El verano más duro en medio siglo de los aviones apagafuegos
Solo 10 de los 18 hidroaviones del Ejército del Aire están operativos, pero el número de horas de vuelo casi triplica al año pasado
Un hidroavión del 43 Grupo de Fuerzas Aéreas rompió el año pasado uno de los flotadores que cuelgan bajo sus alas cuando cargaba agua en la bahía de Pollensa. El aparato perdió estabilidad y se habría estrellado de no ser por la pericia del piloto. Fue en ese mismo lugar, frente a la isla de Mallorca, donde en marzo de 2003 se precipitó al mar uno de estos aviones pintados de rojo y amarillo, cuya silueta se ha hecho popular por los cielos de España, hasta el punto de que al divisarla todos se preguntan dónde está el fuego.
En aquel siniestro murieron dos tripulantes, los últimos de una lista de 15 en los 51 años que lleva funcionando esta unidad adscrita al Ejército del Aire y dependiente del Ministerio de Transición Ecológica, heredero del antiguo departamento de Agricultura. Un muerto es demasiado, pero 15 en medio siglo no son tantos para una misión de alto riesgo: vuelan a muy baja altura, entre hondonadas y riscos, sorteando las columnas de humo y los remolinos y turbulencias que produce el viento entre las montañas y que alimentan los propios incendios. Los aviones comprados por España no llevan radar meteorológico ni piloto automático. Sus sensores son los ojos y sus ordenadores los cerebros de la tripulación.
“Cargar en el mar, entre olas, es más complicado que hacerlo en un pantano”, explica un piloto experimentado, para ilustrar lo sucedido hace un año. Salvo si, como sucede ahora, la sequía ha vaciado los embalses y no se sabe si hay fondo suficiente para echarse al agua. Los botijos, como se los llama popularmente, no necesitan mucho: solo 50 centímetros. En 12 segundos, deslizándose por la superficie a 70 nudos (130 kilómetros por hora), llenan un depósito de 6.000 litros, sin ayuda de ningún motor de absorción, solo por la fuerza de la inercia. Pero desde el aire es difícil medir la profundidad y, para evitar sorpresas, han tenido que prescindir de algunos ramales poco seguros de los pantanos. Bastante tienen los pilotos con calcular cómo salir del embalse, a menudo rodeado de montañas, cargados con seis toneladas de peso.
En la temporada de incendios, entre el 1 de junio y el 31 de octubre, se suspenden vacaciones y permisos y los 144 efectivos destinados en Torrejón de Ardoz (Madrid) se despliegan por seis bases desde las que cubren todo el territorio peninsular: Santiago de Compostela, Salamanca, Badajoz, Málaga, Zaragoza y Pollensa. En las Canarias no hay destacamento permanente. En caso necesario, se desplaza desde Málaga y está listo para actuar en cinco horas y media.
El Grupo 43 tiene 18 aparatos Canadair: 14 CL-215, más antiguos, y 4 CL-415, pero solo diez están operativos. Su edad media supera los 30 años y sufren averías recurrentes y problemas estructurales, achaques fruto de la fatiga, según fuentes militares. El ministerio de Teresa Ribera ha lanzado un programa para modernizar diez aviones, por 24,5 millones, y tiene en cartera la compra de otros cuatro, pero, mientras se renueva la flota, los incendios forestales no cesan en un verano en el que las olas de calor se suceden sin tregua.
132 incendios que apagar
“Este año está siendo el más intenso desde que la unidad existe. Ni los más viejos recuerdan nada igual”, admite el coronel Miguel Oliver, jefe del Grupo 43. “El más duro y virulento”, remata la ministra de Defensa, Margarita Robles, que este jueves ha visitado su cuartel general en Torrejón. Los datos hablan por sí solos: hasta el 15 de agosto, ha tenido que acudir a 132 incendios, más del doble que en el mismo periodo del año pasado (61); ha hecho 588 salidas para extinguir fuegos, frente a 255 en 2021; y ha cumplido 2.034 horas de vuelo, casi el triple que hace un año por estas fechas (827).
Defensa ha ofrecido adaptar cuatro helicópteros Chinook, capaces de cargar 4,5 toneladas, para extinción de incendios, y se estudia incluso emplear el avión A400M, que podría llevar 20.000 litros. Ninguno tiene, sin embargo, la versatilidad del botijo para repostar en un embalse cercano y volver una y otra vez sobre el fuego. Lo hace desde una altura de unos 30 metros y atento a lo que hay debajo: su descarga de agua puede matar a una persona o destrozar una casa.
Las focas, como se les llama también por su indicativo radio, se retiran a la puesta del sol. Aunque se han hecho pruebas con gafas de visión nocturna, el fuego deslumbra a los pilotos y los cables de alta tensión son una trampa difícil de detectar. Eso no significa que durante la noche estén ociosos. Los invisibles, mecánicos y personal de mantenimiento, se afanan en revisar los aviones para que estén a punto al amanecer.
El coronel Oliver se muestra orgulloso de todos sus subordinados, pero no se llama a engaño. “Los grandes incendios no se extinguen desde el cielo, hay que poner el pie en tierra para acabar con ellos”, advierte. La ministra Robles les agradece su trabajo y les pide que se cuiden. No hay tiempo para más. España arde por los cuatro costados. En un escudo figura el lema de la unidad: “¡Apaga… Y vámonos!”
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