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Club Maritimo de Barcelona en 1924
Un hidroavión F.3 posado frente al Real Club Marítimo de Barcelona en 1924..Archivo Ángel Sánchez Serrano
LA CRÓNICA
Columna
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Los hidroaviones olvidados de Barcelona: la gran aventura de los marinos con alas

Un libro recupera la historia de la base de la Aeronáutica Naval en los años veinte y principios de los treinta del siglo pasado en el puerto de la ciudad

Jacinto Antón

Me encantan los hidroaviones, no sólo porque representan la quintaesencia de la aventura sino porque mi abuelo fue piloto de esos aeroplanos en los años veinte del siglo pasado. Aparatos de naturaleza dual que con sus alas y flotadores simbolizan la unión del cielo y el agua, los hidroaviones fueron y siguen siendo unas de las máquinas más fascinantes de la historia de la aviación. Hoy la gente cuando piensa en ellos lo que visualiza es sobre todo a los hidroaviones amarillos de la lucha contra incendios forestales —los clásicos Bombardier 415 (antes Canadair) o los Air Tractor 802 Fire Boss—, normalmente aviones anfibios, que también pueden operar desde tierra. Pero dondequiera que ha habido lugares agrestes de difícil acceso allí han estado los hidros. Su capacidad de posarse en las aguas de mares y lagos y despegar desde ellas les ha permitido llegar a parajes remotos para los que no existía otra vía de acceso, ya fueran las inmensidades de Canadá y Alaska o las junglas de Nueva Guinea (el Curtiss HS-2L, el Norseman, el Bellanca Pacemaker, el Junkers W 34, el De Havilland Otter: aviones mágicos y rutilantes en los que cargar tu mochila y tus ansias de vida salvaje). Siempre han sido unos aparatos muy cinematográficos, desde el Grumman J2F-6 Duck de La guerra de Murphy al Savoia S.21 de Porco Rosso, por poner sólo dos ejemplos. Entre los más famosos (sin olvidar a los de Tintín, me advierte José Maria Milá: el de El cangrejo de las pinzas de oro era un precioso Bellanca Pacemaker amarillo y a Hergé le chiflaban los Sunderland), están el Plus Ultra, claro, el Dornier Wal con el que Ramón Franco cruzó el Atlántico Sur en 1926; el mastodóntico y malogrado H-4 Hércules Spruce Goose de Howard Hughes/ Di Caprio, o el viejo PBY Catalina de la US Navy rebautizado Flying Calypso que usaba Cousteau y a los mandos del cual se mató su hijo Philippe Pierre al precipitarse en el Tajo en 1979. Los fenomenales Catalina (decisivos en la caza del Bismarck y en la batalla de Midway), junto con los Sunderland, los Arado Ar 196 que embarcaban los buques de alta mar de Hitler, o el magnífico Kawanishi H8K Emily japonés, son parte de la leyenda de la Segunda Guerra Mundial.

Aunque hay hidroaviones desde que el 28 de marzo de 1910 el francés Henri Fabre voló en uno por primera vez, bautizado muy convenientemente Le Canard, y a que en la Primera Guerra Mundial ya hubo ases de hidros —como el austrohúngaro Von Banfield (un nombre muy explosivo), con 9 victorias, todas a los mandos de este tipo de aviones—, fue el periodo de entreguerras la época de oro de los seaplane, como se los denomina en inglés. Entonces parecía que los hidroaviones eran el futuro de la aviación comercial y líneas aéreas como Imperial Airways operaban con grandes y lujosos aparatos de esta clase, entre ellos los cuatrimotores Short Empire con los que se hacía la ruta Southampton-Sidney en diez días. Fueron los tiempos también de las musculadas expediciones trasatlánticas fascistas de las flotas de Savoia-Marchetti S.55 de Italo Balbo.

En realidad, hay que diferenciar dos clases de hidroaviones, los hidroflotadores (floatplane), que en vez de tren de aterrizaje llevan flotadores (dos o tres) y no tocan el agua con la panza, y las hidrocanoas (flying boat, como los Catalina o los Short Empire), que sí lo hacen y en las que el fuselaje tiene forma de casco de barco y proporciona flotabilidad, con la ayuda también de pequeños flotadores bajo las alas.

Para muchos será una sorpresa saber que Barcelona, más allá de los actuales aparatos contraincendios y la presencia ocasional durante la Guerra civil de los Zapatones, los Heinkel He 59 de la Legión Cóndor que operaban desde Pollensa, tiene una especial, casi íntima relación con los hidroaviones. La ciudad albergó en los años veinte y principios de los treinta del pasado siglo en el puerto una importantísima base de hidros de la Aeronáutica Naval —el arma aérea de la marina de guerra española— y su escuela, que comenzó sus cursos en 1921 con los Macchi M.18. En conexión con la base (oficialmente estación aeronaval de Barcelona) y sus instalaciones en el muelle del Contradique, junto a la dársena del Morrot, estaban varios buques, a la cabeza el primer portaviones español, el Dédalo (1922-1940), en realidad un portahidros (cargaba hidroaviones que se arriaban con grúas para despegar desde el mar y eran recogidos de igual manera; llevaba asimismo un dirigible en un hangar en cubierta). Fue construido —a la sazón por mi bisabuelo, marino de guerra, coronel de ingenieros y al que he de agradecer llevar también el sambenito, uy, el nombre, de Jacinto— en esa misma época en los Talleres Nuevo Vulcano, astilleros en el muelle Nuevo del puerto, a partir de la reconversión del vapor España nº 6, ex Neuenfels alemán.

Escuadrilla de reconocimiento de hidros S.62, en el puerto de Barcelona.
Escuadrilla de reconocimiento de hidros S.62, en el puerto de Barcelona.Academia General del Aire (AGA)

Un libro revelador y apasionante, en torno al que se celebrará un acto este miércoles en la Comandancia Naval de Barcelona, cuenta la inédita y muy desconocida historia de los hidroaviones barceloneses —los enormes Felixstowe F.3, los Supermarine Scarab, los Savoia S.16 y S.62, los numerosos Macchi M.18, los M.24…—, sus pilotos y tripulaciones, los mecánicos que los hacían volar, el Dédalo y las instalaciones aeroportuarias destinadas a ellos, con especial atención a lo que significó la presencia de aparatos y personal en la ciudad, en sus aguas y su cielo. Flyngboat, la Aeronáutica Naval en Barcelona, es obra de dos de nuestros mayores especialistas en historia de la aviación militar, David Gesalí y David Íñiguez, y lo publica la Fundación Enaire, de AENA. Cuenta con un gran despliegue de documentación y fotografías, parte de ellas inéditas.

“Eran marinos con alas”, sintetizan los davids hablando de aquellos aviadores de hidros entre los que se contaba, sin ir más lejos, mi abuelo, teniente de navío entonces, piloto de la Aeronáutica Naval y que como jefe de una escuadrilla de hidroaviones del Dédalo participó en 1925 en el desembarco de Alhucemas y otras operaciones de la guerra en África, tomando parte en numerosas acciones de combate y bombardeos. No es como si hubiera sido, no sé músico, o poeta, pero yo lo encuentro muy emocionante.

“En esa época, los años veinte, volar era todavía una gran aventura, no había nada más apasionante, y la gente veía a los aviadores como personajes audaces y novelescos, los héroes del momento”, señala Iñíguez. “Los hidros, con su mística añadida, tenían además un aura romántica, y los oficiales pilotos, muchos aristócratas, respondían a la imagen glamurosa del aventurero intrépido y elegante, que saludaba desde el aire a las señoritas”.

Volar hidros era, no obstante, muy peligroso. Lo peor, paradójicamente era el agua en calma y luminosa que provocaba el “mar de espejo” que impedía calcular bien las distancias al amerizar. El relato de los davids está lleno de accidentes terribles. “No había nada más apasionante que volar entonces, pero a menudo te jugabas la vida, se mató mucha gente, soportaron pérdidas tremendas”, explica Gesalí, que es bombero además de historiador “y no me acojono fácil, pero cuando ves que ellos cada tres meses enterraban a un compañero…”. Entre los accidentes más espectaculares está el del hidro que cayó en el patio interior de un edificio de la calle de Escudillers. El Ayuntamiento llegó a pedir que los hidroaviones no volaran sobre la ciudad.

En parte la siniestralidad se debía a que los hidroaviones son más difíciles que los aviones convencionales, pero además la Aeronáutica Naval siempre vivió en Barcelona en una situación de extraordinaria precariedad material. Los aviones (el libro presta mucha atención a los modelos, una quincena en total, y variantes) a menudo no estaban en buenas condiciones, y las adquisiciones de aparatos no ayudaban: muchos eran parte del stock sobrante de la Primera Guerra Mundial. Había que revisarlos todo el rato. Se hacían continuamente apaños, canibalizaban algunos hidros para que pudieran volar otros, y las instalaciones y talleres eran insuficientes. Se construyeron algunos modelos aquí, como el Savoia 62, pero la industria tenía poca capacidad de producción.

¿Qué tal era la fuerza, militarmente? “Había la voluntad de estar a la altura de la Europa moderna, pero los otros países habían avanzado mucho con la guerra mundial y se habían puesto al día. En las campañas de Marruecos, la Aeronáutica Naval cumplió bien su deber, hizo su trabajo, pero el material estaba muy obsoleto. El Dédalo no daba más de sí, aunque para los barceloneses era como ver la nave Enterprise, lo cierto es que aparentaba más de lo que era”.

El portahidros 'Dédalo' en Barcelona, listo para su primera campaña en África en 1922. Carga aparatos Felixtowe F.3 y Savoia S.16.
El portahidros 'Dédalo' en Barcelona, listo para su primera campaña en África en 1922. Carga aparatos Felixtowe F.3 y Savoia S.16.Colección Ángel Sánchez Serrano.

La relación con la sociedad civil barcelonesa era muy buena, tanto con la burguesía como con las clases populares. Los miembros de la Aeronáutica Naval se implicaban en el día a día de la ciudad bulliciosa, participaban en fiestas y festivales, y estaban muy presentes en la vida social. Se sentían en su casa. Promocionaron mucho la aviación. Los niños veían los hidroaviones y soñaban con ser pilotos, y algunos lo lograron. La gente se solidarizaba cuando había accidentes y los funerales de los caídos fueron siempre multitudinarios.

Queda muy poca memoria de todo aquello, deploran los dos historiadores del aire. “Y es una pena porque fue una época muy interesante, una pequeña Belle Epoque, y el de la Aeronáutica Naval un episodio muy importante, que además dejó imágenes muy guapas, como las de los hidroaviones flotando en el agua frente al Real Club Marítimo. Pero no es algo que Barcelona recuerde”. Los davids reflexionan que la tendencia actual antimilitarista hace que se vea mal una historia que tiene que ver con la Armada y la aviación de combate. Recalcan que entonces no se veía a los marinos pilotos con animadversión o como una amenaza, sino como parte integral de la sociedad. De hecho, mi abuela se casó con uno. Se fueron a vivir a casa de la familia de ella, la antigua torre que se alzaba en Escuelas Pías 29. Mi abuelo acostumbraba a sobrevolar la casa con su hidro y lanzarle flores a mi abuela. También lo hizo su escuadrilla durante la boda en la propia torre. La ceremonia, según se publicó en las Notas de sociedad del Diario de Barcelona del 3 de enero de 1926, fue un hito en “la vida mundana barcelonesa”, con 300 invitados. Fueron testigos de boda el capitán general Emilio Barrera, el gobernador civil Joaquín Milans del Bosch y el almirante Antonio de Eulate. La novia “realzaba su gentil figura con elegante traje bordado de cristal y se adornaba con hermosos encajes antiguos de mucho valor”, mientras que el novio “ostentaba el uniforme de gala de los oficiales de la Armada Real de España con las insignias de la aviación y de diferentes condecoraciones” (entre otras la Cruz de Primera Clase del Mérito Naval).

La Aeronáutica Naval pagó un alto precio en la Guerra Civil. Pero esa es otra historia, con sus propios hidroaviones, que los davids relatarán más adelante…

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Sobre la firma

Jacinto Antón
Redactor de Cultura, colabora con la Cadena Ser y es autor de dos libros que reúnen sus crónicas. Licenciado en Periodismo por la Autónoma de Barcelona y en Interpretación por el Institut del Teatre, trabajó en el Teatre Lliure. Primer Premio Nacional de Periodismo Cultural, protagonizó la serie de documentales de TVE 'El reportero de la historia'.

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