De cómo el ‘molt honorable’ Camps acaba ‘castigado’ en primera fila por incordiar en el banquillo de los acusados
El expresidente ha pasado de la pompa de la Generalitat valenciana a que el tribunal que le juzga tenga que llamarle la atención por mal comportamiento
Francisco Camps se mueve inquieto. No le gusta lo que escucha. Los líderes de Gürtel (Francisco Correa, Pablo Crespo y Álvaro Pérez, alias El Bigotes) llevan horas destripando ante el tribunal de la Audiencia Nacional el desembarco de la red corrupta en la Comunitat Valenciana, señalándole a él como la vía de entrada de la trama en la región. Nervioso y visiblemente irritado en más de una ocasión, hace chascarrillos y aspavientos. El expresidente no se contiene. Y tampoco halla consuelo en las páginas del libro de Benedicto XVI que se ha llevado consigo al banquillo de los acusados, Dios y el mundo, que apenas ojea y que arranca con contundente indulgencia: “Dios sabe cómo somos nosotros. Sabe que somos carne. Y polvo. Por eso acepta nuestra debilidad”.
La vista oral contra Camps (y otras 25 personas) por su presunta implicación en el caso Gürtel, que lo ha devuelto al banquillo tras salir absuelto del caso de los trajes, empezó en enero y acumula ya cinco sesiones. Suficiente para que el exdirigente del PP haya mostrado dos caras. Fuera de la sala, ante las cámaras, interpreta a un expresidente afable y tranquilo, que repite que la acusación contra él no tiene recorrido —“es causa finita”— y que asegura que, cuando se le declare inocente, la Fiscalía Anticorrupción no tendrá otro futuro que la “disolución”. Pero dentro se transforma: suelta comentarios despectivos contra los jueces y gracietas, que le ríen otros procesados. Hasta tal punto que el presidente del tribunal le ha llamado la atención (“Señor Camps, por favor, guarde silencio y respeto”) y le obligó a sentarse en primera fila después de que Correa y el abogado de El Bigotes denunciasen que les insultó, llamándoles “hijo de puta” y “miserable”.
Aunque no es la primera vez que agota la paciencia de un juez—en la vista del caso de los trajes, el magistrado Juan Climent le amenazó con echarlo de la sala por no guardar silencio y por las muecas y gestos que hacía—, algunos de sus compañeros de partido creen que ahora ha subido a otro nivel. No acaban de entender qué le ha pasado. Achacan su conducta a los “nervios”, al “desgaste personal” o a que, dado que la política era su vida, su vida se ha visto destrozada y de ahí su comportamiento. “Yo no sé si está desquiciado”, apunta otro de sus camaradas del PP. Hay, incluso, quien lo intenta justificar, alegando que quizá es una estrategia de defensa. Pero queda ya muy lejos ese Camps institucional que escaló hasta la cima del poder y que en 2009, tras estallar el caso Gürtel, comenzó a caer. Hasta día de hoy.
Francisco Camps fue concejal, diputado, consejero, secretario de Estado, vicepresidente primero del Congreso y delegado del Gobierno antes de llegar a la presidencia de la Generalitat. Entre 1991 y 2003 ocupó seis cargos y formó parte, de la mano de Rita Barberá, de esa camada de jóvenes populares, convencidos y preparados, en los que después se apoyó José María Aznar. Era un tipo serio, tal y como le recuerdan hasta sus adversarios políticos de entonces (aunque otros se refieren a él como “pusilánime”). De forma que, cuando Aznar llamó a Eduardo Zaplana a ocupar la cartera del Ministerio de Trabajo, llegó el momento de su salto a la presidencia valenciana, a ser el molt honorable president de la Generalitat. Y ganó, con tres mayorías absolutas, todas las elecciones autonómicas a las que se presentó.
Pero todo cambia. Quien se había visto con fuerza para hacerse con el poder valenciano —no solo institucional sino también orgánico, arrebatándole el control del partido al mismo Zaplana— y quien incluso llegó a sonar para suceder a Mariano Rajoy, tuvo que enfrentarse al “tremendo lío”, como él lo calificó, de Gürtel, la red corrupta que se extendió por la Comunidad Valenciana y que, como han reiterado ahora quienes la tejieron, entraron en este territorio de la mano de Camps. Entonces, el “curita”, que era como le llamaban los cabecillas de la trama, empezó a aparecer en público con esa sonrisa amplia forzada y nerviosa que ya no ha podido desdibujar de su cara: “Claro que me pago mis trajes”, aseguró enseñando todos los dientes cuando fue imputado por recibir regalos de los corruptos.
Fue a partir de Gürtel cuando el todavía presidente regional empezó a prodigarse con palabras grandilocuentes para describir el momento en el que, poco a poco, la justicia lo ha situado a él y al Gobierno y PP autonómico que encabezó: con una buena parte de los miembros de sus cúpulas ya condenados. “Me someten a instrucciones sumarias”, “pretenden mi muerte civil”, “soy pasto de la persecución de la izquierda”, “son todo insidias”, repetía cada vez que se le preguntaba por su implicación, y fueron muchas. Su tono histriónico se hizo cada vez más habitual, pero aún guardaba ciertas formas.
La larga caída
Hasta ese 2009, Camps lo tenía todo. Poder en la Comunidad Valenciana, poder en Madrid por su estrecha relación con el entonces candidato Rajoy, poder en el partido, como baluarte por el control de una de las autonomías que más votos podían aportar para optar a la presidencia del Gobierno. Hay quienes sitúan ahí su cambio de actitud. “El click fue cuando descubrió lo que era el poder. Y le gustó”, aseguran fuentes del partido.
En aquel momento, el presidente no se esperaba lo que se le venía encima. Dos meses antes de que estallara el caso Gürtel, Camps hablaba distendido y cariñoso con El Bigotes, el hombre de la trama en Valencia y su “amiguito del alma”: “Te quiero un huevo”, le decía y le exigía lealtad “durante toda la vida”, aunque ahora niegue esa cercana relación con quien, incluso en el discurso del día de su boda, regaló palabras de agradecimiento para el jefe del Gobierno autónomo. Una “amistad” que Álvaro Pérez ha querido subrayar en el juicio que se celebra actualmente en la Audiencia Nacional: “Me apreciaba y quería. Yo era su amigo [...] Me parecería obsceno negar lo evidente [...] Yo le pedí a Camps que me ayudara, y él me ayudaba”.
Tras explotar el escándalo, Gürtel empezó a llevarse cargos por delante. Dimitieron, entre otros, Alberto López Viejo, consejero de la Comunidad de Madrid; y Arturo González Panero, Guillermo Ortega, Jesús Sepúlveda y Ginés López, alcaldes de Boadilla del Monte, Majadahonda, Pozuelo de Alarcón y Arganda del Rey, respectivamente. Dimitió incluso el tesorero del PP nacional, Luis Bárcenas, autor de la contabilidad b de la formación conservadora, que se investigaría después como una derivada del caso. Pero Camps siguió en su puesto, con el apoyo de Rajoy. “Yo te creo”, le dijo el presidente del partido. “Siempre estaré detrás de ti, o delante o al lado, me es igual”, le prometió.
Es más, Camps llegó a presentarse a sus terceras elecciones en mayo de 2011, ya imputado. Y volvió a ganar. Pero el triunfo le duró dos meses. Lo que tardó la justicia en sentarle por primera vez en el banquillo, por el caso de los trajes. Cuando se esperaba que confirmara un acuerdo de conformidad con la Fiscalía, declarándose culpable, como había quedado con sus compañeros de banquillo —Ricardo Costa, su secretario general y número dos en el PP valenciano; Víctor Campos, su vicepresidente; y Rafael Betoret, jefe de gabinete de la consejería de Turismo—, el guion dio un giro inesperado. Camps y Costa nunca rubricaron ese acuerdo en el juzgado. Y el presidente de la Generalitat presentó su dimisión el 20 de julio. Fue cuando Rajoy le dio a elegir entre “la deshonra” de ser un presidente autonómico con condena o renunciar al cargo. Meses después, un jurado popular le declaró inocente por los trajes. Pero la debacle avanzaba sin frenos.
Los casos de corrupción se sucedieron a un ritmo de infarto en la Comunidad Valenciana. En 2012, 10 de los 55 diputados del PP en las Cortes estaban imputados. En 2019, los diez concejales populares del Ayuntamiento de Valencia estaban imputados.
A la pérdida de poder institucional de Camps siguió la pérdida de control en el partido y la limpia que su sucesor, Alberto Fabra, comenzó a realizar en las instituciones, apartando a los investigados y salpicados por corrupción. Su sucesora al frente del PP, Isabel Bonig, no cejó en esa tarea, pero su sustento orgánico duró lo que el poder alicantino tardó en recomponerse y el entonces líder del PP nacional, Pablo Casado, designó a Carlos Mazón, hijo político de Zaplana, como cabeza visible del PP valenciano. “He vivido el bochorno y la vergüenza de algunos que han empañado el trabajo de tantos cargos públicos del PP y que hemos tenido que pagar todos o casi todos”, dijo Bonig cuando presentó su renuncia ante el ninguneo de Casado.
Y mientras, Camps, apartado de la política pero entrando y saliendo de investigaciones judiciales, seguía convocando a la prensa para hablar del “linchamiento” al que estaba sometido y de su “indignación”. Asumió el papel de mártir tras el “sacrificio” que había hecho al presentar la dimisión como presidente.
En 2018 fue la primera vez que intentó volver a la primera línea, ofreciéndose como candidato a la alcaldía. “Ya gané unas elecciones imputado”, dijo entonces. Nadie en el PP le tomó en serio. Tampoco en 2022 cuando insistió en ello. “Él está convencido de que volvería a ganar”, señala un dirigente que lo conoce desde sus primeros pasos en política. Pero el partido lo da por amortizado. No ahora, ya en 2013 y después de que el Supremo ratificara su absolución por la causa de los trajes. El entonces presidente de la Diputación de Castellón, Javier Moliner, fue claro: “El tiempo de Camps al frente de la Generalitat pasó. En política, ser inocente no basta, es necesario que los que estamos en primera línea planteemos un modelo de gestión eficiente y logremos la confianza de los ciudadanos”.
El PP, pese al abandono al que sometió a Rita Barberá, fallecida en 2016, ha ensalzado su figura y la ha vuelto a tomar como referencia. Nadie ha hecho lo mismo con Camps, que se protege en el juicio de la Audiencia Nacional con sus acólitos, quienes le rodean en los descansos, celebran las declaraciones a su favor y le siguen llamando “president”. Pero las llamadas de arriba dejaron de sonar en el teléfono del Molt Honorable hace mucho tiempo.
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