Clima y utopía
Para enfrentarnos a la crisis climática ya solo nos vale el pensamiento utópico, el que propone darle la vuelta a las estructuras económicas de poder

En la película de culto de 1995 Johnny Mnemonic, un ejemplo de film ciberpunk, Keanu Reeves interpreta a un mensajero mnemónico que se desprende de sus recuerdos de infancia para transportar archivos secretos mediante un implante neuronal especial. El mundo está gobernado por “megacorporaciones” y se gestiona a través de un internet virtual que causa una enfermedad debilitante y, en última instancia, mortal llamada “síndrome de atenuación de los nervios” (NAS). Una megacorporación, Pharmakon, vende tratamientos esenciales para mitigar el NAS. La trama gira en torno a los intentos de Johnny de eludir a distintos asesinos que están decididos a impedir que entregue el archivo que lleva en la cabeza. Resulta que el archivo es la cura para el NAS, que alguien ha robado después de que Pharmakon, que la había descubierto, la haya retirado deliberadamente porque prefiere dejar morir a niños antes que sacrificar una fuente de enormes beneficios.
Aunque la película es de hace 30 años, ofrece una sólida analogía de la enfermedad planetaria actual: la crisis climática. El teórico social Frederic Jameson opinó en una ocasión que “es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo”. Desde la perspectiva de la mayoría de nosotros, que vivimos en un sistema individualista y obsesionado con el crecimiento, Jameson tiene razón cuando dice que es más fácil imaginar el apocalipsis que el fin de las estructuras de nuestra sociedad que hacen que el apocalipsis sea rentable. Para sobrevivir a la crisis climática y crear un futuro más sostenible, debemos poner en tela de juicio el statu quo con dos corrientes paralelas de pensamiento utópico radical.
La primera variante significa lograr que la innovación se libere de las limitaciones de la economía de mercado, porque las empresas tienen fuertes incentivos para aplastar cualquier solución tecnológica que ponga en peligro los núcleos de beneficios tradicionales sin crear otros nuevos. Imaginemos, como experimento mental, que una joven seria y emprendedora, llamémosla Esperanza, ha construido una nueva tecnología termosolar que podría suministrar al mundo energía barata (o incluso gratuita) y limpia de sobra aprovechando la energía del sol. El invento de Esperanza no solo reduciría las emisiones de carbono, sino que liberaría a las personas de tener que pagar las exorbitantes facturas de electricidad necesarias para refrigerar los hogares en condiciones de calor extremo y reduciría el coste general de la vida para los trabajadores.
¿Qué pasaría con el invento de Esperanza si todos los demás elementos de nuestro sistema político y económico actual permanecieran inmutables? Según Oxfam, en 2024, 585 de las empresas de combustibles fósiles más grandes y contaminantes ganaron aproximadamente 583.000 millones de dólares, lo que supone un aumento del 68% respecto a 2019. Gran parte de esos beneficios se reparte en forma de dividendos a los accionistas de empresas que cotizan en bolsa o a los inversores de fondos de capital privado. Dichos accionistas e inversores forman parte de los segmentos más ricos de nuestra sociedad y aumentan su riqueza mediante la inversión estratégica de su fortuna (con frecuencia heredada). Por tanto, van a hacer todo lo posible para aplastar cualquier innovación tecnológica que represente una amenaza para sus intereses económicos.
Por ejemplo, si Esperanza patentara su invento para proteger su propiedad intelectual, una gran empresa podría comprarle la patente con el fin de enterrarla. Los registros públicos muestran cómo consiguen las empresas establecidas utilizar la propiedad intelectual para marginar las tecnologías que consideran una amenaza. En la primera década de este siglo, una filial de Chevron llamada Cobasys se hizo con el control de varias patentes de baterías de níquel e hidruro metálico de gran formato. Según los documentos judiciales, Cobasys se negó a suministrar a los fabricantes de automóviles los paquetes necesarios para fabricar vehículos eléctricos. Hace mucho más tiempo, en la década de 1920, según revelaron los documentos internos del cartel Phoebus, los fabricantes de bombillas se pusieron de acuerdo para imponer que tuvieran una vida útil de solo mil horas y penalizar a cualquier empresa que se atreviera a fabricar bombillas más duraderas. Este empeño coordinado en instaurar la obsolescencia programada estranguló la innovación durante años, estafó a los consumidores, aumentó los residuos y produjo bombillas menos eficientes, pero dio a los empresarios más beneficios.
Hoy en día, una patente como la de Esperanza podría atraer a una empresa rica que la compraría discretamente, la guardaría en un cajón y establecería normas estrictas para que casi nadie más pudiera utilizarla. Si alguien lo intentara, le amenazarían con carísimas demandas judiciales. Como consecuencia, su idea nunca se llevaría a cabo a gran escala y las grandes empresas seguirían ganando dinero con sus viejos productos, en detrimento del clima y la futura supervivencia de la humanidad.
¿Y si Esperanza fuera altruista y donara su invento al mundo, como hizo Jonas Salk, el virólogo estadounidense que decidió no patentar ni sacar provecho de la vacuna contra la polio? En la actualidad, los guardianes del statu quo energético saben cómo hacer desaparecer este tipo de generosidad ingenua. Podrían ofrecer colaboraciones discretas acompañadas de acuerdos de confidencialidad, adueñarse de otras patentes similares para bloquear su idea, impedirle el acceso al laboratorio y las piezas necesarias para materializarla y susurrar a los funcionarios correspondientes para lograr paralizar los permisos y las conexiones a la red. Podrían llenar los medios de comunicación de titulares y artículos de opinión que arrojaran sospechas sobre su trabajo y ahuyentar a los colaboradores con amenazas de demandas judiciales.
La lección está clara: en un sistema que protege las ganancias más que a las personas, hasta el regalo más generoso puede quedar sepultado bajo contratos, retrasos y falso escepticismo. Las empresas de combustibles fósiles favorecerán las soluciones que menos perjudiquen sus resultados económicos y se opondrán a las que pongan en peligro la continuidad de la demanda de sus servicios, aunque sean más beneficiosas para las generaciones futuras en general. Debemos hacer el esfuerzo de pensar en visiones utópicas de alternativas poscapitalistas, que sometan a los Pharmakon de nuestro mundo al control democrático y den prioridad al futuro a largo plazo de la mayoría, no a los beneficios inmediatos de unos pocos.
La segunda variante de sueño radical, relacionada con la anterior, nos obliga a utilizar nuestra capacidad imaginativa para redefinir el éxito como algo más que la mera adquisición de riqueza material. Debemos construir nuevas comunidades de cuidados y solidaridad que rechacen la mercantilización de los servicios esenciales y debiliten los ciclos interminables de consumismo que conspiran para atraparnos en trabajos frustrantes. Desde hace siglos, los más optimistas han concebido comunidades autosuficientes que comparten recursos para satisfacer sus necesidades básicas, se niegan a competir por tener más estatus y rechazan el egoísmo en favor de la cooperación para lograr un objetivo común.
En los últimos años, los defensores del decrecimiento sugieren que los países ricos dejen de producir y animar a sus ciudadanos a comprar los productos que más residuos producen, como aviones privados, todoterrenos y moda rápida. Por el contrario, podrían dedicar sus esfuerzos y su dinero a las cosas que mejoran la calidad de vida y tienen menor huella medioambiental: transporte público, sanidad, educación, reparaciones y energías renovables. Eso podría traducirse en semanas laborales más cortas, menos publicidad manipuladora de nuestras inseguridades para estimular el consumo y unos servicios públicos reforzados que satisfagan las necesidades de la gente sin que sea necesario tener unos ingresos cada vez más altos.
Otros defienden unos servicios básicos universales, es decir, que los Estados democráticos proporcionen servicios esenciales gratuitos o subvencionados —la sanidad, la educación, el transporte, los cuidados infantiles, la calefacción y refrigeración, la banda ancha y la electricidad, entre otros— como garantía de ciudadanía, con lo que disminuiría la necesidad de consumo privado y tendríamos más tiempo libre para compartir con nuestros amigos y familiares, disfrutar de la naturaleza, dedicarnos a nuestras aficiones, explorar nuestra espiritualidad o, simplemente, dormir.
En mi libro sobre las utopías cotidianas [Utopías cotidianas, editado en español por Capitán Swing] analizo de qué forma, si nos replanteamos la infraestructura física de nuestro entorno construido, podremos reducir nuestra huella ecológica. Si compartimos nuestro espacio doméstico con más amigos y familiares consanguíneos y no consanguíneos, también compartimos más recursos y resolvemos la epidemia de aislamiento social y la soledad, además de reducir la presión sobre las mujeres y los cuidadores que tienen que criar a los niños, cuidar a los enfermos y atender a los ancianos en la esfera privada.
Sin embargo, una y otra vez, quienes proponemos soluciones estructurales a la crisis climática nos topamos con burlas y acusaciones de ser ingenuos poco realistas o radicales peligrosos. La palabra utópico se suele utilizar de forma peyorativa para designar a cualquiera que pretenda seriamente evocar un mundo futuro regido por fuerzas distintas a la codicia. Como dijo la anarquista estadounidense de origen ruso Emma Goldman en 1911, “cada intento atrevido de hacer un gran cambio en las condiciones existentes, cada visión elevada de las nuevas posibilidades para la raza humana, se han tildado de utópicos”.
Precisamente por eso necesitamos ahora mismo el pensamiento utópico, no como ensoñación ociosa, sino como herramienta práctica. En este caso, utopía significa nombrar el destino y trazar el mapa: quién es el propietario del sistema energético, quién cobra, quién decide; cómo transformamos el trabajo, los cuidados, la vivienda y el transporte para que aumente el bienestar y disminuyan las emisiones. Significa abordar las decisiones políticas como infraestructuras para la esperanza —energía pública y cooperativa, semanas laborales más cortas, tecnología climática abierta, limpieza de carbono pagada por quien contamina—, no porque sean perfectas, sino porque rompen el modelo de negocio que nos hace enfermar.
En una entrevista llevada a cabo 1964 con el filósofo Ernst Bloch, el teórico social Theodor Adorno explicaba: “Me parece que lo que la gente ha perdido de forma subjetiva en relación con la conciencia es la capacidad de imaginar la totalidad como algo que podría ser completamente diferente”.
Puede que exista una curación para la crisis climática, pero, como en Johnny Mnemonic, las empresas prefieren dejar morir a nuestros hijos y nuestros nietos antes que sacrificar su fuente de beneficios. Esa es la parábola. El invento de Esperanza representa aquí a todas las soluciones que salvan vidas y que acabarán sepultadas a menos que el poder de hacerlo cambie de sujeto. Por consiguiente, no solo debemos rezar para que surja un invento genial, sino asegurarnos de que, cuando llegue el archivo, vaya a parar a manos públicas: comunidades, cooperativas, ciudades y movimientos suficientemente fuertes como para defenderlo de los Pharmakon de nuestra época.
El pensamiento utópico no es un lujo; es la mínima imaginación política necesaria para elegir un final diferente. Si somos capaces de concebir esa totalidad como algo completamente diferente, podremos escribir la escena en la que se distribuye libremente la cura, se democratiza la red y los beneficios que antes alimentaban el desastre se redirigen a sustentar la vida.
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