Cuadrillas al pie de Vera de Moncayo para salvar su pueblo del incendio: “Apagábamos las llamas a mano, con la pala y las mangueras”
Un puñado de jóvenes y agricultores ha permanecido en la localidad zaragozana asediada por las llamas durante la noche del domingo al lunes, cuando el resto de vecinos fueron desalojados
La vida intentaba este lunes volver a su ritmo natural en Vera del Moncayo. En este municipio zaragozano todos coinciden en una cosa: el pueblo se ha salvado gracias a los jóvenes y los agricultores que se negaron a abandonarlo. Desde el sábado, varias cuadrillas se organizaron para colaborar y trabajar junto a los bomberos. En total, unos 50 vecinos resistieron en el localidad, amenazada por un voraz incendio, junto a los efectivos desplegados. Javier Lahuerta (41 años), Julio Lahuerta (54), Antonio Casas (58), Jesús Enbid (50) y David Gil (34 años) se reúnen en la barra del bar para tomar “la primera cerveza después del fuego”. Son hombres rudos, con las manos y el rostro curtidos por el trabajo del campo. “Las hemos visto de todos los colores aquí, pero con esto te daban ganas nada más que de llorar”, afirma Casas. “La gente me pregunta que cómo ha sido. No sé explicarlo. Solo se me ocurren tres palabras: cansancio, miedo e incertidumbre”, se sincera. “Se nos ha quemado hasta el Ferrari”, dice refiriéndose a la máquina desbrozadora, en un intento de levantar el ánimo.
— ¿Cómo os organizabais?
— En grupos de tres o cuatro. No podía haber nunca nadie solo. La única estrategia era atacar el frente más peligroso. Nos movíamos con furgonetas y apagábamos las llamas a mano, con la pala y las mangueras que hubiera.
La cuadrilla de vecinos decidió, en el momento más crítico, desobedecer las órdenes de desalojo y defender el pueblo hasta el final. Su labor ha terminado siendo crucial. “Los bomberos saben apagar fuegos, pero no conocen los caminos. Nosotros les hemos servido de guía para ahorrarles tiempo y energías”, cuenta Gil, que aún lleva las botas de montaña manchadas por la ceniza. Durante tres días el trabajo ha sido incesante. “Aquí no ha dormido nadie, en un momento de tanta intensidad se te olvidan todas las necesidades. Ahora es cuando notamos el agotamiento”, añade. Nadie podía quedarse solo. Formaban grupos de tres o cuatro personas y circulaban con sus furgonetas por la comarca en busca de las llamas. Dependiendo de la zona, utilizaban las mangueras de los propios huertos y si no había agua a mano, directamente atacaban las llamas a golpe de pala.
“Este ya no es nuestro huerto”, se lamenta Silvia Gamito (53 años) mientras acaricia uno de los pocos pimientos de su cultivo que no ha sido socarrado por el fuego. Con unas botas de montaña, su marido, Miguel Ángel Gracia (46 años) levanta a cada paso polvo y ceniza. “Es una catástrofe”, afirma después de inspeccionar los cerezos y las tomateras. Ambos residen en Vera del Moncayo, uno de los municipios amenazados por el incendio que ha arrasado 60.000 hectáreas desde el sábado y obligó al desalojo de 1.200 personas. Como Vera del Moncayo, los vecinos de otros pueblos cercanos también pudieron volver a sus viviendas este lunes tras ser desalojados el sábado. Solo los habitantes de El Buste y Añón del Moncayo permanecían este lunes desplazados ante la falta de suministro eléctrico.
El matrimonio pudo regresar a casa este lunes, después de haber dormido en un descampado junto a sus perros. “Cuando vimos el humo y dieron el aviso de abandonar el pueblo, quise venir al huerto para rodearlo de agua. Pero tenía a mi madre, que es una mujer dependiente, y me vi en la tesitura de decidir entre la tierra o ella”, explica. La elección salta a la vista. Una huerta totalmente abrasada, donde solo se salvan unas pocas hortalizas. “Vamos a intentar coger lo poco que haya sobrevivido. Nosotros comemos de temporada, invertimos nuestro tiempo y dinero para no tener que comprar en los supermercados. Ahora no solo hemos perdido la cosecha del verano, sino que nos quedamos sin las conservas del invierno”, asegura Gamito.
Rita Royo (50 años) saca brillo a una botella de coñac en el bar de la piscina, “no vaya a ser que les dé a los mayores por venir a echar la partida”, dice con resignación. El sábado dejaron todo cerrado a cal y canto, pero las cenizas se cuelan por los sitios más inesperados. Su hija, Carolina Royo (20 años), pensó que antes de huir debía cumplir con una última misión. Encendió el grifo y una a una fue llenando tantas botellas y garrafas de agua como entraran en el maletero del coche para dejárselas a los operarios y bomberos que empezaban a llegar.
Ambas llevaban desde el 18 de junio sin descanso sirviendo a los bañistas que llegan desde varias comarcas del Moncayo. “Cada año el Ayuntamiento hace un concurso para regentar el bar de la piscina. Era la primera vez que nos presentábamos y lo conseguimos. Que ahora nos pase esto es un bajón enorme”, cuenta Carolina. A media tarde se acerca la primera clienta. “¿No habrás venido a bañarte? Se han salvado las sillas de la playa y da gracias”, le comenta Rita. “Solo quiero una coca-cola y una fanta para el niño”, responde la mujer, que paga con un billete la consumición. “No sé si voy a tener cambio. Pensaba que hoy veníamos solo a limpiar y se me ha olvidado traer monedas”, se lamenta Carolina.
De una moto se baja nervioso Gonzalo Pérez (63 años), natural de Tarazona pero con casa en Vera. Se acerca a la piscina y comprueba con sus propios ojos lo que le habían contado. Parte del césped está calcinado, además de la maquinaria y algunas sombrillas. “Coged las maletas y marchaos”, aconseja a Rita y Carolina. “¿Pero qué podemos hacer? Para lo que nos queda en el convento habrá que aguantar”, le contesta la joven. “Yo me vuelvo a Tarazona. Sin campo y sin piscina, el pueblo está muerto”, se despide.
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