La leyenda del Madrid macarra
Un esclarecedor ensayo, repleto de entrevistas, muestra cómo la capital no se puede entender en las últimas décadas sin los personajes que han habitado calles, parques y tugurios en los límites de la marginalidad
Desde que lo cantaran los Leño, allá por principios de los ochenta, parece que las cosas no han cambiado mucho por las calles de Madrid. “Voy aprendiendo el oficio / Olvidando el porvenir / Me quejo solo de vicio / Maneras de vivir”. La ciudad, tan liosa, incoherente y disparatada, sigue poblada de gente que aprende el oficio de vivir cómo puede y le dejan mientras, de una forma más o menos compartida, se queja, a veces solo de vicio, otras con buenas razones. O calla y tira para adelante. Y, entre medias, el porvenir en Madrid está ahí, como el principal motivo de muchísimas personas para dejar sus lugares de origen e instalarse en la capital. Otra cosa es que el porvenir se olvide en tanto en cuanto vivir el presente o, en los mejores casos, exprimirlo, es en sí mismo una forma de apostar por esta ciudad, de ir creando futuro, aunque sea sumando pequeños trozos, sin enmienda a la totalidad. Porque solo los ricos adquieren un porvenir entero, definitivo y sin fisuras.
Como gloriosos harapientos callejeros, los Leño, con Rosendo y su melena salvaje a la cabeza, siempre han sido vistos como prototipos de todos esos buscavidas de Madrid. Gente sin mucho oficio, surgida en el barrio obrero de Carabanchel, pero capaces de salir del hoyo con tesón y, sobre todo, descaro. En su caso un descaro tan aplastante que les llevó a convertirse en una de las bandas más simbólicas de la ciudad, unos tipos que hacían un rock and roll que derrumbaba muros y podía hacer arder embajadas, o lo que fuera que representaba a la autoridad y lo políticamente correcto. Leño, Rosendo, el rock urbano y los macarras de barrio.
Los macarras de barrio siempre han existido en Madrid, una urbe que no se puede entender en las últimas décadas sin estos personajes que han habitado calles, parques y tugurios, siempre en los límites de la marginalidad, tal y como explica el filósofo y antropólogo cultural Iñaki Domínguez en Macarras interseculares. Una historia de Madrid a través de sus mitos callejeros (Melusina), un esclarecedor documento en el que el trabajo de campo permite conocer de cerca a todo un rosario de tipos que muestran “el folclore de la ciudad”. “Parece que siempre hay que estudiar pueblos alejados y de culturas distintas, pero a mí no me interesaba eso. Tampoco estudiar ciudades de fuera. Me parece absurdo cuando tengo la experiencia, los contactos y el conocimiento del entorno de Madrid. Me interesaba conocer estas subculturas porque las tengo cerca”, explica.
Domínguez, de 39 años, ha vivido siempre en la plaza de Castilla, aunque no se considera “muy de barrio”. Empezó a moverse como adolescente por la zona de Colombia y Prosperidad, aunque, como tantos jóvenes madrileños, luego ya salió de fiesta por Malasaña y el centro. Dice que empezó a investigar sobre los macarras, las tribus urbanas y las bandas callejeras de una forma “instintiva”, tras oír de unos y otros en discotecas y en las distintas pandillas de amigos que iba conociendo: “Siempre me interesó mucho la delincuencia como algo al margen del sistema. Todas esas lecturas distintas que le ha dado, por ejemplo, la cultura pop norteamericana a esta gente. Algo que también hace el cine quinqui”.
Una de todas estas bandas le llamó más la atención que las demás: la Panda del Moco, “o el arquetipo original del grupo de pijos malos”. “Siempre me han fascinado los pijos malos y me han parecido un espécimen muy curioso”, explica Iñaki. “Alguien que se ha criado entre algodones, pero que no encaja. Es una figura arquetípica en los ochenta y los noventa. Eran personajes que iban con sus zapatillas New Balance, practicaban karate o full contact y eran violentos. Hay todo un filón en ellos”.
Etnografía del macarreo
Macarras e indeseables son dos sinónimos que han ido de la mano en Madrid cuando muchos de estos marginados se movían por pura atracción a la violencia o por ideologías fascistas. En el libro, Iñaki hace una interesantísima etnografía del macarreo para fijar en la memoria colectiva los efímeros mitos callejeros, acercándose a esos personajes, a través de muchas entrevistas, como si fuera uno de los hermanos Grimm arrimándose a la sabiduría popular de los cuentos y los mitos del folclore centroeuropeo. Si los Grimm interrogaron a ancianas y gentes de poblaciones rurales, este antropólogo cultural explora la ciudad en profundidad por sus barrios y, aprovechando que en Madrid siempre se ha hecho mucha vida en la calle, consigue un muestrario amplio de batallas.
De esta forma, se analizan y se cuentan historias de los rockers o “desterrados de la Movida”, de los punkis de Malasaña, de los raperos de Torrejón, de los heavys de Carabanchel o de otras pandillas que se dieron en territorios salvajes en el pasado como fueron Lavapiés, Cuatro Caminos y Vallecas. “En las grandes ciudades hay una gran inmigración en los años cincuenta y sesenta del mundo rural. Madrid es el gran foco. En la ciudad surgen las patologías mentales y la delincuencia. Un macarra típico es aquel que viene del campo y se pervierte en la ciudad, en una época en que era más dura, no estaba construida, y el espacio urbano del extrarradio hace que la ciudad no vaya a ellos sino ellos a la ciudad. Canillejas, Vicálvaro o Vallecas son así y, luego, son absorbidos por la ciudad”.
Actualmente, las pandillas son cosa del pasado o, al menos, ya no pueblan los barrios como en décadas atrás. “Ha cambiado totalmente la forma de relacionarse de la ciudad. Antes, el barrio era identidad, significa que era el todo. No había internet y todo se hacía en la calle y pasaba por ella”.
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