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La generación que se movilizó en medio de la catástrofe

Los jóvenes rompen el estigma de una generación de cristal, frágil, indiferente, con su empática y masiva presencia entre los centenares de miles de voluntarios que han aportado manos, compañía y esperanza a las víctimas de la dana en Valencia

Generación Z dana de Valencia
De izquierda a derecha: Lucía David, 19 años (Valencia), estudiante de Ciencias Audiovisuales: " “Lloraba cada día que iba, era muy triste ver todo el panorama que había allí, conectas muchísimo más que viéndolo desde fuera, pero a la vez era un sentimiento muy bonito de ver todo el interés que la gente estaba poniendo en ello”. Ofelia Martínez, 19 años (Valencia): “Fue una situación que me frustró mucho, no entendía por qué nadie hacía nada, ademas sabiendo por gente de esos mismos pueblos que desde el martes que pasó todo hasta el jueves por la noche en Catarroja no llegó la UME u otros servicios”. Marta Bernat, 18 años (Valencia): “Es una mezcla de sentimientos difícil de explicar ya que no es fácil ver tu propio pueblo destrozado y el de gente cercana. Pero por otra parte ver el sentimiento de comunidad y solidaridad que se creó fue en parte reconfortante”. Lluna Benavent, 18 años (Valencia): “Era como una gran familia, sentías que los conocías a todos aunque en realidad no fuera así, nos movía la empatía y las ganas de ayudar”. Las tres últimas, estudiantes de Bellas Artes.Raúl Belinchón
Ferran Bono

Una mujer mira lo que fue su moderna cocina. Ahora es un amasijo de hierro y cañas, cubierto de lodo. Su cómodo sofá está despedazado por el salón, hundido en el fango. Su pareja intenta animarla, pero está tan destrozado como ella. No saben adónde habrán ido a parar sus dos coches que empleaban para trabajar. No tienen ganas de nada y eso que pueden dar gracias por haberse salvado, le cuentan a una amiga que acaba de llegar a la casa, sin puertas ni vallas, que también se las llevó el agua. La esperaban, pero no a las chicas y chicos que vienen detrás y no conocen. Desde la calle, embarrados, cargados con pozales, escobones y mochilas llenas a rebosar de agua y comida, preguntan de manera respetuosa: “¿Os podemos ayudar?”.

Los jóvenes (y no tan jóvenes) ya estaban echando una mano antes de que aparecieran por esa urbanización de Picanya los agentes de la policía, los bomberos o los militares. “Sin la ayuda, la compañía y el buen rollo de los voluntarios no habríamos levantado cabeza”, asegura la mujer. Al día siguiente, volvieron, o llegaron otros, allí y a las más de 69 poblaciones afectadas por la catástrofe del 29 de octubre que ha causado 223 muertos en la Comunidad Valenciana. Al principio, la mayoría procedía de las localidades más cercanas. Cuando empezó el puente del 1 de noviembre, los voluntarios ya hablaban con los diferentes acentos del español y también de otras lenguas. Solo en los cuatro primeros días, alrededor de 50.000 personas se desplazaron a la zona cero para ayudar, según los cálculos del experto en redes de participación del departamento de Geografía Humana de la Universidad de Valencia, Javier Serrano.

Los voluntarios estaban por todos lados. Su presencia ha sido muy visible, sobre todo durante el primer mes

La Generalitat convocó a las siete de la mañana del sábado 2 de noviembre para intentar encauzar la riada de los voluntarios, pero se desbordaron todas las previsiones y la mayoría prefirió ir por su cuenta. La ola de solidaridad no había hecho más que empezar. Y en ese vasto contingente, destacaba la presencia masiva de jóvenes, muchos nacidos entre 1990 y 2010, pertenecientes a la llamada generación Z o de cristal, que alude a su supuesta fragilidad por sobreprotección emocional y a su presunta indiferencia hacia los problemas de los demás. Un estigma que, como sucede con las generalizaciones, se ha revelado injusto y, en todo caso, se ha hecho añicos con la implicación personal, emocional y también política de la generación de TikTok. Muchos de ellos han participado en las protestas improvisadas en los pueblos y en las manifestaciones en Valencia por la gestión de la dana.

Estudiantes de instituto, universitarios, trabajadores o chavales en paro atravesaban la pasarela peatonal, bautizada al poco como “el puente de la solidaridad”, que une el núcleo urbano de Valencia con la zona cero; recorrían varios kilómetros andando, en bici o en patinete para meterse en el fango de los garajes, sacar los enseres inservibles de las casas, repartir víveres, retirar el omnipresente lodo de las calles o caminar del brazo de los mayores por las resbaladizas aceras. “Me vieron salir por la mañana de mi garaje con las bicis destrozadas de mis hijos y con mi careto de circunstancias y dos chavalas y un chaval se quedaron conmigo todo el día, sacando mierda todo el día”, comenta un vecino de Catarroja, conteniendo la emoción. Ha habido infinidad de vídeos en X, TikTok o Instagram protagonizados por la gente joven en los pueblos de la dana. En varios de ellos se los ve limpiando en las calles al unísono, unos al lado de los otros y formando filas organizadas, en una suerte de coreografías del barro que se hicieron virales: las redes sociales han sido muy útiles para convocar a grupos de amigos, conocidos y desconocidos con el fin de bajar al lodo. Los voluntarios estaban por todos lados. Su presencia ha sido muy visible, sobre todo durante el primer mes después de las inundaciones. Luego, no han dejado de presentarse, de acudir a la cita, aunque en menor número. Como es lógico, la afluencia se ha ido reduciendo conforme pasaba el tiempo.

Esta respuesta altruista de la gente, y especialmente de los más jóvenes, ha sido la única noticia alentadora en la tragedia. Ha aportado luz en sus horas más sombrías a la población del territorio devastado por la dana. Así lo reconocen los vecinos con sus abrazos de despedida, sus gestos, sus comentarios, sus recuerdos y sus mensajes de agradecimiento: Gràcies, voluntaris.











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Sobre la firma

Ferran Bono
Redactor de EL PAÍS en la Comunidad Valenciana. Con anterioridad, ha ejercido como jefe de sección de Cultura. Licenciado en Lengua Española y Filología Catalana por la Universitat de València y máster UAM-EL PAÍS, ha desarrollado la mayor parte de su trayectoria periodística en el campo de la cultura.
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