El gólem, el ‘procés’ y ERC
La pureza soberanista esconde una mera pugna por la hegemonía
El optimismo que el presidente de la Generalitat, Pere Aragonès, desprendía en la noche del viernes, después de que Junts per Catalunya decidiera dejar el Govern, contrasta con la realidad de la exigua minoría con la que deberá afrontar la nueva situación. Hasta ahora a Esquerra le resultaba muy cómodo compaginar la ficción de la unidad independentista en Cataluña con su apoyo al Gobierno de izquierda en Madrid, consciente de que la derecha es peor. Era una fórmula opuesta a la del pujolismo, que fundamentó su política de alianzas con el Ejecutivo central —del PSOE o PP— en tener los votos del PSC o de los populares catalanes en el Parlament. ERC sabe que con el PP no hay acuerdo posible.
Y es que desde 2015 el procés ha cambiado toda la jurisprudencia política. Plantear la independencia como un logro a la vuelta de la esquina era un trampantojo que seducía a un importante sector del electorado. Durante años las alianzas trenzadas y hegemonizadas por la vieja Convergència —utilizando a ERC como socio necesario— permitieron a la formación pujolista borrar su rastro de corrupción. Eso sucedió con Junts pel Sí en 2015. La CUP vetó entonces a Artur Mas como presidente de la Generalitat, quien, a su vez, ungió a otro convergente —Carles Puigdemont— como sucesor. Después de la consulta de 2017, Puigdemont quiso enterrar a la vieja CDC y creó Junts per Catalunya, que poco a poco fue tomando autonomía respecto a sus viejas raíces pujolistas. El experimento iniciado por Mas ha resultado como el gólem del rabino Loew de Praga: la nueva formación se ha tomado al pie de la letra las instrucciones y ha acabado abandonando el Govern y anegando los campos de la política posibilista con su propuesta más onírica que unilateralista.
Junts le ganó en 2017 y por dos diputados la partida electoral independentista a Esquerra, que no había querido ni hablar de ir en coalición a esos comicios. Y en 2021 se produjo el vuelco. Esquerra superó por un diputado a Junts y empezó el vía crucis para investir a Pere Aragonès presidente de la Generalitat. Fue el proceso de elección más largo de la democracia en Cataluña. La tibieza independentista atribuida a Esquerra —por su apoyo al Gobierno central— hacía embarrancar los sueños soberanistas, a decir de los de Puigdemont. Sin embargo, cuando el de Waterloo era presidente no proclamó la república catalana, validada —según el discurso procesista— por la consulta del 1 de octubre. Cierto es que las violentas y desproporcionadas cargas policiales del día del referéndum no invitaban a aventuras. Tampoco Quim Torra, a pesar de cortar carreteras y acudir a manifestaciones, halló el mítico momentum para avanzar hacia la independencia mientras fue el inquilino de la Casa dels Canonges. Incluso la ahora combativa Laura Borràs fue incapaz de encontrar la ocasión de desobedecer a la justicia española en el caso de la inhabilitación del diputado de la CUP Pau Juvillà cuando era presidenta del Parlament.
Con esta perspectiva, lo que se presenta como aspiración a la pureza soberanista parece más bien una mera pugna por la hegemonía del independentismo que probablemente no acabe hasta que una de las dos formaciones se haga de forma inapelable con el santo y la peana del secesionismo, aplastando a la competencia. ERC ha optado por el independentismo razonable. Mientras, el ambiente político entre ambos partidos será irrespirable.
Tras la ruptura, la primera prueba de fuego para el Govern en minoría de Pere Aragonès —33 diputados de 135— serán los presupuestos de 2023, elaborados por un consejero de Junts. El PSC, demonizado por el independentismo como un partido que apoyó la aplicación del artículo 155 de la Constitución y con el que no se puede pactar, gobierna en coalición con los de Puigdemont la Diputación de Barcelona. Los socialistas catalanes —con 33 diputados y formación más votada en las pasadas elecciones— ya estaban dispuestos a tender la mano al Govern. Pedro Sánchez ha venido a formalizar la “ayuda” en aras de la estabilidad de su Ejecutivo. Los comunes de Ada Colau son la otra pata necesaria, ya que con sus ocho diputados darían mayoría absoluta a esta singular sociedad de apoyos mutuos de izquierda. De momento, todo está en el aire. Empezando por el futuro de Junts per Catalunya.
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