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Rafael Argullol: “Primero cedimos la memoria, luego la concentración y, al final, la curiosidad y el deseo”

El profesor y escritor barcelonés ‘rescata’ su libro ‘El Quattrocento. Arte y cultura del Renacimiento italiano’, escrito hace 43 años, y establece -desde el ayer- un diagnóstico poco halagüeño sobre el mundo de hoy.

Rafael Argullol
Borja Hermoso

Renegar del pasado reciente (la época tardomedieval y el gótico) y apostar por un retorno a la Antigüedad clásica (Grecia y Roma) —y todo ello con el único objetivo de una nueva modernidad— fue una vasta misión a la que se arriesgaron los renacentistas del Quattrocento. Un momento, aquel del siglo XV italiano, extraño en la historia del hombre, extraño por contradictorio, por complejo, por genial. Hace ya más de cuatro décadas que el profesor, ensayista, novelista y poeta Rafael Argullol (Barcelona, 76 años) retrató en El Quattrocento. Arte y cultura del Renacimiento italiano la aventura de aquellas mentes pensantes y hacientes cuyo epicentro se llamó Florencia, la Florencia de los Médici. Fue la época de los Donatello, Brunelleschi, Verrocchio, Masaccio, Botticelli, Della Francesca…, por supuesto Leonardo como colofón y Rafael y Miguel Ángel como genial epílogo. Herederos todos ellos de los viejos maestros Cimabue, Duccio y Giotto y de las ideas y las letras de Dante y Petrarca.

Hace ya más de cuatro décadas, sí, pero la feroz actualidad de conceptos revolucionarios en aquel tiempo como el Homo novus —la apuesta radical por el ser humano como centro de todas las cosas frente a la asfixiante dictadura del Dios de la teología medieval—, la arquitectura de las emociones —“retratar no solo al ser humano, sino también las ideas de ese ser humano”, como escribió Da Vinci en su Trattato— o la belleza esencial —la belleza como principio y fin independientemente de su resultado formal, teoría encarnada magistralmente por los renacentistas del Quattrocento en técnicas y conceptos como el sfumato, el chiaroscuro o el abbozzato— llevaron a Rafael Argullol a rescatar esta pequeña joya ensayística de apenas 170 páginas (editada por Acantilado). Un libro de ideas viejas extrapolables al hoy. Un libro que hace pensar —una gran pérdida de tiempo, como todos sabemos. Un libro que abarca un mundo donde las palabras, las ideas, las razones y la objetividad, por un lado, y las pasiones, la sensualidad, la subjetividad y la sugerencia, por el otro, coinciden extrañamente con los propios procesos intelectuales del autor de Danza humana y Breviario de la aurora: procede Argullol en sus libros con la doble lente del microscopio y del telescopio, de dentro hacia fuera, de lo pequeño a lo grande y hasta lo grandioso. Como aquellos hombres extraños, inéditos y geniales. Los del Quattrocento florentino, según el autor barcelonés “el siglo que contempla la más magistral concentración de realizaciones artísticas de toda la historia occidental”.

Escribió este ensayo sobre el Quattrocento en 1982, tras haber vivido varios años en Italia. ¿Por qué rescatarlo 43 años después?

Seguramente porque la sensación de autograndeza que tiene el Quattrocento yo no la he vuelto a ver en la historia de la cultura. La sensación de que tú te estás afirmando como una nueva civilización, como un nuevo arte, muy apoyado en la tradición clásica pero a la vez como un arte que mientras se está haciendo está conmoviendo a la sociedad. Cuando Brunelleschi estaba construyendo la cúpula de la catedral de Santa Maria del Fiore, se reunían allá unos 2.000 florentinos para ver cómo marchaban las obras. Es una sensación de grandeza muy poco habitual en la historia y que, por supuesto, nosotros ahora no tenemos.

El Quattrocento es una vuelta a la Antigüedad, pero a la vez rompe con lo inmediatamente anterior…

Sí, los renacentistas hablan de “una nueva civilización” y, en cierta medida, estamos ante la primera globalización del mundo. Ellos tenían una sensación de vanguardia, y tenían razón. Vanguardia apoyada en el mundo antiguo, pero vanguardia, y eso los lleva a exagerar un poco la ruptura. Por cierto, como harían las vanguardias históricas a principios del siglo XX.

Globalización… ¿en el siglo XV?

Sí, en la segunda mitad del siglo XV, a través de la navegación, de los descubrimientos y, finalmente, de América. Pero yo creo que el gran descubrimiento de la época no es América —que lo es— sino la unidad de los mares. Y también la sensación, que se refleja mucho en los escritos humanistas, de que la humanidad es una. Y de que aunque haya distintos países, hay una unidad del género humano. Esa sensación de universalidad.

Escribe usted: “El Quattrocento es el único de los renacimientos de que puede hablarse en términos de unidad cultural”. ¿Puede explicarlo?

Sí. Yo siempre he entendido que una revolución es un vaso que se va llenando gota a gota hasta que de pronto llega la última gota y el vaso de desborda y llega la revolución. Es una acumulación de evolución hasta que se convierte en revolución. Y en cuanto a esas revoluciones del Quattrocento, en cuestión de arte todo queda enmarcado en una: la de la perspectiva, la búsqueda de profundidad. Y también en eso hay paralelismos con nuestra época. Lo que pasa es que en nuestra época falta ese gran cohesionador, que es lo que llamamos el humanismo. No fue una tendencia filosófica, sino una concepción de civilización, una forma de estar en el mundo. El Quattrocento, para mí, es como Bach en pintura. Tiene esa sensualidad, esa serenidad… mientras que el Renacimiento último, y no digamos el Barroco, son mucho más teatrales. Mira Caravaggio, ese pintor maravilloso pero que con su pintura parece que estás en el teatro.

¿Podemos llegar a pensar en la perspectiva como algo más que una cuestión estética, como una cuestión casi filosófica?

Es que es un tema de concepción del mundo. No es un tema meramente estilístico ni mucho menos, y esto se comprueba cuando se sigue la pista de la tradición de la Europa oriental —Grecia, Rusia…— y la de la tradición italooccidental, o sea, la del Renacimiento. Fíjate, mucho después de escribir este libro me enteré de una cosa que tenía que haber sabido antes pero que no sabía: que la famosa Trinidad de Rubliov [Andréi Rubliov fue un monje y pintor ruso de la época medieval considerado como uno de los más grandes iconógrafos] es contemporánea de la Trinidad de Masaccio, ambas de la década de los veinte del siglo XV. Y sin embargo, el contraste entre esas dos obras te lo dice todo: en Rubliov, como en toda la tradición del icono, hay esa idea de que la pintura es algo para excitar tu mirada interior, para que hagas el viaje interior, y en cambio en Masaccio y en la concepción italomediterránea, está la idea de una ventana que te abre al mundo. Es la descripción del mundo. Es un viaje exterior.

Hablando de Masaccio… Puede ser un ejemplo de cómo pinturas de hace 600 años pueden resultar del todo modernas, ¿no?

Totalmente.

Sus rostros de Adán y Eva en la capilla Brancacci de Florencia, por ejemplo…

Es que no es solo que la cara de Eva sea totalmente expresionista, sino que la interpretación que hace Masaccio es increíblemente moderna. Refleja la superioridad de decisión de la mujer sobre el hombre. Quien está avergonzado por la expulsión del paraíso es Adán. Ella es un reflejo de nuestra situación actual. Es decir: hemos querido transgredir los límites, pero ahora ¿qué pasa? Es el gran dilema, en el que seguimos hoy. Primero, los dioses vencieron a los titanes. Después, los hombres ocuparon el lugar de los dioses. Y ahora nosotros mismos hemos desarrollado unas criaturas, unas máquinas que nos están poniendo en jaque. Hay un titanismo tecnológico que está rayando en la falta de control.

Un titán entre los titanes es la inteligencia artificial. ¿Cómo se sitúa usted ante ella y ante lo que puede venir?

Este es un tema que no se puede aislar del embotamiento de la inteligencia en general. Yo, que he estado dando clase muchos años en humanidades, he podido ver la caída estrepitosa de la curiosidad cultural. Primero cedimos la memoria, después cedimos la concentración y al final cedimos la curiosidad y el deseo. Y este es un proceso paulatino que empezó, de manera notoria, con el smartphone. Internet y el teléfono móvil eran dos instrumentos estupendos, pero cuando se cruzaron fue cuando empezó lo que podríamos llamar apropiación por parte de la máquina de los atributos humanos. El día del apagón te dabas cuenta de que la gente no podía pagar, ni sumar, ni restar, ni multiplicar… porque no sabía. No hemos hecho la encuesta que habría que hacer —y en la que tendríamos unos resultados tremendos— sobre el analfabetismo de los españoles. Estoy seguro de que más del 50% de los españoles son analfabetos. O sea, después de haber sido alfabetizada, la pérdida de entrenamiento hace que la gente no es que no lea, es que no está en condiciones de leer. Y con la memoria hemos hecho lo mismo. Me he encontrado con estudiantes —buenos— que tienen dificultades para leer una novela de 120 páginas porque no recuerdan el apellido del protagonista.

No digamos un ensayo de Rafael Argullol de 1.000 páginas.

[Risas] Es verdad, es verdad. Así que nada, esto es como el gigante cojo. Una pata la tiene crecidísima y la otra se ha ido acortando. Y claro, la inteligencia artificial no puede separarse de lo otro, de la pérdida de la inteligencia natural. Ni de la pérdida del lenguaje. Hay conversaciones que ya no se pueden tener. Por ejemplo, ya no podemos hablar con metáforas. Bueno, ni siquiera las que hasta un campesino analfabeto sabía hace 50 años se pueden utilizar ya. Se han perdido muchos referentes para la conversación. Y eso nos lleva, repito, a una oposición entre titanes potentísimos y pobres seres humanos perdidos de la mano de los dioses. No sé dónde leí el otro día que la gran guerra, no para dentro de 30 años sino para 2026, será entre China y Estados Unidos para ver quién llega antes a lo que llaman inteligencia artificial universal. Que no es otra cosa que la posibilidad de que las máquinas reaccionen ante dilemas morales, sentimientos, etcétera.

¿Y qué hacer?

Pues… generalmente el ser humano se mueve entre el miedo y la esperanza, pero ahora el miedo empieza a superar a la esperanza, o a ser más vistoso que ella. Así que no sé…

¿Dónde sitúa usted nuestra época con respecto a aquel humanismo renacentista? Visto lo visto…, ¿estamos seguros de que sigue estando el ser humano en el centro de todo?

Uffff…, hace poco leí una barbaridad por parte de un arquitecto de aquí que vive en Riad —no diré el nombre, pero sí que vive bajo el manantial del dinero— y que decía: “Me siento como en la Florencia de los Médici”. Y yo pensé y me dije a mí mismo: o eres un cabrón o eres un ignorante. Comparar la Florencia de los Médici, que fue la culminación de lo humano como dignidad, con una ciudad gobernada por un tío sanguinario que no respeta los derechos humanos y que va por ahí troceando periodistas, forma parte de esa mezcla de locura y estupidez que reina en nuestros días.

Bueno, los Médici no parece tampoco que fueran unos angelitos, eso sí, tenían su sensibilidad artística…

No, pero vamos a ver, estamos hablando de un ambiente, y el ambiente de aquella Florencia lo marcaban los humanistas y los artistas, desde luego. Además, Florencia llegó a la cumbre tras salir de la peste negra, que había matado a una tercera parte de la población. Y además, sí, había conspiraciones y luchas internas constantes entre ellos, eso desde luego. Pero como dijo Orson Welles: “En medio de la violencia, Florencia creó el Renacimiento, y Suiza, en ocho siglos, ha creado el reloj de cuco”.

Dice que se han perdido muchos referentes para la conversación. ¿En qué medida afecta eso al juego político?

Es que ese problema lo estamos viendo directamente en la política mundial. Repito, hay una especie de adelgazamiento tremendo del espíritu mientras que, por otro lado, estamos muy empoderados tecnológicamente. Y eso afecta a la política, claro.

En sus libros habla del concepto de la “belleza esencial”. ¿Qué es? ¿La belleza pura, independientemente de su aspecto, o de su forma? ¿Eso existe?

Cuando yo hablo de belleza, lo hago en un sentido moderno del término, no es que crea que haya un canon de belleza ni nada de eso. Yo creo que hay como un desprecio a la palabra belleza, desde luego más generalizado en España que en países como Francia o Italia. Y más grave que eso es el desprestigio de la palabra verdad, que se ha sustituido por la palabra opinión. Pero repito, para mí la belleza no es esteticismo, soy muy contrario al esteticismo, y al manierismo, y al arte por el arte y esas cosas. La belleza esencial implica un equilibrio entre acción y contemplación.

¿Puede explicar eso?

Pues que me encantan la meditación, la contemplación y la reflexión, pero sin lo otro, sin la acción, estaría ya en un convento o en una caverna. Y a la vez, el hombre de acción me interesa mucho pero siempre que sea un hombre de contemplación. En ese sentido, para mí la belleza sería el resultado de ese equilibrio. Y eso se puede trasladar a muchos campos.

¿Por ejemplo?

Pues al campo del viaje, al de la sensualidad, a muchos otros. Por ejemplo, yo soy muy crítico —y no por moralismo— con la pornografía porque me parece que es la destrucción del erotismo. De la misma manera que el turismo de masas es la destrucción de la experiencia del viaje.

¿Todo eso no tiene que ver con el tiempo?

¿Con el tiempo?

Sí, o sea, que para el erotismo parece que hace falta tiempo; más que para la pornografía, en todo caso. Y para viajar —no para hacer turismo de teléfono móvil— lo mismo.

Ah, claro. Y aquí volvemos al problema de la inmediatez. En China produce ya mucho más dinero la industria de los vídeos de un minuto que la de las películas. Y yo creo que la brevedad puede ser maravillosa, pero llega un momento que esa brevedad, ya sea la pornográfica o la de la visita fugaz de una ciudad, nos lleva a una comprensión superficial de la vida. Superficial y equivocada. Cuando un niño de 10 años ve pornografía dura, hay una falta de equilibrio. Y desde luego, una falta de belleza. Y un predominio de la oscuridad sobre la luz.

¿Se escribe como se es o, mejor, usted escribe como es?

Sí. Yo soy partidario de la unidad escritura-vida. Y soy muy crítico, aunque lo acepto, con aquellos que separan una cosa de la otra. Los hay que dicen: “No, una cosa es mi obra, mi literatura, mi arte, mi filosofía, y otra es mi vida personal”. Pues en mi caso, no. En mi caso son uno, y se alimentan uno del otro.

¿Su escritura es una autobiografía?

Sí, indudablemente. Es un espejo en el que me miro. En el que procuro mirarme desde el otro lado, no como un narciso que se mira desde este lado y se gusta, sino incorporando mis incertidumbres y mis vacilaciones sobre mí mismo y sobre el mundo. Pero cuidado, no es una autobiografía en plan cotilleo, no me interesa para nada el género autobiográfico en plan: “Hoy me he levantado y he tomado un cruasán y un café con leche”. Esto es prescindible para todos, creo yo.

Pues hay diarios editados y columnas de prensa que son así y tienen mucho éxito.

Exacto. Pues esa literatura autobiográfica hecha a partir de lo prescindible, que hoy se hace tanto, de lo que ha dicho el suegro del primo del portero de mi tía, que si mi abuela decía…, no sé…, uno tiene que intentar ir más allá de sus traumas, buscar una idea más universal de las cosas.

¿Elevar la anécdota a categoría y hacerlo con brillo está al alcance de pocos?

Desde luego. Pero para eso vale la cultura.

Vaya palabra.

Sí. Algunos memos se preguntan que para qué sirve eso. Pues sirve para que dudes y para que te enriquezcas. A través de la cultura vives varias vidas. 

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Sobre la firma

Borja Hermoso
Es redactor jefe de EL PAÍS desde 2007 y dirigió el área de Cultura entre 2007 y 2016. En 2018 se incorporó a El País Semanal, donde compagina reportajes y entrevistas con labores de edición. Anteriormente trabajó en Radiocadena Española, Diario-16 y El Mundo. Es licenciado en Periodismo por la Universidad de Navarra.
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