Paseo por la Navidad de la dana: “La vida sigue normal ahí fuera pero aquí el barro es eterno”
Dos meses después de la peor riada del siglo, los vecinos afectados encaran la Nochebuena y el fin de año entre la desesperación por una reconstrucción que aún avanza lentamente y la ilusión por recuperar la normalidad en 2025
Es Navidad en Catarroja. Hace calor y brilla un sol esplendoroso. El termómetro marca más de 20 grados. El mercado municipal, el mismo que los Reyes visitaron por sorpresa la semana pasada, está a reventar horas antes de la cena de Nochebuena. La gente compra carabineros, chorizos, cerezas gigantescas, bragas rojas con dibujos de renos y de Papá Noel y bebe cerveza y vermut. Todo parece normal. Pero no lo es. Dos calles más allá, una decena de militares vestidos con monos blancos trabajan sin parar y vacían de lodo un garaje y unos trasteros junto a un árbol decorado con bolas rojas. Algo parecido a la normalidad se mezcla por todas partes con la extrema anormalidad del barro, con los efectos devastadores de una dana que lo arrasó todo el pasado 29 de octubre. Hace hoy, exactamente, 56 días.
Los niños se hacen fotos con Papá Noel en un parque cercano y le piden regalos mientras unos elfos organizan juegos lanzacanicas, derribalatas o encestasacos como si todo fuera como cualquier otra Navidad. Justo al lado, en La Rambleta, una de las calles principales del pueblo, aún reina la desolación. Los bajos siguen destrozados, todavía se ven las marcas del barro que recuerdan hasta dónde llegó la riada y apenas hay negocios abiertos. Repartidos por toda la avenida se pueden leer decenas de mensajes enviados desde todos los rincones de España que los vecinos han ido pegando en las paredes. Uno, desde Barcelona, dice que hay que confiar porque “todo esto pasará”. Y al lado hay un dibujo de una senyera y otro de un árbol de Navidad del que cuelgan varias frases: “Vosotros podéis”, “Nosotros os ayudamos”, “Un poco más y lo lográis”.
En casa de María no hay árbol de Navidad este año. Tenían dos, pero la dana se los llevó. “Había también un reno por ahí, pero la verdad es que no lo hemos puesto”, dice. “No tenemos espíritu navideño este año”. La riada arrasó su tienda de ropa, destruyó todo lo que había en el bajo de su casa y se llevó por delante su coche y también el de su hija, Sarai. Hace unos días les comunicaron que varias de las viviendas de sus vecinos, dentro de una comunidad de casas bajas a escasos metros del barranco del Poyo, tienen que ser demolidas porque están muy dañadas y ya no son seguras. Y que el derribo y la reconstrucción lo tienen que pagar entre todos los propietarios. Mientras, las ansiadas ayudas llegan con cuentagotas.
María Asencio vive en la avenida Blasco Ibáñez de Catarroja, una calle que EL PAÍS ha estado visitando después de la riada del 29 de octubre como ejemplo de cómo evolucionan la emergencia y la reconstrucción. Y, ahora, para ver cómo se vive la Navidad dos meses después de que la peor catástrofe natural que ha sufrido España en el último medio siglo dejara tras de sí 223 muertos, cuatro desaparecidos y miles de viviendas, negocios, industrias y vehículos arrasados en la provincia de Valencia. Los coches, arrugados como pañuelos de papel, siguen todavía apilados a las afueras del pueblo formando unas gigantescas murallas de chatarra. Desde lejos parecen coches de juguete.
“La vida sigue normal ahí fuera, en Valencia, en el resto de España, pero esto se ha quedado muy triste y muy raro”, dice Vicente, otro vecino de la calle Blasco Ibáñez, que vio cómo la riada absorbía y empujaba hacia dentro de su garaje a cuatro personas sin poder hacer nada por evitar que se ahogaran. “Ahora tenemos un camión sacando lodo de ese aparcamiento. El barro aquí es eterno. No se acaba nunca”. Cuando se hace de noche, aún no hay luces en esta calle. El alumbrado público del municipio tardará meses en volver a estar al 100%.
El tiempo aquí pasa muy despacio. Amparo baja los dos pisos que la separan de la calle con mucha dificultad y bastante miedo. Muy despacio también. Su hijo, que vive en Bristol, la va a llevar a pasar la Nochebuena a Gandía. Lleva un suéter azul con perlas y se ha puesto guapa para la fiesta. Pero después de casi dos meses encerrada en su casa, las piernas no le responden bien. Se pone nerviosa al bajar. Es la segunda vez que sale de casa desde el 29 de octubre.
“Le veo un bajón anímico increíble”, dice su hija Fany, que vive con ella. “Nosotros estamos afectados a pesar de que entramos y salimos, tenemos pesadillas con todo lo que ocurrió, así que imagínate ella. Pero yo tenía claro que íbamos a celebrar la Navidad. A algo hay que agarrarse para recuperar la ilusión”.
En el parque que hay junto a su casa han colocado un Papá Noel con pala y escoba que recuerda que en pueblos como Catarroja, Paiporta, Alfafar, Algemesí o Massanassa estas serán irremediablemente las Navidades de la dana. El año del barro.
Los destellos de estas fiestas conviven con el cansancio, el hartazgo, la desesperanza. Es difícil hablar de la Navidad en los pueblos afectados por la dana porque dos meses después hay muchas realidades distintas detrás del horror de barro. En un mismo municipio puedes ver a gente tomando algo en una terraza tranquilamente mientras tres calles más allá todo está muerto. Y cada uno lo vive como puede. Algunos, como María, sin ganas, mientras otros se aferran a la ilusión navideña.
La riada afectó en Catarroja a 6.684 viviendas, 12.443 coches, 1.199 negocios y 339 industrias, según los datos del Consorcio de Seguros. Y, lo más grave, 25 personas perdieron la vida. El trauma se nota por todas partes. También en el mercado, aparentemente alegre. Hay familias comprando jamón, pavo relleno, langostinos y turrones para preparar la cena de Nochebuena. “Te adaptas a todo y sigues adelante”, opina la carnicera. “La gente celebra, pero hay barrios en los que no queda una casa ni un negocio en condiciones”. Dice Rosa, la pescatera, que hay vecinos que después de la tragedia han decidido tirar la casa por la ventana y que hoy se han llevado carabineros y mariscos caros, pero que otros que ya no tienen el cuerpo para banquetes. En la puerta del mercado, la ONG World Central Kitchen, del chef José Andrés, sigue repartiendo menús entre quienes todavía no pueden elegir.
En la vecina Paiporta, la calle Primero de Mayo está también llena de estrellas dibujadas con mensajes de esperanza que han mandado colegios de toda España. “Sois muy balientes”, dice uno. “Os queremos. Bon Nadal”. “No nos olvidaremos de vosotros”, promete otro. Las estrellas de los niños cuelgan de las verjas de un montón de negocios destrozados.
En la calle de al lado, Silvia ha puesto un árbol enorme junto a su portal. De balcón a balcón ha colgado una hilera de globos de colores, otra de guirnaldas y otra de piruletas gigantes de rayas blancas y rojas en forma de bastón. “No es que yo no tenga problemas”, explica. “De hecho, tengo muchos. Antes de la dana tenía una cafetería que no voy a poder reabrir. Ahora mismo no tengo ingresos de ningún tipo y doy gracias a dios porque siga habiendo ONG que nos reparten comida, porque yo ya no tengo dinero para ir al supermercado. Entiendo a la gente que dice que no tiene ganas de nada, pero a mí sí me hace ilusión esta Navidad. Con todo lo que hemos pasado este año, yo necesito familia, unión, estar todos juntos. Aquí hace falta un poco de alegría, sobre todo para los chiquillos, que lo han pasado muy mal”.
“Los niños se merecen una Navidad un poco normal”, coinciden Paula y Ángela, estudiantes de Magisterio de 20 años y voluntarias en un punto de entrega de productos. “Ahora que han vuelto al colegio, están empezando a contar sus experiencias con la dana, lo que han vivido, el miedo que pasaron, sus recuerdos… En las clases rompen a llorar muy fácilmente. Qué menos que mantener por ellos el espíritu navideño”.
Martín tiene cuatro años y recuerda que aquel 29 de octubre “plovia” en Catarroja, “se chocaban los coches y se ensució todo”. Ahora hace cola para pedirle a Papá Noel una bici como la que se llevó el barro.
Cristina acaba de abrir su juguetería en Paiporta, La caseta de Nimsi. “Notas enseguida en el estado de ánimo quiénes son afectados directos por la dana y quiénes no”, dice. “Pero en general diría que el pueblo está mal. Sigues adelante, pero tocado. Mira, yo me pasé las dos primeras semanas después de la riada trabajando y centrada en sacar barro. No me cayó una lágrima. Pero después empecé a llorar y ya no he parado. Han pasado dos meses y no hay día que no llore”.
Volver a trabajar la ha ayudado a dejar de pensar, a cambiar las rutinas. “Hasta hace cinco días, me pasaba el día limpiando”, explica. “Porque, después del barro, ha llegado el moho. Sale por todas partes. Me levantaba y quitaba el moho con lejía y lo dejaba todo limpio. Al día siguiente me encontraba con más moho, y vuelta a empezar”.
De vuelta en Catarroja, María Asencio explica que “el mejor regalo de Navidad sería que nos llegaran ya las ayudas por nuestra tienda de ropa, o al menos que supiéramos con qué dinero vamos a contar para volver a empezar de nuevo con nuestra vida”. “Hasta ahora nos han dado una ayuda de la Agencia Tributaria de 5.000 euros y otra por los enseres de la casa de la Generalitat valenciana de 6.000, pero aún no sabemos nada del Consorcio de Seguros ni de la ayuda del Gobierno ni sabemos cómo vamos a poder arrancar”, lamenta. “Estamos agotados. La gente que ha podido abrir de nuevo su negocio me da mucha envidia. Todos necesitamos recuperar una cierta normalidad, salir de una vez de esta rutina de barro y polvo”.
La fotógrafa que firma las imágenes de este reportaje es Mònica Torres. Ella también perdió su casa por culpa de la dana. Sus recuerdos, todos sus negativos, su trabajo de 32 años. Contó su historia en el periódico, como ejemplo de tantas otras. Acaba de volver a trabajar, y este es el primer recorrido que hace por los pueblos que destruyó la riada. A ella, como a los entrevistados para este reportaje, también se le empañan los ojos al pasear por estas calles y recordar ese martes de octubre de hace 56 días en el que todo cambió para siempre.
A la hora del aperitivo del día 24 el Parc El Secanet de Catarroja está lleno de niños haciendo cola para sentarse en las rodillas de Papá Noel. Los padres cuentan que los más pequeños aún arrastran pesadillas después de la dana. Que no quieren estar solos, que le tienen miedo al agua, que ni siquiera se quieren duchar, que a los más pequeños les ha dado una especie de ansiedad por separación. Muchos han pedido hoy juguetes que desaparecieron con la riada.
Alexia, Pilar, Leo, Valeria y Dídac tienen entre 9 y 5 años. Han hecho todo el recorrido de juegos y ahora tienen derecho a un algodón de azúcar que esperan en fila. Ya han pasado por Papá Noel. Le han pedido puzles, un ukelele, una muñeca que se peina y maquilla, un muñeco de cerdo, unos coches.
— Y yo también le he pedido que esto no vuelva a pasar más, dice Alexia.
“Esto” es la dana.
Su amigo Leo la mira y asiente:
— Aquel día apareció agua de la nada. Fue un desastre sobrenatural.
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