K. y los aviones
Kitty Hawk, Carolina del Norte, 17 de noviembre de 1903, un jueves como hoy: 45 kilómetros al sur de donde se trata de desencallar al embarrancado submarino Mocassin, los hermanos Wright vuelan por primera vez. Johnny Moore, joven cazador de mofetas, corre por la playa como extravagante apóstol de la conquista de los cielos gritando la buena nueva. Han sido apenas 12 segundos y una distancia de 36 metros que es la mitad de lo que mide el ala de un Boeing 747, pero se trata del primer vuelo a motor de una máquina más pesada que el aire.
Este año -ayer exactamente- se cumple, pues, el centenario de la aviación, y deberíamos celebrarlo. Pero cuando se echa un vistazo a lo que han supuesto esos 100 años, el aura de romanticismo que envuelve al frágil Flyer de los Wright deviene un brillo siniestro. Y es que, desgraciadamente, en la historia de esa centuria de vuelo pesan más los pecados y horrores, el uso del avión como arma de destrucción -de Abisinia a Irak pasando por Polonia y Vietnam-, que todas las bellas imágenes de arrojados aviadores y sus gestas. Incluso he leído (Pioneros del aire, de Stephen Kirk, Planeta) que Orville Wright trabajó luego en el desarrollo de una bomba autopropulsada y fue el inventor del dispositivo básico -un freno- que usaron los bombarderos en picado de la II Guerra Mundial, como el aullante y devastador Stuka.
En el centenario de la aviación, con lo que ha caído, conviene recuperar la poco tranquilizadora mirada de Kafka sobre los aeroplanos
La verdad es que yo acariciaba desde hace tiempo la idea de escribir algo muy emotivo y épico sobre el aniversario: heroicos pilotos con antiparras, audaces exploradores entre nubes y orgullosos Ícaros derribados sobre mares de dunas. Jugaba con la idea de rescatar las peripecias de Gottfried Freiherr von Banfield, estrella de la aviación naval austrohúngara, que, despegando de Trieste, logró un buen número de sus 11 victorias a los mandos de un hidroavión Lohner semejante a una bañera y cuya vida guarda tantos paralelismos con la de mi abuelo. Pero entonces, en sombría coincidencia con la fecha, comenzaron a llegar los sobrecogedores libros acerca del infierno desatado en las ciudades alemanas por los bombardeos aliados: El incendio, de Jörg Friedrich (Taurus), y Sobre la historia natural de la destrucción, de Sebald (Anagrama). En este último tropecé con una imagen espantosa: la de la madre enloquecida a la que en una estación de tren bávara, entre la avalancha de gente que huye de las ciudades en llamas, se le rompe la maleta esparciendo sobre el andén ropa chamuscada, juguetes y el cadáver carbonizado de su niño.
Así que quizá sea mejor arrancar la historia de la aviación de otra manera.
Aeródromo de Montichiari, junto a Brescia, 11 de septiembre de 1909: Franz Kafka alza la mirada. Ve volar un avión, frágil como un extraño insecto. Luego otro. Le podemos imaginar agitando la cabeza y augurando todo el mal que iba a venir, muy pronto, del cielo.
Kafka, gran médium del siglo XX, asistió en funciones de periodista a la sensacional exhibición de vuelo italiana, en la que, en plena aeromanía desatada por los Wright, tomó parte la crème aviadora de entonces: Glenn Curtis, Blériot, Rougier o Mario Calderara. Escribió un texto que fue publicado en el diario de Praga Bohemia el 29 de septiembre bajo el título Die aeroplano in Brescia y que ahora aparece por primera vez en castellano en el tercer tomo de las Obras completas del escritor (Círculo de Lectores), cuya edición dirige Jordi Llovet. Kafka describe el show aéreo -sobre el que han escrito Del Giudice y Enrique Vila-Matas- de manera fría, distante. "Miramos al aire, pues de eso se trata aquí". Los aviadores realizan una actividad "intensa y no muy clara" junto a sus raros aparatos. Luego Blériot ya está volando, "su torso erguido es visible por encima de las alas, sus piernas cuelgan formando parte de la máquina". (...) "Allá arriba, a veinte metros por encima del suelo, un hombre prisionero en una armazón de madera se defiende contra un peligro invisible". Los espectadores, abajo, son "personajes rechazados e insustanciales". La mirada de Kafka parece colocar al aviador en el papel de burócrata de la muerte que le reservarán los años por venir: "Instalado entre sus palancas, Rouger parece un señor sentado a un escritorio al que se puede ascender por detrás subiendo a una escalerilla". No estamos lejos del "aparato muy peculiar" -la máquina programable de tortura- de En la colonia penitenciaria. Al final de Los aeroplanos en Brescia, Kafka se aleja en coche antes de que la exhibición haya terminado. Durante el trayecto no cesa de girar la cabeza para ver los aviones ascender mientras el cielo se tiñe de penumbra. Parece una huida.
Bajo el prisma de Kafka estudio una foto de 1914 de Godwin Brumowski, el mayor as de caza austrohúngaro, el Richtofen de Kakania, encaramado en su biplano Hansa Brandenburg KD decorado con una calavera: piloto y máquina se entrelazan en una letal mutación en la que el cuero negro del traje semeja devenir cutícula y las alas emitir un amenazador zumbido de élitros. Luego me asomo a un amenazador retrato de otro as, alemán, Eduard von Schleich, der schwarze ritter, el caballero negro, colega del barón rojo. La imagen ilustra el texto de Luftfahrt ist not! -¡Necesitamos la aviación! (1928)- en la edición Ernst Jünger, guerra, técnica y fotografía de la Universidad de Valencia (2000), en la que el entomólogo belicista (o viceversa) canta el advenimiento de una segunda naturaleza humana -el aviador- auspiciado por la máquina voladora. Ante mis ojos, Von Schleich se transforma en coleóptero. Nunca el vuelo me había parecido tan desazonador.
Aquel día de 1909 Kafka no era el único escritor presente. También estaba (el propio Kafka lo menciona) Gabriele D'Annunzio. Al contrario que Kafka, D'Annunzio se apasionó con los aeroplanos. De hecho, ese día voló por primera vez. Calderara le llevó a dar una vuelta de 10 minutos con el resultado sabido: el poeta de Alcyone (1903), con su bello ditirambo dedicado a Ícaro, se metería a bombardero, y de gran éxito -pese a quedar tuerto de resultas de un golpe con su ametralladora-. Pero eso no es todo: viendo la exhibición de vuelo se encontraba asimismo Filippo Tommaso Marinetti, el padre del futuro futurismo, que no voló pero cuyo entusiasmo aeronáutico late en el culto fascista a la aviación y en las severas Grandi Crociere Aeree con Idrovolanti, de Italo Balbo, las formaciones de aeroplanos, anchas y amenazantes como una nube de langostas.
En este aniversario de la aviación sólo me ha faltado descubrir que mi abuelo, al que siempre he tenido por osado y heroico piloto, también efectuó bombardeos. En 1924 y luego en 1925, durante el desembarco de Alhucemas, atacó desde el aire diversas posiciones artilleras y algún poblado de la cábila rifeña. Bajo mis dedos, en las fotografías sepia, su hidroavión Macchi deviene una libélula depredadora y en su rostro, tan parecido al mío, aunque de él emanen una decisión y un valor que me son completamente ajenos, percibo con inquietud unas líneas de cambio, el angustioso inicio de una metamorfosis.
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