Así se vivió la dana desde el 112: “Era como una película, era surrealista. Eran cosas tremendas”
Cuatro operadoras del centro de emergencias relatan cómo, desde primera hora de la mañana, las llamadas ya anticipaban la desgracia
El río embravecido, los barrancos sin control, la lluvia entrando en las casas, los abuelos ahogándose en el salón, los trabajadores sobre los tejados, la última llamada desde un coche antes de morir, el silencio… Todo lo que ocurrió el pasado 29 de octubre, cuando una dana arrasó casi 80 municipios valencianos, fue narrado casi al minuto por miles de personas asidas a un teléfono. Las operadoras del 112, ese número sin rostro al que todo el mundo llama cuando está en apuros, recogieron la crónica telefónica de una jornada catastrófica que acabó con 221 fallecidos y decenas de miles de afectados. No podían ver, solo escuchar, pero ya desde las 8.00 anticiparon la tragedia que se avecinaba. “Nos dimos cuenta muy pronto de que no era un día normal. Cuando yo me fui a las 16.00 ya se sabía que había fallecidos”, cuenta una de las cuatro trabajadoras que han hablado con EL PAÍS sobre la guardia de aquella jornada. “Fue horroroso”, describe otra. Todas son trabajadoras de Ilunion Emergencias, una empresa subcontratada por la Generalitat para dar este servicio fundamental con un convenio de telemarketing.
Laura —que, como el resto de sus compañeras, pide que no se publique su verdadero nombre— libraba el día de la dana, pero su jefe la activó a las 8.00. Llegó a su puesto de trabajo, en el Centro de Coordinación de Emergencias de L’Eliana, una hora más tarde. “Vete a coger llamadas’, me dijo mi supervisor nada más llegar. Yo ya sabía que algo estaba pasando porque si no, no te activan así de corre prisa”. “Sobre las 08:00 ya había muchas zonas inundadas. En Utiel y Requena empezó a complicarse mucho la mañana. Mucho es que ya no era una calle, ya no era una zona, ya había cinco o seis calles con mucha agua”, recuerda Patricia, otra de las operadoras que cubrió el turno de la mañana.
“Eran las 10.00 y yo ya recibía llamadas de señoras mayores que me decían: ‘Estoy encima de una mesa, me está entrando el agua en la casa y no tengo piso de arriba. Necesito que me saques de aquí’. Llamaban también los hijos que sabían que sus padres estaban en casas bajas en Utiel o unos vecinos que habían escalado a un tejado y alertaban de que en la primera planta, inundada, se había quedado una señora encamada. Y a partir de ahí ya empezó todo a complicarse”, describe Laura.
—¿Qué se complicó?
—Pues ahí un poco el caos de los rescates.
Aquel día la centralita del 112 recibió decenas de miles de avisos [la Generalitat no ha concretado cuántos]. Por la mañana, las llamadas en espera y el tiempo de respuesta, claves para dimensionar una emergencia, estaban ya por las nubes. El 112 clasifica el tiempo que el operador tarda en descolgar el teléfono por colores: verde hasta los cinco segundos; amarillo hasta 10 segundos; rojo a partir de 10 segundos. Fue una jornada marcada por el rojo. “Nuestro tiempo de respuesta suelen ser de máximo cinco segundos, pero cuando yo llegué a las 9.00 ya estaba en 20 o 25 más o menos. Es mucho”, describe Laura. “Cuando yo me incorporé al turno de noche había más de 100 llamadas en espera”, recuerda Marta, que atendió los avisos desde las 23.00 a las 7.00 del día siguiente, cuando el tiempo de espera llegó a superar los 120 segundos.
La sala del 112 está presidida por una pantalla gigante en la que podía verse ese tiempo de respuesta y la información que iba llegando por teléfono. Con el paso de las horas también se vio en un mapa cómo el volumen de pedidos de auxilio se desplazaba de Utiel, a Chiva, de Ribarroja a Paiporta… “Había tal cantidad de avisos que llegó un momento en que era imposible posicionarlos en el mapa”, describe Marta.
Según la vicepresidenta primera y portavoz de la Generalitat, Susana Camarero, todos los miembros del Consell estaban cumpliendo con sus actividades previstas porque no tenían “ninguna información” que les hiciese cambiar su agenda. Pero esa pantalla del 112, con toda esa información, se comparte con los responsables de emergencias de la Generalitat, que trabajan en el edificio de enfrente. También tenían información en tiempo real las policías locales, los bomberos, la Guardia Civil, la Policía Nacional… destinatarios, todos ellos, de las cientos de peticiones que les enviaron las operadoras en muy pocas horas. Más allá de los avisos de la Aemet o de la Confederación Hidrográfica del Júcar —entidades estatales señaladas por el presidente Carlos Mazón por supuesta inoperancia—, ese día en Valencia había mucha gente con relatos de primera mano sobre la magnitud de la emergencia. Y desde primera hora. “No sé por qué no avisaron, pero por falta de información ya te digo yo que no fue”, mantiene Carla, que cubrió el turno de la tarde. “Ellos en tiempo real podían tener acceso a todo el detalle de las llamadas”.
“Eran decenas y todas te decían lo mismo: ‘El río se está desbordando, está entrando agua en la calle, está prácticamente intransitable, el agua está subiendo cada vez más…”, recuerda Laura. “De hecho, no sé decirte exactamente la hora, sería la una más o menos, que yo cogí una llamada que era del teniente alcalde de Utiel. La voz era desesperada. Ese señor llamó diciendo: ‘Necesitamos ayuda. El pueblo ahora mismo tiene un escenario dantesco, se escapa de nuestras posibilidades con los medios que tenemos’. Fue ahí cuando me dije: ‘Dios mío, ¿qué está pasando?”, recuerda Patricia.
Los descansos que pudieron hacer aquel día se usaron para llorar y abrazarse entre ellas.
El propio sistema informático complicó el servicio. Una reciente actualización llevaba días provocando fallos y se recibieron decenas de llamadas huecas, cuando no se escucha a quien está al otro lado. “Tú sabías que esa persona necesitaba algo porque tú sí la oías, pero ellos a ti no, así que gente se quedó con la sensación de que le colgábamos”, explica Laura. “Y cuándo rellamábamos, ya no nos respondían”, lamenta Marta. “Fue un caos, perdimos muchísimo tiempo con eso”, reclama Patricia.
Carla entró a las 16.00 sin saber muy bien qué se encontraría. No se levantó de la silla. “Era una llamada detrás de otra, sin parar, de gente subida en su coche porque el agua le llegaba hasta arriba, gente subida a farolas, a árboles… llamadas de familiares preocupados, de madres llorando porque no sabían dónde estaban sus hijos”, recuerda. “Nosotras nos ponemos en modo automático, pero al final somos humanos y no podíamos evitar tener un montón de sentimientos, porque también muchos compañeros nuestros son de los municipios afectados, yo incluida”, explica Carla. “Nunca pensé que al trabajar aquí iba a tener que lidiar no solo con las peores llamadas del mundo, sino también recibir los mensajes de familiares, amigos y compañeros que lo estaban pasando mal”.
Cuando cayó la noche y el caos estaba sembrado, se registraron avisos apocalípticos. “Llamaba gente que estaba encerrada dentro de una nave, subida a las estanterías, y que avisaban de que se estaba incendiando otra nave enfrente. O gente desde sus casas que veían a alguien dentro de un coche que se lo estaba llevando la corriente y te iban relatando calle a calle por dónde pasaba. O el vecino que me contaba que había alguien colgado de la rama de un árbol y justo en la llamada se soltó... Recuerdo esa llamada también de unas personas que estaban con niños en el techo de un camión, estaban llorando, pidiendo ayuda”, relata Marta. “Nosotros estamos acostumbrados a coger llamadas de emergencia, yo llevo muchos años, pero todo esto nos superaba. Era como una película, era surrealista. Eran cosas tremendas”, describe Marta. “Era, desesperante y sentías una impotencia... porque es que no podías hacer nada más que decir que pasábamos el aviso. Y eso, sentir que no podíamos ayudar, es una sensación horrorosa”.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.