Annabelle Selldorf, arquitecta: “Aposté por la resta. Puede costar más hacer poco que mucho”
Ha definido los nuevos museos como espacios accesibles y cercanos, de la Frick Collection o la Neue Galerie en Nueva York al Museo de Arte Contemporáneo de San Diego. Acaba de inaugurar la ampliación de la National Gallery de Londres. Su historia es de valentía y búsqueda


Con 65 años, la arquitecta alemana Annabelle Selldorf lleva 47 viviendo en Manhattan. Tiene un despacho con 65 empleados en Union Square. Admite que es una neoyorquina en toda regla: impaciente, cosmopolita, exigente, de mente abierta e inmigrante. La entrevista se desarrolla en la ampliación de la National Gallery que acaba de concluir en Londres. Su objetivo es paradójico: acercar el arte al público y facilitar la visita del cada vez más creciente número de visitantes.
Cindy Sherman, David Salle, Eric Fischl…, sus clientes artistas destacan que usted escucha.
De niña siempre hablaba demasiado. Y cuando hablas demasiado no escuchas y no aprendes de los demás. Empecé a escuchar porque me interesa la gente.
¿Cómo aprendió?
No es una obligación. Pero es esencial y un placer. Más que cualquier otra cosa del mundo, me interesan las personas. Ahora mismo tengo curiosidad por saber dónde vive usted. Pero me contengo. Creo que sucedió cuando mi vida dio un giro radical. Me trasladé a Estados Unidos con 18 años.
Se expuso.
Tuve que aprender otro idioma y para hacerlo es esencial escuchar. La arquitectura es también un idioma.
Con 18 años, ¿buscaba?, ¿huía?
Casi siempre hacemos las dos cosas a la vez, ¿no? Aunque no necesariamente lo sabemos. Me fascinaba Nueva York por la variedad de la gente que, entonces, vivía en la ciudad. Eran amables, alegres…
¿Aparentemente?
Soy alemana, entiéndame. Nueva York en los ochenta era un lugar muy vital. Pratt, la escuela donde estudié, abrazaba la diferencia. No era una de las universidades de la Ivy League. Mezclaba arte y arquitectura. La vida se me multiplicó.
Con 28 años abrió estudio en Manhattan.
Estados Unidos era un país que creía en dar oportunidades. Creía en la pasión y en la vitalidad de los demás: si hay entrega, el conocimiento llega con la experiencia. Llevo más de 40 años viviendo en Nueva York y la adoro porque todavía me sorprende.
El dicho es que Nueva York es maravillosa si tienes dinero. ¿Lo tenía con 18 años?
Claro que no. Por eso creo que conozco la ciudad. Mi primer piso —y eso que entonces no eran caros— medía dos por tres metros. No tenía ventana. Era un armario. Y aun así… lo adoraba. Era mío.
No era un apartamento, era la libertad.
Exactamente.
Llegó de Colonia, hija de arquitectos.
En realidad, mi madre estudió Bellas Artes. Era una mujer guapísima, muy glamurosa y, sin embargo, tremendamente tímida. Pero tuve grandes padres. Llevo muchos años huérfana. Es muy difícil acostumbrarse a ese estado. ¿Usted tiene padres?
También soy huérfana.
Cuando sus amigos viven el proceso de perder paulatinamente a sus padres, ¿siente alivio de pensar que eso quedó atrás?
Echo de menos hablar con ellos. Saber lo que piensa mi madre.
Es divertido. Yo siempre sé lo que hubiera pensado mi madre. Tenía una opinión para todo. Era a la vez lúcida y estaba cargada de prejuicios. Entender eso me ha servido para recordarme, a diario, que debo evitar juzgar, que mejor no ser tan rápida a la hora de hacerme una opinión. Me freno pensando en ella. ¿Sabe a qué me refiero?
¿Automatismos?
Sí.
¿Ha conseguido detectarlos sola o con terapia?
Oh, las dos cosas. Cualquier ayuda es poca. Pasé por una larga e intensa terapia en Nueva York.
¡Es una auténtica neoyorquina!
No sabe hasta qué punto. Soy exigente.

¿Qué le hizo pensar que podría abrir un estudio de arquitectura en una de las ciudades más caras del mundo sin tener contactos locales?
No pensar. Era tan joven que primero lo hice y luego pensé… ¿cómo voy a mantener esto? Sabía que soy capaz de trabajar. Antes de empezar a estudiar Arquitectura había hecho todo tipo de trabajos: vendí ropa, transporté muebles…, y ahorré. Mi padre me dijo: “Puedo pagar la escuela o darte dinero para vivir”. Pagó la escuela y me fui a vivir al armario. La matrícula pagada era importante para mi organización. El resto se podía ir haciendo. Se vive poco a poco.
Pratt no es una escuela de arquitectura tradicional. ¿Qué aprendió?
Algunos profesores, como Raimund Abraham —que era el austriaco de esa generación, el sobrio—, me ayudaron con su exigencia: “Burguesita alemana, o te comprometes con la arquitectura o dedícate a otra cosa”, me dijo. Y pensé que debía tomar una decisión.
¿Solo hay un tipo de arquitecto?
En los ochenta, y a veces todavía hoy, los hombres fueron los superhéroes de la arquitectura. Uno debía desarrollar un estilo propio por encima de restricciones económicas y objeciones del cliente. Creo que era una manera de sobrevivir emocionalmente, tanto esfuerzo debía tener algún sentido.
¿Qué sentido tenía para usted?
Como casi cualquier mujer de mi generación crecí haciendo concesiones, aceptando un segundo plano. Observando con humildad. Creo que esa humildad viene de observar callando y de escuchar.
No todas las mujeres hacen la misma arquitectura.
Claro que no. Yo elegí una línea austera, casi marginal.
Lo llama el efecto nada (the nothing effect).
Aposté por la resta. Puede costar más hacer poco que mucho.
Fue una decisión valiente en tiempos del desconcertante deconstructivismo. Era el tiempo en que Frank Gehry dibujaba el Guggenheim.
No soy valiente. Pero sí reflexiva. El trabajo de mis profesores era monumental, tal vez egocéntrico. Mi mundo era más el arte que la arquitectura. La arquitectura es una experiencia. Yo hago trabajo de campo, investigo, voy al solar. Escucho al cliente. Es un proceso muy racional. Supongo que tiene que ver con cómo crecí.
¿Exigencia?
Estudiar todo lo posible cada caso no garantiza un buen edificio. Esa información hay que digerirla y, tal vez, pensar al final si puedes hacer algo que abra un poco una puerta. Es difícil pero sencillo. No trabajo si no encuentro qué hacer. Pero me puedo equivocar. Para tratar de evitarlo dedico tiempo y voy a los sitios. No envío a otra persona. No soy el tipo de arquitecta que vuele por el mundo de proyecto a proyecto. Soy una arquitecta que se mueve en bici. Dicho esto, en arquitectura no hay nada que puedas hacer solo. Por eso es importante escuchar.
Ha pasado del Soho a Union Square.
Cuando empecé, un amigo me ayudó a alquilar un loft de renta fija. Era un lugar fantástico con techos altos y mucha luz. Trabajaba yo sola y solo tenía una mesa que encontré en la calle.
¿Cómo consiguió su primer trabajo?
Había trabajado con un arquitecto conocido, Richard Gluckman.
El autor del Museo de Andy Warhol en Pittsburgh, el Picasso de Málaga…
Lo conocí porque, siendo alemana, era amiga de Heiner Friedrich que, en los años setenta, había montado con su entonces esposa, Philippa de Menil, la Dia Foundation. Richard me animó siempre. Todavía lo hace.

¿Cómo consiguió su primer encargo?
De la manera clásica: renovando el apartamento de un amigo. Luego el contratista me recomendó para otro trabajo.
¿Y cómo dio el paso a los museos y las casas de artistas…?
Cuando creces lo haces con un determinado tipo de comida y te alimentas de eso. En la vida sucede lo mismo, te alimentas de lo que tienes a mano. Mi madre me llevaba a museos. Luego el arte me fascinó por los artistas que empecé a conocer. Martin Kippenberger, Walter Dahn… no eran necesariamente mis amigos, pero nos encontrábamos en los mismos bares y en las mismas librerías. Colonia era una ciudad vibrante cuando me fui y todos queríamos ir a Nueva York. Se podía hacer.
Los ochenta fue una década pictórica.
Una celebración después de tanto tiempo de arte conceptual. Mi primer trabajo en el mundo del arte fue una galería para Michael Werner. No es que me quisiera a mí, quería que alguien hiciera su galería. Y quería decirle cómo la tenía que hacer. Muchos clientes quieren eso, pero incluso eso debes diseñarlo. El caso es que la hice y comencé a hacer espacios artísticos.
Y casas para artistas.
Le hice el loft al artista suizo Not Vital. Luego hice el estudio de Eric Fischl…
Y luego la casa al pintor David Salle.
Él me encargó mi primera vivienda. No fue fácil. Todo eso me ha hecho aprender a escuchar.
También le hizo la casa a Cindy Sherman.
Bueno…, es una amiga. La ayudé un poco cuando se compró una casa en Long Island.
Sus artistas son muy distintos. Jeff Koons es otro de sus clientes.
Sí. Le hice el estudio y luego algunos encargos más. Las casas que he hecho son en general bastante pequeñas. Pero, en determinado momento, tuve suerte y me encargaron la reforma de la Neue Galerie en la Quinta Avenida.
Transformó una mansión de principios del siglo XX en un museo de arte alemán y austriaco.
Ese encargo, en el que debía mantener lo existente y a la vez romper con ello, marcó mi manera de trabajar. Luego empecé a hacer concursos. Te obligan a articular tus pensamientos, pero necesitas implicarte tanto en lo que haces que, cuando no ganas, que es la mayoría de las veces, te quedas arrasada. Son un aprendizaje costoso.
Y fructífero: el Museo de San Diego, The Frick Collection, el Museo de Ontario…
A la edad que tengo he aprendido una cosa: es importante que la gente quiera trabajar contigo, no solo con tu destreza profesional, contigo como persona.
¿Quién es su cliente en un museo? ¿Los directores o los visitantes?
En la National Gallery, Gabriele Finaldi, el director, ha sido un gran cliente. Sabe lo que quiere y mejora lo que propones. Pero él y yo trabajamos para la gente: estamos convirtiendo el nuevo acceso a la galería en un espacio público al que es más fácil entrar: el museo está saliendo a la calle.
El predecesor de Finaldi, Nicholas Penny, declaró a EL PAÍS que los museos son para visitantes que quieren ver arte, no para gente que quiere pasar el rato.
Finaldi y yo trabajamos conjuntamente para acercar el arte a la gente. Si no has tenido la suerte que tuve yo, de que mi madre me arrastrara hasta los museos siendo una niña, es más difícil que una persona entre en un museo. Se lo voy a plantear de otra manera. ¿Le resulta más fácil acercarse al arte contemporáneo o mirar una pintura de un maestro antiguo?
Respóndame usted.
La mayoría de la gente prefiere ver arte contemporáneo.
¿En serio?
Da menos miedo. Igual porque es menos prescriptivo. Yo pienso que mirando lo diferente el mundo se amplía. Y creo que la arquitectura puede facilitar ese encuentro.
¿Cómo?
El objetivo de la arquitectura de un museo es que mucha gente pueda ver algo precioso. Acoger a los que quieren conocer mejor algo. Es una actitud. La arquitectura puede mostrar poder o cercanía. Cuando renovamos la Frick, nos dimos cuenta de que no se trataba solo de renovar las instalaciones. Queríamos cambiar la actitud del museo ante el mundo exterior.
¿Cómo acercarse a la gente?
Es tan fácil decir oh, [Henry Clay] Frick fue una persona terrible que hizo esto y lo otro y sembrar un clima negativo y de desinterés. Si hablamos de un museo tenemos que valorarlo como museo. Yo misma recibí muy buenas críticas por el diseño del edificio. Pero hubo un tipo al que todo le parecía mal. Todo. Para él todo venía de un lugar malvado. El industrial que fundó el museo y coleccionó lo expuesto pudo no ser un buen patrón. Y la arquitecta…, “peor porque es alemana y solo puede ser fascista”… Ese tipo de crítica no busca mejorar nada.
¿No es el mundo en que vivimos?
Lo venden como libertad de expresión, pero casi es lo contrario. Busca destrucción más que construcción.
¿Los Estados Unidos a los que usted llegó ya no existen?
Hoy es otro mundo. Es doloroso vivirlo. Muchos arquitectos asocian el arte al riesgo. Y el riesgo a acciones violentas. Para mí una acción violenta no es la definición de riesgo. Me parece más arriesgado intentar arreglar cosas con pequeños gestos. Para mí la acción inteligente no es tirar una bomba.
¿Prestar atención a esos pequeños gestos tiene que ver con la llegada a la profesión de tantas mujeres arquitectas?
Sí. Es pragmatismo, la inteligencia de entender lo que se necesita por encima de tratar de imponer algo.
No tiene hijos. Otro clásico entre las mujeres profesionales de su edad.
No sé si fue una elección. Si lo fue, no fue consciente. Ahora…, me aseguré de tener relaciones sentimentales terribles hasta que cumplí 50 y encontré a mi marido.
Un licenciado en Filosofía que trabaja en el mundo del reciclaje.
Es una persona muy ecuánime. Y esa cualidad ayuda mucho en la vida. Lo sé porque no soy ni tranquila ni equilibrada.
¿Nos seduce lo contrario?
Es la primera persona con la que he tenido una relación sentimental que me trata como a un igual. Algo que escasea.
Lleva toda la vida con su perro ‘Jussi’.
Somos tres. Lo recogí de una perrera. Hoy incluso nos parecemos.
¿Cuándo desarrolló su sentido del humor?
Se supone que los alemanes no lo tenemos. Yo… nací con él. El humor ayuda a sobrellevar la vida.
Trabaja 12 horas: de ocho a ocho.
Soy disciplinada, paciente y trabajadora, pero también melancólica. Naces con eso, ¿no? Requiere mucho autoconocimiento aceptar que algo así forma parte de ti.
¿Por qué empezó a ir a terapia?
La primera vez porque tenía una relación con alguien que era drogadicto y sacaba lo peor de mí: el miedo, el enfado, la rabia. Años después pensé que la terapia me ayudaría a conocerme. Y tuve un terapeuta maravilloso. Tenía 90 años. Después de unas cuantas sesiones me pidió que le hablara en alemán. Eso me conectó con una parte de mí muy profunda. Para mí hoy es más fácil hablar inglés que alemán, pero cuando hablo alemán siento que llego a una verdad más profunda. Me di cuenta de que llevaba años olvidando ponerme cómoda conmigo misma y prestando mucha atención a los demás. Para atender bien mi trabajo y para habitar en el mundo tal vez había dejado de prestarme atención a mí misma.
¿Qué parte de su éxito conocieron sus padres?
Mi madre murió cuando yo tenía 44 años. Y era un tipo de mujer que tenía miedo a saber. Mi padre vio la Neue Galerie de Nueva York. Entendió muy bien lo que estaba haciendo. Para mí es una referencia.
¿Por qué?
Poca gente puede combinar la racionalidad y la intuición. Él lo hacía. Fue un arquitecto autodidacta. Aprendió a construir entendiendo cómo estaban construidas las cosas. Fijándose. Su trabajo le mostró la belleza de conseguir levantar algo. Y eso me lo dio.
Lo último que está levantando son dos rascacielos.
Mis clientes valoran mi sensibilidad a la hora de abordar edificios históricos, pero yo adoro partir de cero. Diseñar un rascacielos te hace sentir que realmente eres parte de Nueva York.
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