Pedro Sánchez, las mil caras de un jugador de fortuna
Durante las dos jornadas de la investidura, el presidente ha mostrado en la tribuna y de forma alternativa todos los rostros que envuelven una figura que sigue siendo enigmática
Hace ocho años justos, en noviembre de 2015, la revista Harper’s Bazaar quiso dedicar un número a la nueva generación de políticos españoles y diseñó una portada que emulara la que, en 1965, protagonizó el actor Steve McQueen, cuyo rostro aparecía sonriente, vestido de gala, con pajarita negra, acariciado por una mano de mujer. La revista planteó su idea a varios representantes de aquella generación de líderes jóvenes, prometedores y bien parecidos. Solo se atrevió uno. El mismo que, cuatro años después y ya en tono más formal —discreta sonrisa de medio lado, algunas canas, camisa sin abotonar— aparecía en la portada del libro que contaba sus primeros triunfos y que se vendía así: “El hombre que derribó los lugares comunes de la política española: nunca una moción de censura ha triunfado en España o es imposible ganarle unas primarias al aparato de un partido”. El único, en fin, que no solo ha visto derrumbarse una tras otra las carreras de aquellos jóvenes competidores, sino que acaba de convertirse de nuevo en presidente del Gobierno de España. A fuerza, eso sí, de una operación de alto riesgo en la que no solo se jugaba su futuro, sino el de un partido con más de 100 años de historia. Durante las dos jornadas de la investidura, Pedro Sánchez ha mostrado en la tribuna y de forma alternativa todos los rostros que envuelven una figura que sigue siendo enigmática, las mil caras de un jugador de fortuna.
Es miércoles, ya ha anochecido en la carrera de San Jerónimo y la primera jornada de la sesión de investidura enfila su recta final. El día ha sido intenso, más intenso que útil, porque el guion no ha distado de lo previsible. Un choque frontal entre los líderes del PP y el PSOE, que no esconden su animadversión, el bajo concepto que tienen el uno del otro. Ahora es el turno de Gabriel Rufián, cuyo partido, ERC, ya ha pactado el apoyo a un Gobierno de izquierdas a cambio de la ley de amnistía. El político catalán, según su costumbre, se recuesta en la tribuna como si fuera a pedir una caña en el bar de abajo. Mira al líder socialista, y le advierte:
—Señor Sánchez, una última cosa, mire este hemiciclo, mírelo. ¿Ve aquí alguna alternativa a nosotros, a nosotras? ¿Ve aquí a Albert Rivera? ¿Ve aquí a Inés Arrimadas? No, ¿verdad? No se la juegue. Créame.
Sánchez asiste a la escena con gesto neutro. Unos minutos después, sube al estrado Míriam Nogueras, la portavoz de Junts. No se recuesta en la tribuna ni mira de soslayo a Sánchez. A ella no le hace falta. Lo suyo no es una advertencia disfrazada de consejo, sino una amenaza dicha en tono de amenaza, ese tipo de advertencia que lleva implícita una tonelada de desconfianza.
—Le doy un consejo: con nosotros, no intente tentar a la suerte, porque no le funcionará. Su discurso no ha sido un discurso valiente. Usted tenía que respetar y defender aquel acuerdo que han firmado.
Hasta ese momento, Pedro Sánchez ha exhibido un muestrario de gestos y de tonos ya conocidos. Pero ahora, al subir a la tribuna para responder sucesivamente a Rufián y a Nogueras, no es ni el de estadista en Bruselas, ni el de comandante al frente de la pandemia, ni el mitinero de los actos del partido, ni siquiera el de tipo enrollado que se sacó de la manga cuando, a la desesperada, adelantó por sorpresa la campaña de las generales y concedió entrevistas a diestro y siniestro —incluso a algunos muy siniestros— para frenar la marea conservadora que anunciaron las municipales. Y todo, otra vez, volvió a salirle bien. Pero ahora, el tono de Sánchez parece distinto. Toma nota de la advertencia, deja claro que firmará el pacto con los independentistas y la jornada concluye con la sensación de que los socios de investidura se las van a hacer pasar canutas. A la mañana siguiente, sin embargo, Sánchez vuelve a hacerse con la situación. Supera con tono sosegado el debate con los independentistas vascos —más preocupados por vigilarse entre sí que por aguarle la fiesta al PSOE— y se entrega, junto a Patxi López, a la celebración por anticipado de la victoria. López y Sánchez no se parecen ni en el blanco de los ojos, pero el presidente sabe que, a partir de mañana, tendrá por delante otra batalla que ganar. La de tranquilizar a las bases socialistas, muchas de ellas inquietas por la arriesgada apuesta de la amnistía. Y, para eso, los viejos López del PSOE pueden ser la toma de tierra, la pedagogía que tal vez ha faltado y que habrá que hacer cara a cara, agrupación por agrupación, casa del pueblo por casa del pueblo.
El sábado 15 de julio, a las nueve de la mañana, Sánchez tenía cara de sueño. El AVE de Madrid a Valencia acababa de partir desde la estación de Atocha. El PP ya había puesto en marcha la agitación del “sanchismo” y del “que te vote Txapote”, y se notaba que en el entorno del presidente en funciones —tanto político como de seguridad— tenían miedo de que cualquier tropiezo empeorara la situación. Le pregunté si esperaba que la campaña fuera tan bronca, si no le desgastaban personalmente tantos insultos. La respuesta sonó a declaración de guerra: “Fíjate. Echo la vista atrás y me doy cuenta de que yo gané dos primarias contra todo pronóstico, gané una moción de censura contra todo pronóstico, tuve que ganar cinco elecciones en 2019 también contra todo pronóstico… Lo que quiero decirte con esto es que nunca he tenido unas elecciones fáciles. A mí los pronósticos no me hacen mella; es más, me refuerzan en la determinación de que esta es la guía que el país tiene que seguir. Y, además, a mí me gustan las campañas electorales”.
—¿Incluso esta?
—Sí, porque soy una persona muy competitiva. Me exijo mucho a mí mismo y al final incluso me lo paso bien.
Ese día, efectivamente, se lo pasó bien. Los militantes y los simpatizantes respondieron en Valencia, como luego sucedió en Barcelona o más tarde en San Sebastián. Al despedirnos, parecía otro.
—¿Te ha gustado el mitin?
—A punto ha estado de convencerme.
—Ja ja ja. Bueno, pues lo seguiremos intentando.
Tras las elecciones —otra jugada arriesgada que le salió bien a Sánchez—, Pepe Caballos, un antiguo dirigente socialista sevillano, explicaba que los votantes del PSOE se parecen a los vietcong, que no se ven, que pueden parecer dormidos, pero que cuando hacen falta emergen, despiertan, se sacuden la apatía o la desconfianza, o el miedo a un gobierno del PP con Vox. Esa puede ser una explicación, pero hay otra. Nada une más a un partido político —sea el que sea— que la victoria, y Sánchez ha vuelto a ganar.
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