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Anatomía de una casa de campo perfecta a las afueras de Madrid: “Todos los espacios están unidos por el paisaje”

Proyectada por el arquitecto Moisés Royo a pocos metros del embalse de Pedrezuela, en Madrid, esta vivienda nominada al Mies van der Rohe difumina la frontera entre interior y exterior

Moisés Royo arquitectura
Tom C. Avendaño

Antes, cuando esto era solo campo, aquí había dos encinas. Una vista asombrosa también, al mirar al norte, a la sierra de Guadarrama y su embalse de Pedrezuela; al sur, una serie de viviendas con pinta de segunda residencia a lo largo de una calle llamada Roble. Pero, sobre todo, había dos encinas. Cuando uno empieza a visualizar una construcción en un lugar concreto, cuando toca decidir con qué y de qué forma relacionarse con el entorno, empieza por estas cosas. Moisés Royo (Barcelona, 44 años) se fijó en ellas cuando empezó a imaginar este proyecto, el número 472, de Muka Arquitectura, la firma que fundó hace 18 años. Decidió dejarlas donde estaban y concebir la obra a su alrededor: lo que siguió es hoy su trabajo quizá más celebrado, la Casa Roble, que acaba de ser nominada al Premio Mies van der Rohe, una vivienda de hormigón a lo largo de tres alturas de ascendente intimidad, en la que el límite entre interior y exterior está difuminado, un triunfo del empleo de materiales e ideas contundentes sometidos a concesiones delicadas; un ejemplo de cómo la arquitectura puede ser, en fin, en sí misma lo que decore un paisaje.

Royo empezó con las encinas. “Lo más fácil hubiera sido talarlas y haber plantado otras: es lo que está de moda, poner tantos árboles como había antes. Pero conservarlos nos ayudó a generar la posición, forma y relación de la casa con el ambiente”, explica hoy. “La arquitectura tiene esa doble lectura; es una imposición porque no dejamos de plantar una construcción en un lugar donde no había nada; pero también es algo que debe doblegarse a ese paisaje. Los árboles necesitan un aura alrededor y la casa, al lado, tan compacta y comprimida, reflejaba esa tensión entre arquitectura y naturaleza. Así, tiene muchas líneas rectas, la mano del hombre, pero también hay líneas curvas muy finas que recuerdan esa subordinación al paisaje”.

Después llegó el hormigón. “Como consecuencia, no como imposición”, alerta el arquitecto. “Quería que esta casa, al estar tan impregnado el lugar del paisaje, se entendiese como una cueva, un espacio en el que resguardarse. Por eso el carácter pétreo. Así era como debería relacionarse con estas vistas y estos árboles”. Con el material protagonista resuelto, algunas formas comenzaron a cobrar sentido. “Los elementos soportan esa cubierta pesada, pero que al mismo tiempo tienen como una condición de flotar. El hormigón nos iba a conseguir ese juego de ser un elemento pesado pero a la vez ingrávido”.

El resto de la casa —sus espacios y las estructuras que tendrían— vino a continuación. Esta vez la guía no fue la vegetación sino el sol. “La luz natural, el sur está ubicado en la calle de acceso, en la posición en la que las vistas son peores y en la que la casa se debe cerrar por privacidad”, lamenta Royo. “Y las vistas están orientadas al norte, en donde quería abrir un gran ventanal. Antes de colocar los huecos, cuando era solo el suelo de hormigón, supe que quería orientar todos los espacios hacia el paisaje. Todos los espacios debían comunicarse: debían vincularse por ese paisaje. Cuando uno mira la sección de la casa, la luz del sur entra por el nivel superior, pero es capaz de adentrarse y llegar hasta el nivel inferior orientado al norte. La luz natural inunda el espacio. Incluso los rayos del sol inciden en el suelo, en las paredes. El paso del día queda recogido, filmado, por el barrido del sol dentro de la casa”.

Ese verbo, filmado, no es arbitrario. Hablando desde el salón de Casa Roble, bañado en la luz blanca que entra por el enorme ventanal, Royo resulta ser una máquina de generar metáforas para explicar su trabajo. La más recurrente es la que compara la arquitectura con otra de sus grandes pasiones, el cine. “El arquitecto desarrolla acontecimientos como el cineasta. Tenemos la enorme capacidad de influir en la percepción de las personas. En cine, con imagen y sonido; nosotros con ciencia, matemáticas, ingeniería y, también, arte. El usuario es espectador y protagonista: marcas el tempo con más luz, menos luz, superficies más o menos rugosas. Me gusta entenderlo desde esa analogía parcial”.

Cuesta menos buscar la huella de Royo en ideales así que en detalles concretos. “Es difícil encontrarme un hilo común en el resultado final: mis materiales no son los mismos, las formas tampoco. Zaha Hadid tiene unas geometrías fácilmente reconocibles, yo no”, detalla. “Veo mi trabajo como veo la vida: como una acumulación de cicatrices. Los posos que te quedan tras una vivencia. Cuando hago arquitectura, no tengo presente a Alvar Aalto, Reima Pietilä o Kazuyo Sejima. Tampoco la iglesia de un pueblo que iba a visitar de pequeño y donde encontré el detalle de un arquitecto anónimo. Pero todo eso está en mi retina. Es como cuando eres niño. Primero te fijas en tus padres para aprender a andar, a usar los cubiertos. Luego llega un momento en que, partiendo de ese aprendizaje, ya vuelas por tu cuenta”.

Royo creció apreciando el trabajo del arquitecto que no se las da de autor sino que se pone al servicio de cada contexto. “Me he criado en Ciudad Real, que tiene una arquitectura, por lo general, anónima, en la que el trabajo con los materiales es muy potente. Piedra, teja, ladrillo: todo está pensado para durar”. Otra influencia: “Mi padre era portlandista, trabajaba en el cemento Portland: en verano, visitaba con él las obras y veía muchos pueblos con ese tipo de arquitectura”. Al entrar en la universidad, donde estudió con José Manuel López Peláez o Javier Frechilla, pidió hacer su Erasmus en Finlandia para explorar de cerca a su primer amor, el finlandés Alvar Aalto.

Y eso nos lleva de vuelta a Casa Roble y su interior, organizado alrededor de una espiral invisible. “En la parte inferior empiezan a ocurrir los usos más sociales; conforme vas ascendiendo, el nivel de privacidad también va aumentando”, explica Royo. Toda la espiral orbita alrededor de un elemento que no está precisamente en el centro. “La chimenea”, sonríe Royo. “Está un poco escorada, es el punto de mayor tensión de la casa. Sobre ella, hay un elemento estructural que apoya los grandes vuelos de la cubierta. Así, el calor de la chimenea sube a la ducha. Entiendo el baño como una terma, una sauna”.

—¿Como, por ejemplo, las saunas finlandesas?

“El lugar que te limpia el cuerpo y el espíritu”, completa. Ahí está ese cilindro de hormigón, cómo una influencia concreta se puede llevar a lo abstracto. “Uno probablemente no sea capaz de percibir esa unión de manera consciente pero está ahí. Como ese padre que siempre está ahí, aunque no lo esté físicamente”. Aquí antes había dos encinas. Ahora hay dos encinas y todo lo que un hombre ha aprendido en toda una vida.

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Sobre la firma

Tom C. Avendaño
Periodista de EL PAÍS SEMANAL. Fue subdirector de la revista ICON. Publica en EL PAÍS desde 2010, cuando escribió, además de en el diario, en EL PAÍS SEMANAL o El Viajero, antes de formar parte del equipo fundador de ICON. Trabajó tres años en la redacción de EL PAÍS Brasil y, al volver a España, se incorporó a la sección de Cultura.
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