De Casero a Bildu: un Gobierno que siempre encuentra tabla de salvación
Sánchez afianza su base parlamentaria tras un año dominado por el estrépito político y en el que su mayoría estuvo varias veces a punto de resquebrajarse
Allá donde no llegaron la habilidad negociadora, los trucos parlamentarios o la disposición a ceder a las pretensiones de los aliados, echó una mano el azar. Entre una cosa y otra, el Gobierno ha logrado cerrar 2022 solidificando una mayoría en el Congreso que en la primera mitad del año parecía resquebrajarse. Y, como remate final, la crisis institucional de los últimos días ha tenido el efecto secundario de llamar al cierre de filas de la base parlamentaria del Ejecutivo, tras muchos meses de angustia por episodios como la negociación de la reforma laboral, el caso Pegasus, el envío de armas a Ucrania o el súbito cambio de la histórica posición sobre el Sáhara Occidental para acercarse a Marruecos. En medio de todo eso, el Gobierno de Pedro Sánchez siempre ha encontrado una tabla de salvación, a veces hasta de chiripa, como el error al votar del diputado del PP Alberto Casero que permitió aprobar la reforma laboral. Sánchez y su proverbial capacidad de supervivencia han superado otro año repleto de convulsiones, presidido por un estrépito político que parece no tener fin y con 70 proyectos legislativos aprobados en el Congreso, entre ellos sus terceros Presupuestos consecutivos.
La primavera del descontento. En la historia de los momentos más trepidantes del parlamentarismo español quedará grabada la sesión del 3 de febrero: la voz desconcertada de la presidenta del Congreso, Meritxell Batet, al leer un resultado que parecía consagrar la derrota del Gobierno en la votación de la reforma laboral; la corrección de los letrados tras unos segundos con el banco azul al borde del infarto y, finalmente, la desaforada reacción del PP denunciando un inexistente fallo informático para justificar que había sido el error de uno de los suyos, Alberto Casero, lo que había salvado al Ejecutivo después de que todos sus aliados habituales lo dejasen en la estacada. Esa tarde en que el Gobierno bordeó el drama fue el preludio de una larga penitencia primaveral, el “momento más negro” de la legislatura, en palabras de Gabriel Rufián, portavoz de ERC. Las represalias de la formación independentista por el caso Pegasus —que acabó revelando que el teléfono del actual presidente de la Generalitat, Pere Aragonès, estaba entre los interceptados por el CNI con autorización judicial en otoño de 2019— desembocaron en nuevas votaciones en las que el Ejecutivo flirteó con el abismo. La invasión de Ucrania y el consiguiente alineamiento atlantista del PSOE, así como el giro sobre el Sáhara, abrieron brechas con el resto de la izquierda, incluidos sus socios de Gobierno, mientras en la calle bullía el descontento por la espiral de precios que ya había desatado la guerra.
EH Bildu, al rescate. El distanciamiento con ERC volvió a colocar al Ejecutivo sobre el alambre para convalidar en el Congreso, el 28 de abril, el primer decreto de medidas anticrisis. Salió adelante por solo cuatro votos, con el decisivo apoyo de EH Bildu. La izquierda abertzale ha resultado un aliado incómodo para la imagen del Gobierno, pero al mismo tiempo muy fiel en momentos de apuro. Ya lo había demostrado en 2021 con el decreto de los fondos europeos, que no habría salido sin su voto, al igual que ha ocurrido en 2022 con la ley de memoria democrática o la que regula los planes de pensiones privados. El grupo independentista vasco, con una agenda casi exclusivamente social en este momento, huye de las gesticulaciones habituales en ERC para presionar al Ejecutivo y no desciende a la bronca en la Cámara, donde sus cinco diputados se han acostumbrado a ni inmutarse cuando la derecha los tilda de “proetarras”. Con esa discreción se ha vuelto un actor decisivo. Al PNV no le hace ninguna gracia dejar de ser el interlocutor único en el campo nacionalista vasco, pero el Gobierno se las ha apañado para compatibilizarlos.
El viaje de ida y vuelta del PP. Fue un 23 de febrero el día en el que Pablo Casado se despidió del Congreso. Lo hizo con palabras emocionadas y sin reproches a nadie, mientras lo ovacionaban todos los suyos, incluidos los que a última hora se habían sumado a su decapitación. Solo tres semanas antes, el equipo de Casado había dejado el sello de su feroz estilo de oposición con el escándalo organizado para enmascarar el error de Casero. Tras el relevo en la dirección del PP, el volumen de su discurso bajó durante algunas semanas y pasó a centrarse en la economía. Su flamante líder, Alberto Núñez Feijóo, buscó acomodo en el Senado y allí se midió a Sánchez por primera vez el 7 de junio con la promesa de un nuevo estilo. “Yo antes seguía esto desde fuera y solo veía insultos y crispación”, comentó el expresidente gallego para resaltar que él llegaba con otro talante. Los dos líderes se volvieron a ver las caras en septiembre, y Sánchez se lanzó a por su adversario con un memorial de descalificaciones recitado bajo la melodía de un estribillo recurrente: “O insolvencia o mala fe”. Aun así, Feijóo no dejó de reconocerle: “Usted es un presidente democrático”. En unas semanas se envenenó todo, primero con la ruptura de las negociaciones para renovar el Consejo General del Poder Judicial y luego con la reforma del Código Penal acordada por el Gobierno con ERC para aliviar el castigo a los independentistas condenados o aún encausados por el procés. Hoy Feijóo ya no habla de economía, solo de Cataluña. Dice que Sánchez es legítimo, pero que no lo es lo que hace. La última pregunta que había dirigido Casado al presidente antes de dejar su escaño tenía este enunciado: “¿Cuánto más está dispuesto a ceder a sus socios independentistas para seguir en La Moncloa?”. Es la misma que, 10 meses después, repite el PP día tras otro.
Frenesí legislativo. Si el músculo parlamentario de un Ejecutivo se mide por su actividad legislativa, el de Sánchez lo ha exhibido con alarde. En el abundante paquete de 2022 hay normas tan relevantes, al margen de las ya citadas, como la modificación puntual de la ley del aborto, la ley trans, la del solo sí es sí, la de universidades, la de ciencia, la audiovisual, la de empleo, la del deporte… El Gobierno no pierde ocasión de pregonar este frenesí legislativo, aunque en las últimas semanas ha visto cómo crecía un reproche que ya escuchaba desde hace tiempo, muy intensamente por parte de la oposición, pero también a veces de sus aliados: la precipitación en el trámite de algunos proyectos, sin mucho reparo en las formas, evitando los informes de organismos asesores y con defectos técnicos. La reducción de penas a decenas de agresores sexuales que ha provocado la aplicación de la ley del solo sí es sí —dando lugar a la crisis más inesperada y probablemente más grave del año para la coalición— y el choque con el Tribunal Constitucional por el modo en el que se gestó la norma que pretendía acelerar la renovación de sus magistrados han nutrido de argumentos a los críticos.
Otra de las recriminaciones generalizadas es la del excesivo uso de los decretos leyes, que el Gobierno justifica por las sucesivas emergencias que ha tenido que atender. Un tercio de los 70 proyectos aprobados en el Congreso este año se presentó por esa vía, 24 en total. Con frecuencia, los decretos han sido un cajón de sastre donde incluir las medidas más heterogéneas. Así, forzando su votación en bloque, se logró colar alguna decisión que de otro modo difícilmente hubiese tenido respaldo. Un caso paradigmático ocurrió en febrero, cuando el Ejecutivo arrancó el aval para mantener la obligatoriedad de las mascarillas en la calle al meterla en un paquete conjunto con la actualización de las pensiones.
Del resto de iniciativas legislativas aprobadas, 37 eran proyectos de ley que salieron del Gobierno y una decena más proposiciones presentadas por los grupos, que, al contrario que los anteriores, no necesitan ser sometidos a informes previos de los organismos consultivos. Ese fue el método escogido por PSOE y Unidas Podemos para tramitar con la máxima celeridad la reforma del Código Penal —pactada con ERC y expresamente defendida como un alivio penal para rebajar el castigo del procés— o la creación de impuestos extraordinarios a grandes compañías y fortunas.
Un debate que cambió el juego. El año del Gobierno puede dividirse en dos mitades y hay una fecha que marca claramente la frontera: el 12 de julio, cuando Sánchez se sometió en el Congreso al primer debate sobre el estado de la nación desde 2015. Su anuncio de impuestos especiales a las energéticas y la banca —que Unidas Podemos llevaba pidiendo, sin éxito, desde principios de año, incluso con iniciativas parlamentarias— selló lo que se dio en considerar el “giro a la izquierda” del Gabinete. Y, sobre todo, levantó la moral de la tropa socialista, deprimida por la debacle electoral de junio en Andalucía y la crecida de Feijóo en las encuestas. Encaramado a esa ola, a la vuelta del verano, Sánchez se dedicó a buscar al líder el PP con debates monográficos en el Senado. En La Moncloa están convencidos de que así han logrado horadar la imagen de Feijóo. Las últimas encuestas parecen confirmarlo.
El estrépito. El cierre del año político en el Congreso deja tras de sí el eco de un ruido ensordecedor. Lo que comenzó con la tangana por la reforma laboral acabó con los diputados llamándose golpistas y evocando el fantasma de Tejero. Los dos últimos meses han sido terribles. Primero los exabruptos de Vox obraron la proeza de superarse a sí mismos y provocaron una reacción en contra del resto de la Cámara. Luego, la reforma del Código Penal y el recurso del PP al Tribunal Constitucional que consiguió lo nunca visto —la paralización de un procedimiento legislativo— convirtieron en irrespirable el ambiente en el hemiciclo. Más que las leyes aprobadas o los debates de fondo, eso es lo que el año parlamentario ha dejado en la retina y los oídos de los ciudadanos: una estrepitosa e incesante bronca.
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