Paiporta, una herida abierta
Nadie en Paiporta olvidará el 29 de octubre, cuando una ola de barro arrasó todo. De los 231 muertos que causó la dana, 46 fueron vecinos de esta localidad que quedó completamente inundada. María fue arrastrada violentamente por la riada antes de lograr salvarse en el balcón de un primer piso. Laura estuvo cuatro horas encaramada en un árbol presa del miedo. Son dos de las historias con las que reconstruimos, hora a hora, una tarde y noche dantescas y lo que vino después. La fecha más trágica de 2024 en España, desde el epicentro del desastre
A las diez de la mañana del martes, 29 de octubre, se puso a llover en la sierra de las Cabrillas, en la provincia de Valencia. La estación de Siete Aguas *, sumada a las cercanas de Chiva y de la Rambla del Poyo, marcaron un acumulado de 46 litros por metro cuadrado en dos horas. “No es tantísimo, pero prepara el camino”, explica un técnico experto en territorio y agua. “Rompió el umbral de escorrentía. Dejó el terreno al límite de no poder absorber más”. A esa misma hora, en la localidad de Paiporta, limítrofe al sur con la ciudad de Valencia y a unos 50 kilómetros de la tormenta, María García, de 30 años, llega a casa después de haber hecho crossfit a primera hora. Mira al cielo y, aunque gris, no ve lluvia. Vive en un bajo en la calle de Santa Anna. Su madre, Maru, reside en el primer piso. Laura Requena, de 33 años, sale también a esa hora de casa de su novio, David, donde había pasado la noche. Desde Paiporta se dirige al barrio de Malilla, en Valencia, donde trabaja. “Creo que dan lluvia, ¿quieres que te lleve?”, le pregunta David antes de irse. “Le dije que no. Que me había sacado hace poco el carné de conducir y que quería practicar. Además, no llovía”. Al otro lado del pueblo, en la calle de Sant Joaquim, Javier Torrens, de 47 años, está sentado frente al ordenador en la inmobiliaria que abrió hace unos años con su socio y amigo José Pacheco. “No somos amigos, somos hermanos”, puntualiza. Su hija, Valentina Torrens, de 25 años, entra a trabajar a esa hora en una perfumería de la calle del Primer de Maig.
* Estación de Siete Aguas
La Agencia Estatal de Meteorología, la Aemet, llevaba varios días emitiendo avisos en los que se indicaba que, probablemente, se producirían chubascos fuertes en la provincia de Valencia. Por eso la Generalitat estaba en prealerta. Ni María, ni Laura, ni Javier, ni Valentina estaban especialmente preocupados por estos avisos. En algunos casos ni siquiera se habían enterado. De todas formas, en Paiporta seguía sin llover.
Hay un cauce llamado barranco del Poyo que nace muy cerca de la sierra donde está lloviendo y que avanza 41 kilómetros como un río seco hasta desembocar en La Albufera, humedal al sur de Valencia. El barranco atraviesa Paiporta y divide la localidad en dos partes casi iguales. Sus 27.000 habitantes pertenecen a un continuo urbano conocido como l’Horta Sud que forma parte del área metropolitana de la capital. Antaño dedicado a la agricultura, hoy es un pueblo sobre todo industrial y con gran cantidad de vecinos que trabajan en Valencia.
Dos horas más tarde, a las doce de la mañana, hay una nueva tormenta en la misma zona que la anterior. Es mucho más fuerte. Es, ahora sí, una dana. Las tres estaciones recogen un total de 214 litros por metro cuadrado. El suelo ya no puede: comienza a bajar agua por el caudal del barranco. El sensor de Riba-roja *, situado a unos 15 kilómetros de Paiporta, detecta 264 metros cúbicos por segundo. La Conferencia Hidrográfica del Júcar (CHJ), dependiente del Ministerio para la Transición Ecológica y, a su vez, de la vicepresidencia tercera del Gobierno, ha enviado un e-mail de aviso a la Generalitat.
*Sensor de Riba-roja
“La Aemet es la encargada de avisar de las precipitaciones. La CHJ avisa del caudal. Pero estos dos organismos emiten avisos, no alertas. No tienen capacidad de activar protocolos”. Lo explica Chema Rodríguez, técnico de Emergencias. “El organismo correspondiente, en este caso, es la Generalitat de Valencia”. Por eso, tras recibir la información, la Generalitat, a través del 112, cuelga a las 12.20 el aviso en redes sociales y llama al Ayuntamiento de Paiporta, que procede con el protocolo.
“Nos indicaron que retirásemos algunos coches cercanos al barranco y que cerrásemos el polideportivo, el cementerio y otras instalaciones”, explica Laura Cervera, oficial de la Policía Local de Paiporta. El Ayuntamiento lo hace público a través de sus redes sociales: “Se recomienda tomar precauciones”. Son las 12.47. Pero no llueve. “Por eso algunos padres y madres se quejaron; no entendían que los niños se tuvieran que quedar sin actividades”.
*Calle de Santa Anna
En su bajo de la calle de Santa Anna *, María le pone la comida a Aris, su pequeña perrita, y se prepara la suya. Hace lo mismo Javier, que se quedará ya en casa teletrabajando por la tarde. Valentina, su hija, tiene turno partido y deberá regresar a la perfumería después de comer. En Valencia, Laura Requena aprovecha el descanso en su jornada para ir a la peluquería. Son las dos de la tarde. La CHJ detecta que el caudal sigue subiendo. Se mantiene la situación 1 decretada a las 7.45 por la Generalitat.
A las 14.30 el agua que baja por el barranco se hace finalmente visible en Paiporta. Laura Cervera la ve cuando patrulla junto al cauce. “No era mucha, pero me llamó la atención porque no llovía”. Ayudada por algunos compañeros policías, coloca unas vallas en los accesos al barranco para evitar que la gente se acerque.
A las 15.01 la CHJ comprueba que el caudal del barranco del Poyo no deja de aumentar. Se decide pasar a situación 2. “Esto implica, según el protocolo, que se tiene que constituir el Cecopi, centro de emergencias integrado por los cuerpos y fuerzas autonómicas y estatales, como la UME o el Ejército”, explica Chema Rodríguez. Pero la reunión tardará dos horas en producirse.
Mientras se dirige a cumplir su turno de tarde en la perfumería, Valentina también se fija en que baja agua por el barranco. Son las 15.45 y le envía un audio a su padre, Javier. “No entiendo que me manden a trabajar en alerta roja”, le dice. Javier le responde bromeando: “Mira que si te pilla el fin del mundo trabajando…”.
En Valencia Laura Requena ha salido ya de la peluquería. En su casa, María recibe un mensaje de su primera clienta de la tarde para arreglarse las uñas: cancela la cita. Poco después, a las cinco de la tarde, estalla, de nuevo lejos de Paiporta, la tercera y definitiva tormenta del día. Una dana inédita. En la sierra y alrededores se abre el cielo. En menos de tres horas se acumula, solo en la estación de Chiva, 369 litros por metro cuadrado. Esa estación recoge, de media en un año, unos 500 litros. Al final de ese 29 de octubre el registro de la Aemet señalará un acumulado en 24 horas de más de 800 litros.
Según un informe preliminar de World Weather Attribution (WWA) del que se hace eco The Guardian el 4 de noviembre, esta dana fue un 12% más potente que el promedio de las registradas hasta la fecha. El informe atribuye este diferencial a los cambios en el clima. También advierte de un aumento de la probabilidad de que vuelva a ocurrir. “La cantidad de agua que cayó es inimaginable”, dice el técnico experto en territorio y agua. Pide usar un nombre ficticio, Pedro, ya que durante años ha trabajado para la Generalitat de Valencia y prefiere guardar el anonimato. Una cantidad inimaginable que empezó a bajar por el barranco.
A la misma hora que la tercera dana estalla, a las cinco de la tarde, se celebra por fin la reunión del Cecopi. “Tarde”, valora Chema. “Hasta que no se constituye esa reunión no hay un debate cara a cara de todos los organismos y no hay toma de decisiones”. Carlos Mazón, presidente de la Generalitat, no está en la reunión y es la consejera de Interior, Salomé Pradas, quien lidera la sala. Semanas después será destituida. En este primer intercambio de información, y según relatan varios medios incluido EL PAÍS, no se actualizan los datos del caudal del barranco del Poyo. En los municipios cercanos a la tormenta, como Chiva, han comenzado las inundaciones y el 112 se llena de llamadas. “Estos barrancos tienen un desnivel enorme; el agua corre muy deprisa, casi a cinco metros por segundo. Desde que el medidor avisa hasta que llega a Paiporta pasa muy poco tiempo”, explica Pedro.
A las 17.40 la policía Laura Cervera ve la masa de agua. “Me acerqué al barranco porque vi a unos críos tirando las vallas que habíamos colocado. Les fui a llamar la atención y cuando me asomé me quedé sorprendida por la cantidad de agua que bajaba y por lo rápido que lo hacía”.
Laura va acompañada por Alonso Urrea y se unen Marc Hervás y Sergio Borrego, todos ellos agentes. Entre los cuatro intentan llamar al 112 para actualizar la situación. Son las seis de la tarde. Nadie responde. “No es que estuviera colapsada la línea. Es que no respondían. Desde esa hora nunca volvimos a conseguir hablar con ellos”.
A las 18.05, el sensor de la Rambla del Poyo marca un caudal de 993,6 metros cúbicos por segundo. Tampoco esta vez la CHJ envía e-mail. En Paiporta sigue sin llover.
En 10 minutos Laura y sus compañeros se organizan. “El agua iba ya muy alta”. Marc y Sergio cruzan el barranco y Laura y Alonso se quedan en la parte norte. Desde sendos coches recorren las calles mientras lanzan un bando por la megafonía: “El barranco se ha desbordado, por su seguridad suban a sus domicilios”.
María, en su bajo, no lo oye. Tampoco Javier en casa ni Valentina en la perfumería. Laura, en Valencia, sale de trabajar, coge el coche y pone rumbo a Paiporta.
“¿Sabes lo que nos encontramos mientras lanzábamos el bando? A un montón de gente que empezó a correr hacia el barranco para grabarlo”, recuerda Marc. A las 18.25 el barranco del Poyo, a su paso por Paiporta, se desborda.
Un palmo de agua comienza a avanzar por la rotonda del pont nou. “Empezamos a ver gente bajando a los garajes a sacar los coches”, dice Marc. Javier, el padre de Valentina, es uno de ellos. “Es algo normal aquí: todos los años los garajes se inundan un palmo y sacamos los coches. Nadie podía imaginar lo que iba a pasar”. Cuando regresa a casa, piensa en ir a buscar a Valentina, pero su hijo pequeño le suplica que se quede, que es peligroso. “Estaba con dos compañeras en la perfumería limpiando porque no había gente”, dice Valentina. “Se asomó una señora y nos dijo que el barranco se había desbordado. Así que decidimos bajar la persiana”.
*Rotonda de la Casa Gris
A las 18.35 Laura Requena regresa de Valencia y llega a la conocida como rotonda de la Casa Gris *, en Paiporta, uno de los accesos principales. Debido a la cantidad de coches saliendo de garajes se encuentra con un atasco. “Pensaba en un accidente, pero me llamó mi hermana: ‘Sal de ahí, que el barranco se ha desbordado’. Lo intenté, pero estaba bloqueada”.
Los policías Laura Cervera y Alonso Urrea llegan a la misma rotonda y comienzan a cortar la calle. Laura se fija en que el agua les cubre los tobillos. Ocho minutos más tarde la CHJ envía, por fin, un e-mail en el que informa de que el caudal del Poyo es de 1.686 metros cúbicos por segundo, más de 11 veces por encima de los 150 que se establecen como el umbral máximo de aviso en los protocolos. Pese a ello, desde el Cecopi no sale ninguna alerta a la ciudadanía. A las 18.45 llega a la rotonda otro policía, Rafael Hernández, que está fuera de servicio. “Bajé con lo puesto y me encontré a conductores abandonando sus vehículos”. Laura Requena es una de ellas: “Decidí subirme a la rotonda”. El agua ya llega a las rodillas.
A las 18.50, con la persiana bajada, Valentina y sus dos compañeras ven pasar un contenedor flotando. El nivel del agua no es tan alto, pero la densidad del fango y el lodo empieza a mover todo lo que hay por las calles. “Decidimos meternos en el almacén del fondo de la tienda y cerrar la puerta”. Cinco minutos después la estación de medición de la Rambla del Poyo es destruida por el agua. El último dato que arroja es 2.282 metros cúbicos por segundo. Desde la Generalitat siguen sin enviar la alerta. “Lo que me cuentan compañeros es que a esa hora empezaron a discutir el texto de la alerta”, dice Chema. “Pero ese texto está protocolizado, no puede haber un debate político en ese momento”.
“Me da la sensación de que hubo un cálculo político y ahí se perdió un tiempo precioso. Faltó liderazgo”, dice Pedro. Carlos Mazón, presidente de la Generalitat, sigue sin aparecer y pocos días después trascenderá que, en ese momento, se encuentra de sobremesa en el reservado de un restaurante con una periodista.
Son las siete de la tarde cuando la oficial Laura Cervera decide que tiene que ir al origen del atasco. Se dirige hacia la V-30, la carretera que separa Valencia de Paiporta, y comienza a desbloquear la salida para que no entren más vehículos. “Tenía que discutir con cada conductor porque se enfadaban”. Su compañero Alonso recibe un aviso de una mujer con su hija atrapada en el techo de un coche, se dirige hacia allí, pero llegará solo hasta la siguiente rotonda, donde se tendrá que refugiar. Marc y Sergio, en la parte sur de la ciudad, comienzan a evacuar gente de garajes, portales y bajos. “Fue lo más agotador de mi vida, recorríamos calles con el agua por los muslos”.
Manuel Ocaña, intendente de la Policía Local, intenta coordinar la operativa atascado junto al cuartel de la Guardia Civil *. En minutos se verá subido a la caseta de un transformador mientras la riada se lleva todo a su paso, incluido un muro del cuartel que dejará dos fallecidos.
*Cuartel de la Guardia Civil
A las 19.30 el presidente de la Generalitat, Carlos Mazón, llega a la reunión del Cecopi. La decisión de enviar el mensaje de la ES-Alert a los móviles está tomada, pero no se ejecuta. A esa hora el agua alcanza la altura de los faros de los coches y comienza a arrastrarlos.
A las 19.50 Rafael, el policía fuera de servicio, se da cuenta de que hay que ponerse a salvo. El agua le llega a la cintura. Ve a Laura Requena subida a la rotonda “temblando, como en shock”, recuerda. Junto a un chico de 20 años llamado David se suben al techo de un coche. “Me ayudaron, estaba bloqueada”, explica Laura. Rafael le dice que se agarre a ellos. En minutos el agua empieza a arrastrar el coche. “Iba aferrada a ellos con todas mis fuerzas. Caerse suponía ahogarse. Navegamos hasta que chocamos con un montón de coches atascados en el parque de Villa Amparo *”. Con el coche varado, Laura, Rafael y David saltan de techo en techo hasta alcanzar un árbol. “Los techos resbalaban, estaba empapada y muerta de frío. La única posibilidad era trepar. Otra vez ellos me ayudaron. Les decía: ‘No voy a poder’. Y ellos: ‘Sí vas a poder”.
*Parque de Villa Amparo
Laura se sube a la espalda de David y se encarama a horcajadas sobre una rama. Rafael y David se suben al árbol de al lado. Estarán así más de cuatro horas. “Tardé en darme cuenta de que había otras dos mujeres en mi árbol”, dice Laura. “Estaba oscuro, apenas nos veíamos y el ruido del agua era tan tremendo que teníamos que hablar a gritos. Yo veía cómo seguía subiendo y los coches chocaban con el tronco. Entre nosotras nos dábamos ánimos. Yo estaba helada. Se me durmieron las piernas y los brazos y el viento y el agua movían el árbol. Empecé a pensar qué haría si caía, pero sabía que, si ocurría, no teníamos ninguna posibilidad”.
En la parte sur de Paiporta los agentes Marc y Sergio avanzan por la calle de Sant Josep y, ayudados por vecinos, sacan gente de los bajos. “Escuchábamos gritos de socorro por todas partes, pero no podíamos atender a todos”, recuerda Sergio. “Y hay un momento que la situación cambia”. A las 20.03 se escucha un estruendo. “Levanto la vista y veo como una ola, llena de cañas y ramas. Una ola”, dice Marc, todavía incrédulo. Antoni Monteagudo, vecino de la calle perpendicular, también lo ve desde su ventana: “Es que en esa ola yo ni vi llegar agua, te lo juro. Veo solo cañas y ramas, un ruido tremendo, como la película esa, Lo imposible. Tal cual”.
“Es el llamado frente de onda”, explica el técnico Pedro. “La nula resistencia hace que el agua cobre velocidad y se forme como una ola. En Paiporta tuvo lugar un flujo preferente, que es cuando el agua avanza a más de un metro por segundo y con más de un metro de altura. Eso no es una inundación, eso es un tsunami”.
La ola sumerge Paiporta. En algunos puntos de la intersección entre la calle de Sant Josep y de Santa Anna, donde Marc y Sergio logran ponerse a salvo sobre una montonera de coches, la marca del agua alcanza los 2,80 metros de altura. Es la zona cero de la zona cero. El agua llega a entrar en algunos balcones del primer piso. Justo en ese lugar está María, en su bajo encerrada, después de haber atendido la manicura de una clienta.
Minutos antes, Maru, su madre, que ve el agua entrar desde el primer piso, la llama por teléfono. “¡Sal de ahí!”. María mira por la ventana y ve pasar un coche arrastrado. Intenta abrir la puerta, pero la presión del agua se lo impide. “Se cerró de golpe”, recuerda. “Llamé a mi madre y le dije que por favor vinieran a por mí”. En ese momento, la puerta revienta. “Recuerdo una tromba de agua y salir disparada hacia el fondo de la casa. Los muebles se me vinieron encima. Me acuerdo de la cama flotando y de la sensación del agua helada. Cogí a mi perrita Aris, me la até y salí nadando”. María logra cruzar el umbral de su puerta contra corriente y se aferra a las rejas de su ventana. Aguanta una corriente que cada vez es más fuerte. Todo tipo de objetos la golpean. En el balcón, su madre contempla la escena. Enfrente, desde su ventana, Antoni Monteagudo —el vecino que vio la ola llegar— ilumina con una potente linterna para ayudar. En ese momento, a las 20.11, el móvil de María, que lucha por su vida, el de su madre, el de Antoni y el del resto de los vecinos de Paiporta emite un sonido. Es la alerta de ES-Alert. El Cecopi acaba de enviarla: “Alerta de Protección Civil por las fuertes lluvias y como medida preventiva se debe evitar cualquier tipo de desplazamiento”.
“Esa alerta en ese momento es algo que todos los vecinos vamos a llevar grabado para siempre. Ese sonido y ese mensaje cuando estábamos en mitad de la riada. Fue como una burla”, dice Antoni.
“Entre el técnico que dice lo que hay que hacer y el político que toma la decisión de hacerlo, siempre hay uno o varios asesores políticos. Y en el camino de esos asesores muere gente”, dice Chema. “Tal vez lo más frustrante es que España tiene unos protocolos y unos medios muy buenos. Pero fallaron las tomas de decisiones y las actuaciones”, completa el técnico de Emergencias.
Varios vecinos de Maru atan sábanas para intentar subir a María. También una cuerda. María se la ata al cuerpo y los vecinos tiran, pero no pueden. Está dos horas luchando por subir, pero resbala, se desuella las manos y, cuando no puede más, decide atar a Aris para que se salve. Mientras suben a la perra, Maru, su madre, ve cómo la corriente se lleva a su hija. “Me di la vuelta y me senté en el sofá. No lloré. Me quedé en shock”. Maru estará las seis siguientes horas sentada, en silencio y sin saber nada de María.
María logra agarrarse al toldo de un estanco, pero dura poco. La fuerza del agua, una riada mezclada con lodo de más de dos metros de altura, es brutal. “Me arrastró calle abajo. Yo iba intentando mantener la cabeza fuera, pasaban ramas, maderas, coches… Hasta que me estrellé contra una pared”. La pared es la esquina de su calle, Santa Anna, con la de García Lorca. “Me succionó al fondo y luchaba por volver a salir. Así cuatro o cinco veces. Cuando lo conseguí me arrastró en otra dirección”. María ha doblado la esquina y su cuerpo choca con un coche atascado contra el balcón de un primer piso. “Subí por el coche y me metí en el balcón. Ahí me di cuenta de que estaba sangrando, tenía los brazos morados y empecé a vomitar el agua que había tragado”. Una vecina le lanzó ropa seca, María rompió el cristal del balcón y entró en la casa, que estaba vacía. Ahí permaneció tumbada, exhausta, hasta las cinco de la madrugada, cuando la rescataron.
A pocos metros de allí, Valentina y sus dos compañeras siguen refugiadas al fondo de la perfumería, en el almacén. En casa, Javier intenta contactar con ella, pero no hay señal. “Nos subimos al mueble más alto del almacén, dos metros, pero el agua seguía subiendo. Hay un momento en que me fijo que está entrando por la parte de arriba de la puerta y me doy cuenta de que, si nos quedamos ahí, nos vamos a ahogar”, cuenta Valentina. “Les dije: ‘Hay que abrir la puerta. O la abrimos o morimos”.
Nadando en el agua helada, Valentina y sus dos compañeras se ponen de pie sobre la manilla de la puerta y saltan. “Yo llevaba un paquete de pañales a modo de salvavidas”. Cuando la puerta cede, se quedan bajo el agua. “Tuvimos que bucear y conseguimos sacar la cabeza de nuevo en la tienda”. Pero casi no había espacio, el agua estaba llegando al techo. En casa, Javier le dice a su esposa y a su hijo que Valentina va a aguantar. “Sé que está viva”, repetía. Por la ventana ven la enorme riada arrasando con todo. “Nos subimos al mueble más alto de la tienda y rompimos el doble techo a golpes. Por ahí metimos las cabezas porque el agua ya llegaba al techo. Nos quedamos así, respirando y escuchando si el ruido atronador del agua de la calle bajaba. Recuerdo que les dije a mis compañeras: ‘Va a venir mi padre a sacarnos de aquí”.
A la una de la madrugada Javier no puede más. Valentina y sus compañeras llevan más de cuatro horas atrapadas. Sale a la calle, el agua ya no sube, pero le llega a la cintura. Avanza a oscuras, solo iluminado por la linterna de su móvil. Nota bajo el agua tablones, ramas, escala sobre montañas de coches, escombros, muebles. Magullado, helado y empapado, llega a la calle donde está Valentina y escucha sus gritos pidiendo ayuda. “Cinco chicos bajaron a ayudarme. No sé cómo, pero conseguimos levantar la persiana a pulso”. “Yo escuché la voz de mi padre y miré a mis compañeras: ‘Os lo dije’. Vimos que se levantaba la persiana y salimos buceando”. Ya en la calle, con el agua casi por el pecho, en mitad del silencio y la oscuridad, Valentina y Javier se abrazan.
A esa hora, en el cuartel de la Guardia Civil, junto al parque de Villa Amparo, Manuel Ocaña, intendente de la Policía, organiza una cadena humana y empiezan a bajar gente de los árboles. Una de ellas es Laura Requena, que había vuelto de trabajar en Valencia aquella tarde. “Mi árbol resistió. Yo estaba temblando, no podía parar de llorar. Pero viva”.
Es la 1.30. El nivel del agua empieza a descender. Paiporta ha sido arrasada.
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El 100% del término municipal se ha inundado. Todo lo que está por debajo de dos metros ha sido destruido en Paiporta. Han perdido la vida 46 vecinos. Es la localidad más afectada de la región, que suma 223 muertos (siete más en Castilla-La Mancha y otro en Andalucía), tal y como recogen los datos del Consejo General del Poder Judicial. Es como si por unas horas hubieran metido Paiporta en un pantano. “Para hacernos una idea: los modelos del Sistema Nacional de Cartografía prevén inundaciones tan elevadas que, estadísticamente, solo se darían una vez cada 500 años”, explica Pedro. “Pues bien, esta inundación lo duplicó. La probabilidad de que ocurra es de una cada 1.000 años. Los modelos de 500 años recogen que en Paiporta se inundan seis calles, pero se inundaron todas. No hay modelo que pueda prever eso. Y, francamente, no hay forma de pararlo”.
Los policías Manuel Ocaña, Laura Cervera y Alonso Urrea se unen y comienzan a caminar a oscuras y empapados hacia el centro del pueblo. Sus compañeros Marc Hervás y Sergio Borrego hacen lo mismo. Paiporta es una montaña de barro, vehículos, escombros, árboles y cañas.
“Recuerdo el silencio. Se interrumpía solo por gritos de gente atrapada o por alarmas de coches. Recuerdo el olor a gas mezclado con gasolina y barro. Recuerdo los chispazos de las farolas”, explica Manuel. “Llevábamos palos para ir clavando en el fango. Nos llegaba más arriba de la rodilla”, recuerda Alonso. Y Laura añade: “Con la luz de los móviles teníamos que subir por encima de pilas de coches que llegaban hasta un primer piso. Todo estaba lleno de ramas y escombros que formaban una masa con el barro. También veíamos animales muertos y cuerpos que asomaban entre el fango”.
A las dos de la madrugada la jueza de Torrent llega a la gasolinera Texaco *, a la entrada de Paiporta, el único lugar practicable. Enseguida se convertirá en el puesto de mando avanzado. Lo hace acompañada de un equipo forense. “Los vecinos nos pedían ayuda, se oían gritos en todas direcciones. Nos iban marcando dónde había cuerpos y, cada vez que localizábamos uno, llamábamos a la jueza. Fue un proceso lento y penoso”, dice Laura.
*Gasolinera Texaco
Paiporta es como una película apocalíptica. Cientos de personas deambulan en estado de shock por las calles devastadas. Se forma una procesión de gente que comienza a abandonar el pueblo. “Era como ver zombis”, dice Antoni. “Todos embarrados, caminando en silencio”.
“Estábamos superados. Cada paso que dábamos se requería algo: alguien atrapado, un cuerpo, una persona que necesitaba atención médica. Esa noche caminé 42 kilómetros”, dice Alonso. “Entramos en un bajo y, mientras apartábamos las ratas flotando, llegamos a una mujer subida a una caseta de dos metros. Había flotado sobre un colchón”. A las cinco de la madrugada Alonso escucha gritos. “¡Ladrón, ladrón!”. El agua aún no se había retirado y ya habían empezado los saqueos. “Estaban robando en una óptica”. Seguirán las siguientes noches.
Incomunicada y devastada, Paiporta tiene esa noche en sus calles arrasadas a un puñado de policías locales que han perdido todos sus medios, una dotación de la UME, un grupo de agentes de la Guardia Civil del cuartel destruido y una decena de bomberos. “Los bomberos que llegaron esa noche hacían triaje. Yo los avisé de una vecina mayor herida, me preguntaron la edad y me dijeron que lo sentían. Y siguieron”, explica Antoni, que dedicó esa noche a ayudar a heridos. “Pensábamos que al amanecer comenzaría a llegar el Ejército”, dice. “Pero no ocurrió”.
El miércoles 30, primer día posriada, no aparecen refuerzos. “Solo vecinos deambulando, buscando familiares, detectando gente atrapada”, recuerda Antoni. “También gente entrando en los supermercados destrozados a por comida”. A media mañana, en la entrada del pueblo se vuelve a formar una procesión, esta vez en sentido contrario: miles de familiares, amigos y voluntarios con ropa y alimentos. “Llegó el pueblo, no la Administración”.
“La inundación superó toda previsión, pero ese miércoles se tenía que haber ido a situación 3. El Estado tenía que haber tomado el mando”, dice Chema. “En Emergencias todavía no entendemos qué pasó. Se da una respuesta tardía y desajustada”.
*Calle de Gabriel Miró
El jueves 31 Sandra López, psicóloga, vecina de la calle de Gabriel Miró* , amanece en su casa frente al barranco con la mochila hecha. “Pensaba que nos iban a evacuar y la hice ya el martes por la noche. Pero no vino nadie. Tampoco el jueves”. Fue el segundo día de desamparo.
“La Generalitat no calibró bien”, dice Chema Rodríguez. “Rechazaron ayudas. Compañeros de bomberos de Cataluña pidieron ir y les dijeron que no. Es frustrante porque los medios estaban ahí desde el primer día”.
“Aunque éramos un número insuficiente de unidades, sí estuvimos el miércoles y el jueves. Lo que pasa es que no podíamos atender a los vecinos, nuestra prioridad en esa fase de caos es detectar cuerpos y rescatar personas. Por eso, para muchos vecinos, fuimos invisibles”, explica un mando de la UME.
*Calle de Sant Roc
La insuficiencia del Estado desemboca en escenas como la de Paco, podador, vecino de la calle de Sant Roc * que prefiere no dar su apellido y que el jueves —dos días después de la riada— sigue aislado en su casa de planta baja donde vive con su hermana. Lograron ponerse a salvo en un habitáculo del primer piso después de que el agua arrasase la casa. Sin agua, sin luz, sin móvil, sin tan siquiera un colchón, permanece junto a su hermana, en el suelo, dos días atrapado. Una masa de barro y escombros de un metro de altura cubre su calle y la hace impenetrable, como tantas otras en Paiporta. “Teníamos una montaña de coches y fango en la puerta de casa”. Desde un ventanuco, Paco ve el cadáver de una chica. “Estuvo ahí un día entero”. También le llamó la atención una higuera. “No hay higueras en kilómetros a la redonda de Paiporta”. La potencia del agua ha traído objetos y desechos que estaban a decenas de kilómetros y, de la misma forma, hay coches e incluso cuerpos que aparecerán en el mar, a más de ocho kilómetros.
Los vecinos le suben alimentos con un cesto atado a una cuerda. “Pero necesitaba medicación para mi hermana. Y no vino nadie”. El viernes, 1 de noviembre, ayudado por voluntarios, se puso a escarbar con una pala y logró salir. “No me ha quedado nada. Solo lo que ves”, dice Paco mostrando su ropa llena de barro. “La riada me ha llevado hasta el DNI. No sé ni cómo empezar para rehacer mi vida”. En su salón el barro le cubre los tobillos. Los retratos de sus padres, ya fallecidos, cuelgan de la pared atravesados por la marca de la altura del agua. Paco, brazos en jarra, suspira. “El mal ha venido a Paiporta”.
Además de las casas, el tejido económico del pueblo también ha sido borrado. Ni un solo negocio ha sobrevivido. Frente a su carnicería destrozada, en la calle de Jaume I, Lidia Muñoz, tía de María, la vecina arrastrada por la riada, confiesa no tener fuerzas. “Yo aquí lo dejo. No puedo remontar esto”. Paiporta exhibe sus locales reventados y enfangados, como heridas abiertas.
“¿Sabes qué pasa?”, dice Paco. “Que aquí nadie va a olvidar los dos días de abandono que sufrimos. Nunca”.
*Calle de Rafael Rivelles
A las tres de la tarde del martes, 5 de noviembre, un todoterreno de la Guardia Civil, seguido de un furgón de servicios fúnebres, entra en la calle de Rafael Rivelles *. Los vehículos se detienen frente a un garaje donde varios militares de la UME esperan. Un juez y varios agentes forenses con EPI se meten en el aparcamiento. “Estaba claro”, dice una vecina que observa la escena. “Tenía que haber alguien ahí abajo. Ay, Dios mío, qué horror”. La vecina se lleva las manos a la cara y rompe a llorar. Una camilla saca un cuerpo metido en una bolsa de plástico.
Una semana después del desbordamiento todavía quedan en Paiporta 175 garajes inundados, según explica la Policía Local. En dos de ellos aparecerán sendos cuerpos. Por eso, desde una ventana, un vecino con la voz rota grita: “¡Todavía ahora! ¡Una semana después!”.
A estas alturas Paiporta es una mezcla entre una inmensa zona de obras y un escenario de guerra rodeado por controles de la Guardia Civil que regulan el acceso. Centenares de coches destrozados se apilan a las afueras, excavadoras, camiones, tractores y vehículos de autoridades circulan sobre el agua y el fango. En mitad de la vorágine dos vecinas se encuentran al doblar una esquina. Ambas llevan botas de goma y ropa que les han donado, como casi todo el mundo en Paiporta. “Qué alegría verte, por favor”, le dice una a la otra mientras se abrazan y lloran. Desde hace una semana cada encuentro entre vecinos y conocidos se ha convertido en una certificación de vida. Paiporta es un pueblo a flor de piel.
Las dotaciones de la UME y el Ejército llegan finalmente el viernes, después de los dos días de desamparo. Se encuentran un pueblo en marcha. Laura López, la hermana de Sandra, la psicóloga, ha organizado un puesto de reparto de comida en el auditorio. “La gente está destruida”, explica. “Les damos comida y se echan a llorar”.
Estefanía Uribe, de 28 años, y Carlos Sánchez, de 30, vecinos de la calle paralela al auditorio, esperan su turno en la cola. “Lo más increíble es que ahí al lado”, Estefanía señala con la cabeza hacia la ciudad de Valencia, “la vida es absolutamente normal”. Cuando uno atraviesa el cauce del Turia que separa Paiporta de Valencia deja atrás el barro, el olor a desagüe, los coches destrozados y las calles devastadas y se encuentra gente tomando una cerveza en las terrazas. “Pasas del marrón al color en 10 minutos”, dice Carlos. “El jueves estaban celebrando Halloween en Valencia y aquí estábamos recogiendo muertos”.
Los puestos de reparto se mantendrán semanas, pero al cabo de unos días empezarán a pedir documentación ya que vecinos de otras localidades aparecen con carros de la compra para llevarse enseres gratis.
Cuando llega el fin de semana, el primero tras la riada, los voluntarios conviven con militares, policías y bomberos y llegan a conformar una suerte de Estado paralelo: patrullas para evitar saqueos, contingentes de limpieza que caminan cada día más de una hora desde Valencia y sacan toneladas de barro de bajos y garajes, electricistas, fontaneros, médicos, psicólogos o grupos de jóvenes repartiendo bocadillos y botas de agua. Abarrotan unas calles en las que se han formado hileras de muebles embarrados. La gente ha vaciado sus casas y los objetos domésticos se amontonan en filas, cubiertos de lodo. Paiporta se convierte en un mapa de recuerdos destrozados. Muñecas, tostadoras, colchones, bicicletas, fotografías, lámparas, zapatos…, todo se funde en el barro. Los vecinos observan sus vidas amontonadas y destrozadas, a la espera de que las palas las recojan y se las lleven.
“Lo hemos perdido todo. La casa y la inmobiliaria. Se nos fue la vida”. El sábado, en la calle de Sant Josep, José Pacheco, el socio y “hermano” de Javier en la inmobiliaria, saca barro a paladas de su comedor ayudado por chavales voluntarios. Su esposa, Raquel; sus dos hijos, Ana y Daniel, y los abuelos lograron ponerse a salvo en la segunda planta, que se reduce a la habitación donde ahora sobreviven. “No te puedes imaginar lo duro que es tener que limpiar tu propia vida para que se la lleve una excavadora”, explica de pie en mitad de su salón, ahora vacío y enfangado. “Barro, barro y más barro. Por más que limpiamos, ahí sigue. El barro se te pega hasta en la mente”.
Los vecinos llevan noches sin dormir, funcionales como autómatas programados para sacar barro sin que se les permita llorar o estar tristes. Eso vendrá más adelante. En un contexto de hiperalerta, agotados, con la ropa mojada y sin un lugar para descansar, aparecen, a media mañana del domingo en visita oficial, el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez; el presidente valenciano, Carlos Mazón, y los Reyes de España. Estalla una nueva riada, esta vez de rabia. Sánchez es evacuado después de que un grupo de vecinos le arroje barro y le intente agredir. Mazón se retirará también. Los Reyes aguantan, aunque son insultados y llevan la cara y la ropa manchadas de barro que les han lanzado. Algunos vecinos lloran de pura rabia.
Veinticuatro días después de la riada, Edgar García, vecino de la calle de Sant Josep, recibe un sms de la cooperativa en la que trabaja. Está despedido por no acudir a su puesto. “Les ha pasado a muchos vecinos. ¿Cómo vamos a ir si hemos perdido el coche, la casa y todo?”, pregunta con las lágrimas contenidas. Tania Agudo, su pareja, se confiesa agotada: “Es como si el tiempo no pasase, todos los días son el mismo”.
En la calle ya se ve el pavimento y la maquinaria se ha llevado por fin la mayoría de los escombros. Pero queda reconstruir el pueblo. “Y no podemos hacerlo sin ayuda”, dice Edgar. Una ayuda que, a pocos días de la Navidad, sigue sin llegar. “Dos meses después y ningún vecino ha recibido nada”, dice José Pacheco. Javier Torrens explica que ha hecho cinco peritajes en la inmobiliaria y el seguro no les ha pagado ninguno. Con el año a punto de finalizar, la mayoría de los negocios siguen cerrados y muchos vecinos que han perdido la casa continúan sin nada.
Paiporta, con apenas ya voluntarios ni periodistas en sus calles, se enfrenta ahora a sí misma. “El pueblo está apagado”, dice Laura Requena. “Es marrón, huele mal, está triste”. El polvo en suspensión ha dado el relevo al barro y se cuela en los bronquios, parte de la red de alcantarillado sigue bloqueada y el mal olor continúa. “Ahora es cuando empezamos a comprender lo que nos ha pasado”, dice José Pacheco.
“Necesitamos un análisis constructivo de las actuaciones que se llevaron a cabo, porque el protocolo está bien”, dice Chema. “Hay responsables en todo esto”.
Valentina, superviviente de la perfumería, está de baja por depresión. Laura Requena, que se encaramó durante horas a un árbol, evita ver nada relacionado con la riada. Si lo hace, rompe a llorar. Y María, la vecina que fue arrastrada por el agua, sufre pesadillas todas las noches. “Estuve en shock semanas y he empezado a ir al psicólogo. Hay días que estoy bloqueada por la ansiedad”. La marca del agua permanece.
Paiporta sigue hundida. Y sus vecinos pelean por reflotarla. No tienen intención de rendirse. “Saldremos adelante. Paiporta saldrá adelante”, dice Javier. “Porque la ilusión que tenemos por ver Paiporta en color es más grande que el agotamiento y la tristeza”.