Mascarillas sin control en las terrazas y en el interior de los bares: “Madrid es el paraíso”
Taparse nariz y boca es obligatorio en toda la comunidad, pero casi nadie lo hace y los camareros se quejan de ejercer un papel policial
Solo falta el clarinete de Woody Allen. A mediodía y con un sol de escándalo sobre la Plaza Mayor, una pareja de franceses cierra los ojos al son de una coca-cola y una botella de agua con gas. Sin mascarillas a la vista, sonríen, se hacen fotos. De 29 años y con la tez blanquecina, el anestesista Hugo y la psicóloga Estel tomaron un vuelo el domingo desde Lille —a 220 kilómetros de París— para descansar cinco días en la capital de España. “Necesitábamos un paréntesis, porque en nuestra ciudad todo está cerrado desde hace seis meses”, sonríe Hugo mientras desecha la tapita de aceitunas. “¡No paro de mandar fotos a mi madre! Esto es increíble. ¡Nosotros a las seis de la tarde estamos en casa!”. Su pareja Estel, de pocas palabras, se suma a la conversación con una frase de eslogan: “Una coca-cola en una terraza. Joder, esto es el paraíso”.
Madrid es una gran terraza. Hace 12 días que la Comunidad de Madrid amplió de cuatro a seis los comensales por mesa en el exterior. La presidenta Isabel Díaz Ayuso obligó a todos los madrileños a llevar la mascarilla tanto dentro como fuera porque, hasta esa jornada y casi un año después de la pandemia, solo era una recomendación. Tras dos semanas de normativa, pocas cosas han cambiado en Madrid.
“La mascarilla me genera un problema con el cliente”, cuenta el camarero bonaerense Federico Herrera, de 52 años, mientras prepara unas tostadas de jamón con tomate en pan payés. “Si yo me acerco y le digo a ese de allí que se la ponga, se enfada. He optado por no decir nada o que, si ven a la policía merodeando por la puerta, se la suban”. Joaquín Sabina dice que solo en Antón Martín hay más bares que en toda Noruega. El Benteveo de Herrera es un clásico de este barrio. De estilo, argentino, la cantina ofrece cafés espumosos, mermeladas caseras, churros, empanadas o menús del día con crema de verduras y hojaldres de calabacín y puerros. Es un local camaleónico.
— ¿Qué tal se lleva con Ayuso?
― (Ríe) Honestamente nos beneficia, pero soy de los que creen que deberíamos cerrar todo y que nos dieran ayudas.
De los 10 clientes del local, solo una llevaba la mascarilla puesta. Tirar una caña en Madrid es una cuestión política desde el inicio de la pandemia. La hostelería es uno de los sectores que más empleos ha generado en España en los últimos años. En la capital son cerca de 270.000 familias. Un negocio que aporta el 4,6% del PIB a la ciudad. Alejandra Martín y Lucía Alvariñas, de 28 y 29 años, han quedado para desayunar en el interior del Benteveo. “Asumo el riesgo de no llevarla dentro porque hay cierta apatía”, cuenta una de ellas mientras se la saca del bolsillo. “Tengo cierta confianza porque me chequean semanalmente en el trabajo. Al final te vas haciendo un núcleo pequeño de amigos y te la quitas con ellos”. De la mascarilla, un rato después, ni rastro.
Caminar por las terrazas y los bares del centro de Madrid da una imagen de los nuevos tiempos. Lo que antes era un objeto exclusivo del quirófano, ahora es como llevar ropa interior. Hay mascarillas con banderas de España, lunares, de colores, con nombres y hasta con publicidad. También existen distintas modalidades de uso. Están los que se cubren la boca sin tapar la nariz, los que fuman con ella bajada, los que la llevan colgando de una oreja o de adorno en la barbilla. Y los que van a la terraza, se sientan y se la quitan, como estuvieran recién vacunados.
“La verdad es que estamos un poco hartos de todo”, dice la veinteañera vasca Ane Calzada, que estudia un máster de estudios latinoamericanos. Ha quedado con su amiga Uxue en un bar de los alrededores de la Plaza Santa Ana. “Por un lado, digo que Madrid es la hostia, pero por otro me da miedo. A mí nunca me han llamado la atención por no llevar la mascarilla puesta en las terrazas”. La multa, si llega, son 100 euros. “En el País Vasco se ha cerrado todo y es deprimente”. El escritor Xoan Tallón escribe en el libro de crónicas Mientras haya bares: “Un pueblo que pierde la capacidad para convocar una reunión alrededor de la barra de un bar, es un pueblo muerto. Da igual que aún tenga habitantes. Como pueblo, es un cadáver”.
Desde el inicio de la pandemia, el Gobierno madrileño ha informado a los medios de que el 80% de los contagios se producían en casa, sin desglosar de dónde salían estos datos. El martes, la Consejería de Sanidad publicó por primera vez que los brotes se dan, y por este orden, en las reuniones sociales, en el trabajo, en los hospitales y en el ámbito familiar. La cifra echa por tierra el argumento que ha defendido el equipo de la presidenta. Ayuso ha basado su estrategia política de la pandemia en torno al sector de la hostelería. “Para Madrid, la salud es lo primero, pero no se puede desligar de la economía y el tiempo nos está dando la razón”, dijo ayer en otro acto en el edificio principal de la Puerta del Sol. La región ha sido la comunidad más laxa en cuanto a los horarios. Nunca se han cerrado los bares. Este jueves, además, la presidenta tiene previsto anunciar que la hostelería cerrará a las 22.00, en vez de a las 21.00 como hasta ahora.
“Lo de la mascarilla es un sindiós. La gente pasa y hace lo que le da gana”, cuenta mientras prepara un café solo el gallego José Manuel Silva, de 44 años. “De vez en cuando, la policía viene y nos dice: ‘Chicos, estad pendientes’”. Silva lleva el turno de mañana del Café San Millán, un codiciado esquinazo en La Latina. “No podemos controlar a los clientes ni dentro ni fuera. A la gente le dura dos minutos el aviso porque van a su bola”. En el interior, la tele está encendida y en silencio. Ferreras habla y gesticula sobre la pandemia. Un señor sin mascarilla lo observa con la taza de café terminada.
En la veintena de bares del centro consultados, los comensales y camareros están “hasta las narices” de las normas. Otro dato: el 69% de los consumidores madrileños prefiere tomarse una cerveza en un bar antes que en casa, un porcentaje seis puntos mayor que antes de la pandemia, según un estudio publicado este miércoles por la plataforma Gelt, que cuenta con 1.200.000 hogares que usan su aplicación y que analizan 800.000 tiques de compra al mes.
El gallego Óscar Gil, enfundado en un traje negro, lo observa a diario. “En cuanto la gente se toma una caña ya da igual todo. El problema es ese. A mí me vienen a pedir normas de seguridad y yo no puedo obligar a nadie. Mi trabajo no es ese. Yo soy camarero y me exigen algo por lo que no me pagan. Es que me tengo que pelear con un cliente porque me dice la policía que está mal sentado y yo no soy responsable de los contagios. ¿Qué se cree la gente?, ¿que yo no sufro?, ¿que yo no tengo hijos que alimentar?, ¿que no tengo que pagar el alquiler? No somos robots y estamos en primera línea también”. Gil, tras el cabreo, presume de un delicioso arroz con bogavante en su restaurante Cantalejo de La Latina.
A pocos metros, en la Plaza Mayor, su colega del gremio Alfonso Vargas llama a la atención de cualquier viandante: “Señores, ¿una cañita en la terraza?, ¿quieren comer?”. Dice que aún le quedan ocho años para jubilarse legalmente. “La gente está hasta el gorro. La miseria esta va a acabar con todos. En mi restaurante tenemos muchos clientes franceses, que no sé de dónde coño salen. El domingo uno me decía que se cogieron un vuelo barato o no sé qué para echar el fin de semana”.
― ¿Les llama la atención si van sin mascarilla?
― Hombre, si se desmadran, sí. Si charlan y tal, no.
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