La vida de los refugiados ucranios en España, un año después del estallido de la guerra
EL PAÍS se reencuentra con cuatro familias entrevistadas cuando llegaron escapando del horror y que siguen afrontando las dificultades del exilio forzoso en su país de acogida
Hace casi un año que el alicantino Miguel Balaguer, de 41 años, y su mujer, Andrea Lavagna, decidieron, como otros cientos de españoles, volcarse en la acogida de los refugiados que huyeron de la invasión rusa. Un ciudadano ucranio que a veces les hace pequeños trabajos en casa les presentó a una joven pareja de compatriotas que buscaban un techo donde retomar la vida desde cero. El matrimonio, que tiene dos hijos, de seis y tres años, se adaptó para recibir a los nuevos inquilinos. Aquella, que parecía una acogida puntual, se ha alargado 11 meses: volver a empezar es más complicado de lo que cualquiera de ellos esperaba.
Más de ocho millones de personas siguen fuera de Ucrania por culpa de la guerra. Casi 170.000 refugiados han recalado en España en algún momento y ha sido aquí donde se les ha concedido la protección temporal, la fórmula con la que la UE les garantizó un estatus legal para vivir y trabajar. Un año después, no se vislumbra el fin del conflicto y Bruselas ha asumido que cientos de miles de personas seguirán más tiempo del que esperaban en territorio europeo. Por ello, la Comisión Europea propondrá que esa protección temporal se prorrogue hasta 2025, según ha adelantado EL PAÍS.
En España, el quinto país que más ucranios ha recibido, se aplicaron las normas de forma más generosa y no ha habido incidentes relevantes. La red de acogida estatal de refugiados se puso al límite, pero se estiró como un chicle, pasando de apenas 5.000 camas a 35.000, gracias, sobre todo, al alquiler de hoteles y pensiones. Hoy 18.000 ucranios siguen dependiendo de esta acogida estatal.
Ninguna autoridad se atreve a calcular cuántos refugiados quedan en España, pero hay datos —como el número de empadronados (82.000) o de titulares de tarjetas sanitarias emitidas (78.000)— que sugieren que son miles los que se han marchado a otros países europeos o de vuelta a Ucrania. Encontrar trabajo o la falta de ayudas han sido los principales obstáculos para quedarse. Aunque también las propias normas del sistema de acogida española han desesperado a algunos de ellos.
Un año después de que comenzasen los bombardeos, EL PAÍS vuelve a hablar con cuatro familias que ya contaron su experiencia el pasado mes de abril. Dos están lejos de España ahora y otras dos mantienen el empeño de echar raíces.
Millones de euros en ayudas que no llegan
El día que estalló la guerra, el 24 de febrero de 2022, Caterina Boikova, de 22 años, se hizo un test de embarazo y le cambió la cara. Positivo. No tuvo mucho tiempo para asimilarlo porque se vio obligada a coger las maletas, abandonar Dnipró y peregrinar por cuatro países para huir del peligro. Cuando llegó a España, en marzo del año pasado, supo que había perdido al bebé. Las malas noticias no han cesado desde entonces. Hace un mes supo por un amigo de la familia que un misil ruso había impactado en un edificio residencial a escasos metros de la casa de su padre, en el centro-este de Ucrania, que salió ileso. Sin embargo, un tío suyo sufrió un infarto y murió.
La joven ucrania está casada con Denis Boikov, un soldado de 26 años retirado del frente desde que perdió un ojo en la guerra del Donbás, en 2018. El matrimonio al llegar Alicante se vio durmiendo en un albergue para personas sin hogar, pero gracias a un amigo acabaron en casa del ingeniero Miguel Balaguer y la diseñadora gráfica Andrea Lavagna. “Las ayudas no llegan”, dice Boikov desde el jardín de la vivienda con su perrita en brazos.
La subvención de 400 euros mensuales que aprobó el Gobierno en agosto del año pasado para apoyar a los refugiados ucranios está tardando en llegar. “En Alicante no pueden ni solicitarla”, cuenta Balaguer. El Ministerio de Migraciones transfirió 52 millones de euros en octubre a las comunidades autónomas para gestionar esta ayuda, pero al menos tres regiones con un importante número de refugiados en sus territorios (Comunidad Valenciana, Madrid y Cataluña) aún no han empezado a entregarlas.
El matrimonio también está teniendo dificultades para encontrar trabajo. De los 100.000 ucranios en edad de trabajar que llegaron a España, solo 14.000 han conseguido darse de alta en la seguridad social, la mayoría en el sector de la hostelería. Pero, aun así, piensan quedarse en España. Aunque, llegado el momento, querrían volver para ayudar en la reconstrucción del país. “Mi corazón está en Ucrania, pero una parte de él siempre permanecerá aquí”, dice la joven, mirando a Balaguer y a Lavagna. Se pone a llorar: “Nos lo han dado todo”.
Una vida más fácil en Alemania
Olga Goncharenko abandonó Ucrania con su hija, su madre y una bandura, un enorme instrumento típico de su país de 20 cuerdas. Cuando El PAÍS la entrevistó en abril del pasado año, en un hotel de Alicante, Goncharenko ya se mostraba agotada de cambiar de estancia y sentir que nada era definitivo. “Las condiciones están bien, pero mi cabeza no descansa”, contaba entonces. Al final, no aguantó y en septiembre se fue de España. “Estoy segura de que los españoles son gente maravillosa y muy sincera”, asegura, pero califica su estancia en la red de acogida como “una pesadilla”. La música, de 39 años, es muy crítica con la actuación de Cruz Roja, la organización que la acogió y recuerda como “un horror” tanto la comida como los alojamientos en los que estuvo. Relata que durante el tiempo que pasó en España le hicieron sentir que le hacían un favor. “No entienden los problemas de los refugiados”, afirma.
Goncharenko y su familia viven ahora en la pequeña ciudad alemana de Bad Säckingen (Baden-Wurtemberg), de 17.000 habitantes, cerca de la frontera suiza. Asegura que está feliz con el cambio y que tiene todo lo que necesita para continuar con su vida: un apartamento, todos los servicios públicos pagados, ayuda económica, cursos de idiomas, colegio para su hija de 11 años y seguro médico. “En Alemania no me siento una carga”, señala.
José Javier Espinosa, director de Inclusión Social de Cruz Roja, explica que “hay que ver toda la situación en su contexto”. “Antes de febrero del año pasado solo había 3.000 plazas para acoger a refugiados y ahora tenemos más de 17.000. Puede ser que, en algún caso, la estancia no fuera del todo confortable, pero nadie se quedó en la calle”, explica Espinosa.
Un caso excepcional
Oksana Lytvyn está encantada de estar en España. En breve, el próximo 11 de marzo, celebrará el que llama “su segundo cumpleaños”, la fecha en la que aterrizó en Madrid. Esta periodista, de 32 años, resume este último año como “bueno y difícil a la vez”. Tras pasar seis meses en un hotel de acogida, se mudó el pasado octubre a un piso cerca del parque de El Retiro.
El suyo es un caso relativamente excepcional, porque no tardó en encontrar empleo. La contrató hace seis meses la asociación católica Hermandades del Trabajo para integrar su departamento de comunicación. “Aún no me lo creo”, dice, emocionada. Y muestra orgullosa sus últimas aportaciones: el diseño de un póster para el Instituto Cervantes y varios textos publicados en el boletín informativo de la organización.
La joven ucrania asegura que el invierno está siendo una etapa más difícil. A pesar de haber logrado la ansiada estabilidad, Lytvyn admite que echa en falta tener una casa que ella sienta como suya. Tras seis meses alojada en un hotel, alquiló una habitación en un piso por la zona de Retiro en el que vive con su casero. “No está mal, pero no tiene nada que ver con mi casa de Kiev, que era mucho más grande y luminosa”, relata Lytvyn .
Recuperar la independencia en Ucrania
Viktoriia Apalat no ha esperado a que termine la guerra para volver a Lozova, la ciudad que abandonó junto a su hija nada más escuchar el primer bombardeo. Entrevistada en abril del año pasado por EL PAÍS, ya tenía claro que quería regresar cuanto antes. ”Quiero volver a Lozova, aunque la ciudad esté destruida”, dijo entonces. En septiembre puso rumbo de nuevo a esta ciudad del este, relativamente próxima a los frentes de guerra. “Gracias a Dios, la casa que dejé se mantiene en pie”, afirma esta manicurista de 39 años. Ella y su hija Sofiia, de 11 años, vivieron durante ocho meses en España, alojadas en un hotel de la localidad madrileña de Parla.
“En el hotel teníamos desayuno, comida y cena. Agradecemos mucho a España que se haya ocupado de refugiados como yo, que nos haya proporcionado techo y alimentos”. Sin embargo, Apalat señala que nunca recibió ninguna ayuda económica y que tuvo muchas dificultades para encontrar trabajo y alquilar un piso. “El abono de transporte lo tuvimos gratuito durante las primeras dos semanas. Pero luego tuvimos que pagarlo con nuestros ahorros”, añade. Se marcharon porque la madre se vio incapaz de independizarse y al mismo tiempo hacerse cargo de su hija sin ningún apoyo. Tampoco pensó nunca que la guerra fuese a alargarse más de un mes.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.