Los saltos en la quebrada de Acapulco, 90 años entre el reto, el rito y el ‘show’
En cada salto al vacío, a 85 kilómetros por hora y desde una altura de 35 metros, los clavadistas mexicanos desafían a la muerte delante de turistas de todo el mundo
Con las manos unidas ante la representación escultórica de la Virgen de Guadalupe que reina en lo alto de la quebrada de la bahía de Acapulco, allí donde el mar penetra en la tierra dejando un mínimo canal de agua entre puntiagudas rocas, Alejandro Balanzar espera su turno, último clavado de la sesión del mediodía. Tiene 33 años, es originario de Acapulco y lleva 19 ejerciendo de clavadista en la quebrada. Poseído por la música del océano y del viento, Alejandro se santigua y se gira para colocarse al borde del vacío, donde espera que se aproxime la ola que le permita alzar el vuelo. Mientras esta llega, él mantiene la vista fija en el rugoso peñasco de enfrente. Cada respiración ensancha sus hombros antes de abrir los brazos y lanzarse al umbral hondo y angosto en una caída libre de 35 metros, vértigo abajo, a 85 kilómetros por hora, hasta entrar en un agua sin transparencia que además, dado el continuo vaivén del oleaje, esparce un exceso de espuma. Habrá realizado el clavado del cisne (también llamado del avión) y este mortal inverso (o clavado holandés) unas 2.000 veces, pero ahora, una vez más, es la primera. En este instante Alejandro no se siente conectado a nada que no sea el miedo, el mismo de siempre y de mañana. Todo lo mundano desaparece del pensamiento, allí donde anida el misterio de presentir la sensación de ingravidez. No es el vuelo, ni el golpe ni la altura lo más peligroso para un clavadista, es la profundidad invisible que espera: apenas cuatro metros para buscarse la vida y salir a flote. Alejandro calcula mentalmente el temperamento de la ola que se acerca y la amabilidad del viento (conoce ambos) y ahora sí, levanta los brazos, flexiona las rodillas y toma impulso para que los turistas, en un visto y no visto, lo admiren suspendido en el aire y con piel chinita (piel de gallina) sigan el dibujo de la metáfora de su cuerpo, incrédulos ante la velocidad del salto de un hombre que, por su bien, deberá caer en el agua antes de que la ola emprenda el camino de regreso a mar abierto. Sabe que tiene tres segundos, máximo tres segundos y medio, más de eso sería letal. Alejandro está cayendo, tenso, rígido, manteniendo la vertical, la mirada al frente, siendo consciente de que en cuanto su cuerpo parta el agua deberá abrir las manos y agarrarse los pies para frenar la caída y dar la vuelta con la mayor celeridad posible evitando impactar contra las piedras del fondo. El riesgo como oficio. Chasss, el golpe contra el mar, el peso hundido, el brote de espuma y… dos segundos después, para alivio general, ahí asoma el brazo triunfante de Alejandro, que celebra la supervivencia y los aplausos.
A las 13.30, un sol cegador desparrama su tiranía sobre la quebrada. Alejandro y el resto de los clavadistas aceptan las felicitaciones y se fotografían junto a los turistas como harían estrellas de cine o deportistas de élite. Todos repetirán el salto a las siete de la tarde, cuando el crepúsculo imponga su cuota de oscuridad en el cielo, y de nuevo a las once de la noche, con una antorcha en cada mano como única iluminación y la pura incertidumbre como compañía. El salto nocturno es para Alejandro una ruleta rusa y se encomienda a la fortuna porque ni el que está abajo ve el horizonte ni el que está arriba ve el fondo, todo queda en manos de la intuición, ella se encarga de anunciar la llegada de la ola.
Como todos los mitos, también el de los clavadistas de la quebrada de Acapulco es real y brumoso al mismo tiempo. Esta tradición identitaria cumple este diciembre 90 años de riesgo y de encanto. Es el reclamo turístico más antiguo de la ciudad que abrió México al mundo y al turismo, la ciudad que vivió en los años cincuenta una época de esplendor al convertirse, dada la belleza de su ubicación y de sus paisajes que mezclan lo selvático y lo marino, en uno de los primeros destinos turísticos de América.
Después de las fotografías y los parabienes y de recibir las correspondientes propinas, entre el grupo de clavadistas la euforia tarda en dispersarse. Hablan del poder narcótico de la adrenalina y de ese colchón de ola que hace que puedan despeñarse contra el viento con un salto elegante.
Abraham Estrada, de 37 años, señala en la orilla la línea de salitre ligeramente amarillenta que marca en la roca los cuatro metros de la ola. Nunca podrán tirarse con el agua por debajo de esa línea. “Claro que me he lastimado algunas veces tobillos y rodillas, y cuando empecé se me dislocó el hombro y ya no puedo tirarme de cabeza”.
Su compañero Brando Brian Palacios, de 31 años, sigue a su lado, exultante. Al igual que el 99% de los clavadistas de la quebrada, sigue la tradición familiar: “De niño veía a mi padre, cómo le aplaudían y cómo le pedían la foto… Todo eso llama la atención, empecé a los 8 años por imitarle, primero desde los 2 metros, luego 5, luego 7, y a los 14 me atreví con 35 metros. Los veteranos perciben tu interés y te van corrigiendo y guiando. Me gusta el público que reconoce tu trabajo. Aquí llegan clavadistas olímpicos y nos dicen que estamos locos por tirarnos desde 35 metros con solo cuatro de profundidad, les invitamos a hacerlo pero dicen que no, que estamos tarados”.
Abraham reconoce que está aquí por su abuelo, sus tíos y sus primos. “Pero estudié Derecho, soy abogado, hago trámites en la abogacía”. Ante la pregunta: “¿Y qué te gusta más, el despacho o la quebrada?”, se ríe: “Me gusta más tirarme desde la quebrada, aquí me aplauden, en el despacho no”. Ambos coinciden en señalar: “Cuando llega el momento tu cabeza no piensa en casa, hijos, esposa, novia, problemas, trabajo. Solo ves dónde vas a caer, vas a golpear el agua, vas a abrir el agua, si te acobardas estás perdido”. Casi todos los accidentes se producen en el momento de impactar contra el agua, fracturas de antebrazo, perforación de tímpano, desprendimiento del hombro. Cuando termina el golpe, para Abraham es, dice, una satisfacción enorme: “Dime tu satisfacción mayor, pues esto se multiplica por diez. Créeme que miedo lo tenemos todos, cada clavado es el primer clavado”.
En un salón del restaurante La Perla, dentro del mítico hotel Mirador, con vistas al mar en el que chapotea una ballena jorobada, entre fotografías de Elizabeth Taylor, Cantinflas, Johnny Weissmüller y clavadistas icónicos de los cincuenta como Raúl García o Javier El Toro, nos sentamos con Alejandro Balanzar y Lilia Mishelle Nieves. A sus 13 años, ella es la clavadista más joven, pero según como se mire, porque empezó a lanzarse a los 6. Lo hace los fines de semana, pero como hoy es festivo en Acapulco y no tiene clase ha podido venir con su papá, también clavadista. “Me gusta que me acompañe, me da consejos y me apoya. Entreno cada día para conseguir el clavado perfecto: la cabeza siempre mirando al frente y sin menearla. La cabeza es nuestro timón”.
La tradición del clavado se inició en la década de 1930 impulsada por nativos de los barrios históricos de Acapulco como La Guinea, La Pinzona o La Mira, cuyos pescadores se lanzaban a recuperar los anzuelos porque en aquel entonces el metal era un bien preciado y se hacía imprescindible recuperar dicha herramienta de trabajo. De manera natural, entre ellos se empezaron a retar a ver quién saltaba a por el anzuelo desde el punto más alto. “De reto pasó a rito”, apunta Alejandro, “y el reto y el rito devinieron espectáculo porque esta zona es muy romántica y atraía a las parejas y las familias. Al ver a los pescadores retándose, la gente empezó a aventarles monedas al agua o a darles propinas y así se configuró el fenómeno. En 1934 tiene lugar el primer show y se funda la Sociedad de Clavadistas y Salvavidas de la Quebrada, que luego cambia a Clavadistas Profesionales de la Quebrada. El auge cinematográfico nos ayudó mucho. Que se tomara este escenario para las filmaciones supuso una revolución”. Alejandro se refiere a películas como El ídolo de Acapulco, con Elvis Presley (que ni siquiera pisó la ciudad para dicha filmación), y Tarzán y las sirenas, en las que aparecen la quebrada y los clavadistas.
Al hablar de la situación actual, arruga la frente y muestra nostalgia: “Cumplimos 90 años y es un momento difícil por los huracanes, fueron catástrofes serias, hay que hacer un esfuerzo. Somos una sociedad civil con compañeros directivos que mantienen el orden y mueven los hilos de la agrupación. Nosotros somos la fuerza física, hacemos las exhibiciones y mantenemos la limpieza y el cuidado del área. Se puede vivir de esto, pero a los que empiezan se les pide estudiar. En mi caso soy licenciado en Filología Inglesa. Este es un trabajo en el que hay que tener respeto al acantilado, a la naturaleza y al mar, porque un error es un accidente y a todos nos ha pasado un accidente, y esa, aunque suene feo decirlo, es la verdadera prueba de fuego, darte un golpe, porque ahí te das cuenta de si esto es para ti o no. Una vez me dijo un periodista: ‘Ustedes no tienen accidentes porque son profesionales’, y yo le dije: ‘No, somos profesionales porque sabemos que vamos a tener un accidente, pero aquí vamos a estar, siempre”.
Este oficio requiere dedicación y esfuerzo. Se entrena a diario de ocho a diez de la mañana —estiramientos, acondicionamiento del cuerpo…— antes de las exhibiciones, y se pasan controles antidopaje después. Hay que agarrar confianza y vencer la talasofobia. “Siempre ha habido una mujer en cada generación”, dice Alejandro, “ahora tenemos a Lilia, Lili es un talento muy joven, ahorita acaba de romper el récord de la compañera Iris Selene, que tenía 23 metros y ella ya está en 28, pero sería un error apresurarnos con ella y arriesgarnos a que pierda el amor por el oficio. Hay que ir paso a paso, evitar lesiones. A los compañeros jóvenes les pido medir bien el clavado, porque una cosa es la experiencia y otra la confianza, y aquí necesitas las dos”. Alejandro vuelve a nombrar los huracanes que el pasado año devastaron Acapulco. La manera en la que la ciudad ha salido adelante es digna de elogio. El renacimiento actual debe mucho al compromiso ciudadano y empresarial. Aún se ven complejos hoteleros como Riviera Diamante (con hoteles icónicos como Princess, gran obra arquitectónica en forma piramidal en homenaje al templo maya de Chichén Itzá, o el maravilloso y delicadamente conservado Pierre, que fue hogar de Paul Getty, en su momento el hombre más rico del mundo) en plena reconstrucción, poniéndose al día.
Acompañamos a Alejandro y Lilia a comer a Flamingos, lugar sagrado de reunión entre clavadistas. Se trata de un hotel fácilmente reconocible por el color rosa de sus muros y que durante mucho tiempo fue el hogar de Johnny Weissmüller. Entre 1950 y 1984 se le conoció como “el escondite de la pandilla de Hollywood”, pues el eterno Tarzán de las pantallas, cegado por el sol y el glamur de aquellos años, organizaba memorables fiestas con invitados como Cary Grant, John Wayne, Errol Flynn o el chimpancé Morgan. Hoy, tanto la que fue su casa como el imponente mirador que mandó construir frente al océano Pacífico con piedras dispuestas como la dentadura de un cocodrilo, situados ambos en la prolongación de las habitaciones y la piscina, se encuentran en un estado descuidado del que convendría salir y promoverlos porque la ubicación es extraordinaria.
El clavado es deporte, hobby, patrimonio y, por encima de todo, una imbatible tradición identitaria que logró superar el fin de la fiesta del glamur de los años dorados, cuando aquí se rodaron películas como La dama de Shanghái, de Orson Welles; Desaparecido, de Costa-Gavras; La joven, de Buñuel, o el clásico del cine mexicano La perla, basado en la novela de Steinbeck, y se encumbró a cantantes que idolatraron la bahía como el propio Luis Miguel. La quebrada ha superado también los dos huracanes y, como la ciudad, cree en la lucha y en la superación.
Wolfgang Hermann, en su libro Despedida que no cesa, afirmaba: “La vida es un fluido, hay que sostenerlo en equilibrio porque, al derramarlo, se escurre y desaparece”. Nada ha cambiado en la quebrada de Acapulco en 90 años. Las imágenes de los clavadistas despeñándose al canal quedan grabadas en la retina con una escultórica inmovilidad. Uno evoca al clavadista en los segundos previos al salto, serio y pensativo, como si mirase la concentración de sus ancestros, asimilando el riesgo que va por dentro. Igual que el recuerdo, la quebrada tiene su propia distancia y, por mucho tiempo que pase, esta seguirá siendo la postal emblemática de Acapulco.
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