La izquierda valenciana y el ecologismo político
Cuando valoramos las políticas ambientales ha faltado en estos ocho años transversalidad
La cuestión ambiental, demasiadas veces confundida por la energética, ha sido por fin motivo de encendida discusión y saludable encono político estos cuatro años. Tras una campaña, la de 2019, barnizada de proclamas sobre la emergencia climática a las que no siguió el posterior reflejo institucional que se le suponía, no ha sido hasta hace unos pocos meses cuando se ha sustanciado más allá de manidos eslóganes. El monumental esfuerzo del primer Botànic -en cuyas filas estuvieron algunos de los mejores consellers y conselleras de la democracia, además del mejor presidente y vicepresidenta que hemos tenido los valencianos y valencianas-, que tuvo la ardua y muy ingrata tarea de virar el rumbo de incompetencia, corrupción y desidia marcado por el Partido Popular, necesita ser dotado de continuidad. Y de algo que, debemos asumirlo, le ha faltado estos ocho años cuando valoramos las políticas ambientales: transversalidad.
La cuestión ambiental, que va mucho más allá de la climática, no puede circunscribirse a un único departamento, ni a que este ejerza la función de poli malo mediante los instrumentos burocráticos de que dispone, como la evaluación de impacto ambiental (recordemos que con una carencia crónica de personal). Las políticas sanitarias deberían ser indisociables del estado del medio ambiente: nuestra salud depende de ello. También las de infraestructuras, las de bienestar social, las de planificación territorial, las económicas, las turísticas o las educativas. Todas. El cambio de rumbo no puede recaer sólo en uno de los brazos del gobierno valenciano.
Para conseguirlo, la izquierda, toda ella, debe bajar a la arena en la batalla ecologista, y hacerlo más allá de fricciones en el propio gobierno. Se ha producido (¡por fin!) el esperado debate sobre si el ecologismo es de izquierdas o de derechas. El greenwashing (el lavado de cara verde) está a la orden del día en grandes empresas, pero también en instituciones y partidos, que expresan su preocupación por “el planeta”, y anuncian acciones cosméticas sin cambiar un ápice su modelo de negocio o el núcleo de su programa electoral. Sin embargo, tratan de reapropiarse de la alarma ciudadana para llevársela a su parcela, y es ahí donde debe ponerse una barrera.
No debe confundirse la preocupación por el medio ambiente, el amor por la naturaleza o la angustia ante las previsiones del cambio climático con las políticas ecologistas. Son cosas distintas. Sí, por supuesto: una persona de derechas puede estar muy preocupada por el medio ambiente. Pero las respuestas a la crisis ecosocial que vivimos están indisolublemente ligadas a políticas de redistribución de la riqueza, a la justicia social, a regulaciones estrictas y a un nuevo concepto de equidad territorial que conforman —o deberían hacerlo— el corazón de unas políticas de izquierdas, y que son rechazadas en bloque por el centro, la derecha y la extrema derecha. Y, puesto que legítimamente les pertenece, los partidos que se consideren de izquierdas deben enarbolar esa bandera con orgullo, convicción y coherencia. La clave está en que el ecologismo impregne los discursos más allá de los párrafos que tenga asignados la mención medioambiental en los mítines, que el gobierno resultante entienda que esta es una de sus columnas vertebrales, y no una extremidad que puede ignorar de forma intermitente. Que quienes tengan que ponerlo en práctica se lo crean.
El camino del tercer Botànic debería ser, si quiere tener vocación de futuro y ejercer de freno de la desigualdad, el del ecologismo político. Ha habido baches y desvíos, y seguro que habrá más, pero volver atrás, en pleno 2023, no es una opción. Que tinguem sort, que cantaba Lluís Llach.
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