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Por no molestar

Estas mujeres de abnegación extrema van desapareciendo, pero sigue quedando un eco de esa patológica falta de autoestima

Una mujer en el barrio Gótico de Barcelona, en mayo de 2020.
Una mujer en el barrio Gótico de Barcelona, en mayo de 2020.Matthias Oesterle (Zuma Press /
Rosa Montero

Hay un tipo de mujer que llega a conmoverme hasta las lágrimas. Que es a la vez grandiosa y desastrosa. A la que admiro tanto como me desespera. Cada vez hay menos, y eso en realidad es bueno, pero aún quedan bastantes. Son fácilmente distinguibles, por ejemplo, en los pasos de cebra. Te detienes con el coche ante una señora mayor, de estas que andan con bamboleo marino y despacito, y al verte la mujer se lanza a una de esas carreras imposibles, a un penoso trote cochinero con el que apenas logra avanzar más rápido y que tan solo la pone en riesgo de caerse. Y a ti te dan ganas de salir del vehículo y agarrarla por los hombros, besar esa mejilla contraída por el esfuerzo y decirle: tranquila, no corras, no es necesario, estás en tu derecho de cruzar y no molestas.

Porque, por desgracia, eso es lo que sucede. Son mujeres con un sentido tan humilde de su propia realidad, de sus necesidades y derechos, que siempre creen que están molestando. No son en absoluto idiotas; si se sienten así, es porque el mundo se ha encargado de educarlas de forma machacona en esa postergación, en la posición zeta de la escala social. Todo en su entorno les ha dicho, desde siempre, que sus deseos y sus necesidades son las últimas. Ellas, generosas y estoicas hasta la heroicidad, han asumido ese no lugar del sacrificio sin resquemores ni reivindicaciones. Y desde ahí, desde el puesto más modesto de la realidad, han sido y son capaces de mover el mundo. Sin ellas, la vida hubiera sido más pobre y más difícil. Hacen maravillas. Son la sal de la Tierra.

Ya había hablado de ellas con anterioridad, pero hoy vuelvo al tema por algo que acaba de suceder. He tenido la suerte de tratar muy de cerca a una de estas mujeres maravillosas. Cuando la conocí, hace 45 años, ella tenía unos 50 y apenas sabía leer y escribir (por entonces aún quedaba mucho analfabetismo en España). De todos los hermanos, ella había sido la designada para cuidar a los padres hasta su muerte, destino habitual en estas mujeres que ella cumplió con abnegación y sin rechistar. No se casó, y que yo sepa jamás tuvo relaciones con ningún hombre. Tampoco se amargó por eso. A los 50 se puso a estudiar, y no solo se alfabetizó por completo, sino que además se sacó el graduado escolar. Provenía de un medio social muy pobre, de la España profunda, pero siempre tuvo una elegancia natural y un sentido estético innato y formidable. Hacía preciosas labores manuales y era capaz de improvisar con cuatro hierbajos hermosos ramos de flores dignos de un concurso de ikebana.

Esta mujer, vamos a llamarla C., tiene ahora 92 años, y, dentro de lo que cabe, sigue siendo la misma. Hace unas semanas se cayó y se rompió la cadera; la operaron, se recuperó bien y le dieron el alta. Iba a irse ya a su casa cuando intentó levantarse de la cama ella sola. Como es natural, volvió a caerse. Nueva rotura, nueva intervención quirúrgica. Y todo eso sucedió porque no quería molestar.

C. es fuerte como un roble y se recuperará, pero esta historia me ha parecido una fábula ejemplar. Una sociedad que condena a parte de su población a vivir en la periferia de la vida paga un precio elevado. Son heroicas, son estoicas, son maravillosas estas mujeres, pero no conocer ni ocupar tu propio lugar sobre la Tierra provoca una cascada de nefastos efectos secundarios, un alud de desgracias. Un corrimiento perverso del lugar de todos los demás. Por no molestar, C. no solo se puso en grave riesgo físico, sino que además causó una catastrófica molestia a su familia y un gasto innecesario a la Seguridad Social. Ya se sabe que el infierno está empedrado de buenas intenciones.

Ya digo que estas mujeres de abnegación extrema van desapareciendo, al menos en el mundo occidental. Pero en las siguientes generaciones sigue quedando un eco de esa patológica falta de autoestima. Siempre he envidiado la tenaz naturalidad con la que los hombres priorizan sus propios deseos. Mientras que, para nosotras, nuestros deseos nos parecen más superficiales, menos trascendentales, más prescindibles. Se nos ha enseñado a vivir para el deseo de los otros: padres, hijos, pareja, y muchas todavía guardan resabios de eso. Es una versión aguada del no molestar. Recuerda: si tú no te tomas en serio, fogosa y profundamente en serio, y no priorizas tus necesidades, ¿quién más lo va a hacer? Porque, además, perder el propio lugar no solo es enfermizo y dañino para ti, sino, como enseña el tropezón de C., un verdadero desastre para todos.

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