elepé para ACT, nacen de una sensibilidad palmaria y de un compromiso con la melodía que muchos otros jazzistas no se atreven a enarbolar. “Soy un melómano decididamente ecléctico”, proclama. “En casa me alimentaban de pequeño con Miles [Davis] y todo el jazz-rock, además de rock sinfónico y cantautores. Yo añadí luego el interés por el folclore, las músicas del mundo o la clásica. Y el flamenco, claro. Tan solo no creo en los compartimentos estancos o en el inmovilismo. La música tiene que ser revolucionaria e intransigente consigo misma. De lo contrario, hoy seguiríamos pegándole golpes a un tronco con un hueso…”.

El ojito derecho

Se sabe integrante de un colectivo raro y privilegiado, el de “esos pocos profesionales de la música que no tenemos necesariamente que impartir clases o tocar cosas que no nos gustan para llegar a fin de mes”. Pero el camino de este triunfador discreto, el ojito derecho del viejo y sabio Siggi Loch, nunca fue sencillo. Cuando desembarcó en Madrid, apenas estrenada la mayoría de edad, aún eran tiempos de escasas complicidades intergeneracionales. “Participabas en alguna jam session y los veteranos te sometían a situaciones crueles”, revela. “Te hacían de menos o dedicaban miradas de esas que hielan la sangre. En edades tan vulnerables, aquellas actitudes pudieron generar verdaderos traumas”.

—¿Y ustedes ya no son así?

—Para nada. Lo comentamos mucho entre Pablo Martín Caminero, Moisés Sánchez, Luis Verde, Marcos Collado y demás compañeros de generación. Ahora somos mucho más generosos y solidarios entre nosotros. Hemos aprendido de la retroalimentación. Y funciona. Tengo la suerte de viajar bastante, y puedo atestiguar que ahora mismo no hay ninguna otra escena europea de más calidad y preparación que la española.

Es hora de ir pensando en comer en Camaleón Music, los estudios especializados en jazz que nos han servido como refugio desde su recóndita ubicación por el barrio de San Diego, en Vallecas. Al artista salmantino le toca ya regresar hasta Sevilla la Nueva; no por hambre, sino ante el temor de que Djembé, su cachorrito de labrador negro, le esté devorado demasiadas patas de armarios en su ausencia. Quizá esos 35 minutos de conducción en solitario le sirvan —no lo descarten― para que una melodía seductora se le cruce por el camino. No sería el lugar más insólito para que tal cosa suceda. “Cazar una combinación de sonidos y no saber por qué te atrapan y producen un escalofrío, qué valores intangibles te ponen los pelos de punta. Esa es mi gran búsqueda”, resume. Y concluye: “Seguiré embarcado en ella, eso seguro. Soy un gran defensor de la infinitud en la música. No, no está todo inventado”.

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